Por Santi Ortiz.
Con este verso comenzaba Gustavo Adolfo Bécquer sus afamadas “Rimas”; un himno gigantesco, indefinible, grandioso, portador de auroras para la noche infinita del hombre, capaz de elevarnos por encima de nosotros mismos incluso a esas alturas donde lo humano se trasciende hasta rozarse con la divinidad.
Tal fue el himno que inundó el circular perímetro del ruedo de Granada, el pasado sábado, gracias a la metamorfosis que convierte el toreo en un poema de arte mayor cuando surge portentoso del alma de José Tomás.
Otra página histórica rubricada por un torero único que, a cada año que pasa, asolera más su concepto puro del arte de la lidia; que a cada toro que torea afina más sus avíos hasta lograr, como hizo ante “Novelero”, el colorado cuvillo que hacía sexto, tornar su capote en una espiga suave mecida por la brisa,que fue poblando de asombros los tendidos al componer ¿catorce? ¿quince? verónicas de manos bajas y un sosiego infinito......
Esa superación del temple, hace que José Tomás convierta lo clásico en revolucionario. No importa que nunca se salga del guion del clasicismo, su pureza se eleva hasta unas cotas inalcanzables para los demás diestros situándolo en esa inmensa y gloriosa soledad sólo habitada por los auténticos toreros de época.
Si del canon templar nos trasladamos al de parar, ¡cómo para José Tomás! No lo motejé de Estatua en vano. En ese trasiego tan rápido, tan vivo, tan dinámico, como es el toreo, aparece en él majestuosamente la inmovilidad. Una quietud emanada de un sereno talante que relaja el toreo y hace de su trazo una delicada concatenación de calmas por las que discurre el toro embebido en el dictado de una voluntad que no requiere de la crispación ni del esfuerzo para dictar su mando.
Es un clasicismo esculpido en las orillas de la muerte, porque José Tomás es un heredero de aquel innovador sísmico que fue Juan Belmonte, vía Manolete.
Del trianero,cogió esa vuelta de tuerca que convirtió el codilleo en virtud para que los toros todavía pasen más cerca. Y así sus estatuarios sin despegar los codos del cuerpo, sus delantales, sus gaoneras y sus cites al natural o con la derecha pregonan la emoción de la entrega y la verdad dándole al toro todas las ventajas .
Como Granada pudo admirar, el diestro de Galapagar también se distancia del resto de toreros por la dimensión de sus tandas.
Como Granada pudo admirar, el diestro de Galapagar también se distancia del resto de toreros por la dimensión de sus tandas.
Hoy es difícil ver series de más de tres muletazos y el de pecho, aunque éste sea doble.
Las de José Tomás, en cambio, no bajan de los cinco, seis, siete muletazos ligados, estrujados, estremecidos, donde el toro va cerrando el círculo y el torero permanece eje sin sobresaltos mientras el público bota en sus asientos.
Hasta en las gaoneras se prolonga en media docena de lances sin o con un mínimo de enmienda.
Y eso que todavía no ha conseguido en la plaza lo que prodiga en el campo con las vacas, donde se le han contabilizado series de hasta dieciocho naturales.
No cabe duda que, en la consecución de series tan largas, interviene la correcta aplicación del tercer canon del toreo: mandar.
José Tomás no acompaña, torea; esto es: no deja el toro a su aire, sino que le marca el rumbo de su viaje, lo conduce a su través y lo remata allá donde es conveniente para ligar el siguiente pase.
Le impone a la res su voluntad, pero de un modo tan sutil, tan sosegado, tan suave que más que una imposición, parece que persuade al toro para que se avenga a discurrir por donde el torero le dicta. De las cenizas de su cabeza, de la seriedad de su rostro, de la pasmosa naturalidad con que se desenvuelve ante las astas, de la clarividencia que nimba su conducta, emana una genuina personalidad que, volcada en el toreo, convierten a éste en una singularidad única.
Como únicos fueron aquellos dos cambios de mano seguidos de la órbita circular con que su mano izquierda hizo del toro un sumiso satélite,del torero un sol en su apogeoy de la plaza un volcán en erupción.No por ser lo acostumbrado, vamos a obviar lo que encierra una dificultad tremenda: que el torero, cada vez que torea –aunque se pase un año sin vestirse de luces–esté a la altura de sus sueños, que no defraude a nadie, que toda esa cofradía de peregrinos que mueven Roma con Santiago para adquirir las entradas que le permitan apreciar su arte, se queden con el deseo impaciente de volverlo a ver.
Y José Tomás lo logra siempre.
Así lo proclamaron la catarsis granadina, la transustanciación de lo profano en sacro y los gritos de ¡Torero! ¡Torero! que conmovían los aires de la Monumental de Frascuelo, mientras La Estatua alzaba en triunfo el rabo cortado a su último toro.
Y todo gracias a ese himno gigante y extraño en que José Tomás convierte el arte de lidiar toros bravos
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