viernes, 28 de octubre de 2011

Chenel , el torero urbano.




La idea de que Chenel ha sido un torero de toreros –que, dentro de la profesión, se entiende por elogio de máximo reconocimiento, el “maestro de maestros”- se debe a varias razones.
La primera, su longevidad y su vocación, que van íntimamente unidas y que, como prueba del tiempo, dejan en claro el amor al oficio, que es la llamada “afición” por antonomasia.
La segunda, su entereza y resistencia para sobreponerse a toda clase de infortunios, contratiempos, accidentes y reveses: fracturas o lesiones graves de hueso –lo llamaron “el torero de los huesos de cristal”-, cornadas graves en Madrid, Frejus, Palencia, Logroño, desordenes de vida familiar, con dos parones de dos temporadas, las de 1962-1963 y las de 1970 y 1971.

El gran empresario taurino José Luis Lozano ha dicho que, desde que lo conoció hace sesenta años, tuvo la sensación de que Antoñete vivía en torero las veinticuatro horas del día y que todos los días los estuvo viviendo así, y hasta el último de todos ellos. Los días de sus tres temporadas de figura rampante y primeriza, los de las temporadas de declive, irregularidad y hasta en blanco, los de su resurrección sonora tras tres faenas memorables en Madrid –la del toro de Cameno de agosto del 65, las del toro blanco de Osborne y un bravo toro de Carlos Núñez en el 66-, los de su segundo declive abúlico que parecía presagiar un final de torero esencial, pero maldito o bohemio.

Las otras dos razones del magisterio incontestable serían, de un lado, el peso formidable de su concepto clásico en la década de los 80, para convertir el toreo en una actividad espiritual más que física; y, de otro, su aparición del todo inesperada como comentarista autorizado, respetado y sabio de las retransmisiones taurinas de Canal Plus o los programas taurinos de la Cadena Ser a partir de 1991. Durante veinte temporadas, incluso en fases duras de su quebradiza salud, Chenel fue fiel a la audiencia y adquirió, con su lúcida palabra sabia, una popularidad que de paso engrandeció su propia figura de torero ya encajado en las páginas nobles de la historia del toreo.

Criado en la misma plaza de toros de Madrid, donde su cuñado era mayoral, Antoñete se educó de niño y adolescente viendo torear en las Ventas a los grandes toreros de los años 40, que determinaron su vocación: la majestad de Manolete, la pureza de Pepe Luis Vázquez o Pepín Martín Vázquez.
La vocación se fundió con el instinto emulador de los toreros que se pretenden clásicos, que fue el caso de Antoñete. Con el hervor de la vocación vino el conocimiento del toro en la plaza.
Él ha sido un torero urbano y no campero: caso rarísimo, que es parte de su singularidad.
Las bases del clasicismo son dos: una espiritual –la torería, es decir, la manera de estar y ser en la plaza muy distinguidamente- y otra técnica, que en la tauromaquia de Antoñete llegó al prodigio: el entendimiento del toro, el sentido de las distancias y de la colocación en cualquiera que fuera la distancia, el manejo perfecto de los engaños, la resolución con la espada, el temple que acomoda la velocidad del toro al pulso del torero, el ajuste y el remate, la ligazón. Y, desde luego, el valor, que tiene de espíritu tanto como de inteligencia o arte.

Ese clasicismo propicia las faenas breves, “Con veinte o veinticinco muletazos basta. ¡Para qué más..!”, decía muchas veces.
No le gustaba que le llamaran ni “figura”, porque no lo fue en el sentido convencional del término, ni “torero de arte” porque sentiría que el arte, en su caso, se sobrentendía. El arte desnudo y puro, como la poesía renacentista, por ejemplo. Con alguna concesión barroca mínima, como esa media verónica recostada de vuelo encrespado que un día le salió en Madrid a la fuerza.

No fue torero de repertorio largo y tal vez por eso los cites con la izquierda de largo –y espadazo a las bambas de la muleta para marcar engaño- sean tenidos por una de las obras maestras de su legado. La herencia de Antoñete dejó en César Rincón, primero, y en El Cid, después, pero de distinta manera una huella reconocible. No la única. Porque el espectro de los toreros clásicos es siempre más largo y duradero que el de los que no lo son.

BARQUERITO.

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