El toro es lo fundamental, aunque vivamos el torerismo y ello porque toda valoración positiva del toreo exige una realización en la oposición hombre-fiera.
De lo que se trata es de poder observar al animal más hermoso del mundo, pleno de fiereza y furia y, luego, su sometimiento por la acción inteligente del coletudo en limpio ejercicio de riesgo; porque sólo así se diluye la sangre del albero y queda absolutamente injustificada la taurofobia.
La evolución entre lidia y toreo tiene un marcado paralelismo en la fiereza y la bravura como características del astado. Al toro fiero le corresponde un lidiador y frente al toro bravo se está en torero.
Belmonte decía que “se torea como se es”, pero si nos atenemos a las consideraciones anteriores lo cierto es que se torea como se puede, porque esta actividad implica la acción imprevista del animal y han sido precisamente sus facultades en cada época las determinantes de las distintas formas de torear; de ahí que destaquemos la exigencia taurocéntrica cuando tratamos de dilucidar esta tradición.
Desde el “bos primigenius” hasta el añojo del más joven ganadero, son varios los siglos de evolución. Entre la alimaña fiera de ayer y el producto mollar de hoy media un abismo.
Así, “la fiereza era bravura ayer” -según Luis Bollaín- y “el denominador común que les caracterizaba era, aparte de la edad, su furia incontenible, desatada“, al entender de Álvaro Domecq; hasta la apreciación del cornúpeta actual, perfilada por Bergamín en su “música callada”: “sin embargo ahora vemos salir al ruedo con tanta frecuencia, que casi diríamos que no vemos otros, toros que no embisten, toros que no pasan; es decir, que siguen fácilmente el engaño de la muleta o de la capa con tanta docilidad como si estuvieran amaestrados“.
La doctrina es crítica al respecto. El ganado se cae constantemente y no evidencia sensación de riesgo. Frente a ello, los criadores exponen como tesis defensiva la superbravura y entrega del animal en el ruedo hasta cotas increíbles.
Desgraciadamente, lo único importante del producto debe ser la bravura, racionando fuerza y nervio hasta llegar al trapío desequilibrado, pues de lo que se trata es de convertir el toreo en una coreografía espectacular desprovista de su auténtica esencia: la verdad de un combate normado, peligroso y bello.
Si los ganaderos nos llevan a un equivocado proceso de selección, estaremos ante el bovino entregado. Y si su capacidad de entrega se acentúa hasta el punto de que el mismo salga prácticamente reducido de chiqueros, nos encontraremos con que el toreo se nos muere.
No jodas...
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