domingo, 4 de enero de 2015

'EL TOREO Y SU ÉTICA (II)

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"... el hombre tiene que permitir que el toro pueda expresar su naturaleza brava. Tiene que darle espacio para que corra y se manifieste, para que le acometa como un alud y desarrolle su instinto de pelea, para que su caos inunde de desorden el redondo escenario de la acción y llene de inquietudes –de miedo– la mente de los contempladores...

Impedir el abuso de la superioridad biológica del hombre sobre el toro, la bravura de la res de lidia y la valentía del torero, son los elementos sobre los que se alza la ética 


     Ya está el toro en la arena. Comienza su lidia. Dos individuos de especies distintas dan curso a su enfrentamiento. La ética que reglaba nuestras obligaciones en la crianza del toro, respetando y potenciando su naturaleza brava y llevándolo virgen a la plaza, entrega ahora el testigo a la ética del toreo.
 No es que hablemos de dos éticas distintas, pero los hechos morales que regulan sí son diferentes. 
Aquí empieza a vivirse el meollo de todo lo anterior, lo que le confiere sentido. 
El toro está criado y seleccionado culturalmente para la lidia, y ante la lidia está. Es el momento crucial de la prueba, del examen final. 
Todos se someten a él: el toro, porque ha de demostrar en la lucha su naturaleza brava exhibiéndola en el grado que la tenga; el ganadero, porque en el comportamiento de cada toro verá cumplido o defraudado los propósitos de su selección, y el torero, porque, al igual que el hombre machadiano, ve llegado el momento de hacer camino al andar.
 El etéreo abanico de posibilidades que desplegaba anteriormente su surtido de incertidumbres queda concretado y marcado por el cuchillo de la realidad.
 Lo hipotético ha desaparecido. 
Entramos en el tremendo mundo de los hechos. A partir de ahí, para el toro empieza la pelea y para el torero la acción: la lucha con la materia de su arte.
 El rito ha comenzado.

     Partiendo de la base de la superioridad de la inteligencia humana sobre la fuerza bruta, la ética del toreo exige al hombre someterse al dictado de las reglas que limitan su modo de actuar y comportarse para que su ventaja se acorte y el animal tenga su chance. Está prohibido, por ejemplo, recortar a los toros de salida –esto es: cortarles violentamente el viaje de su embestida–, para evitar que se lastimen o destronquen. Igualmente, no está permitido cegarlos con la capa provocando el choque contra la barrera ni tampoco hacerlos derrotar –cornear– en los burladeros, por el riesgo de que se despunten o se rompan un pitón.
 Y  sobre todo, al torero le está vedado torear y matar al toro de cualquier forma. A medida que el toreo ha venido evolucionando, las exigencias de quietud, limpieza, armonía, despaciosidad –temple–, encadenamiento –ligazón– de los pases,  se han acrecentado. En cuanto a la forma de realizar la estocada, ha de ser cara a cara, frente a frente. Y por arriba, nunca por un costado. Ni siquiera se admite –aunque a veces se haga para llevarse la repulsa del público– que el acero caiga bajo y no en lo alto de la cruz.
 El toro es un animal que va a morir combatiendo y al que, por ello, se le presta el respeto debido a lo largo y ancho de su vida –en el campo y en la plaza– y en su muerte. Para tener el derecho de torearlo y matarlo, el torero ha de asumir el riesgo de que, en el transcurso de la lidia, el toro pueda cogerlo, herirlo o matarlo a él también.

     Toda la ética de la lidia va encaminada a favorecer ese respeto. En consecuencia, el hombre tiene que permitir que el toro pueda expresar su naturaleza brava. Tiene que darle espacio para que corra y se manifieste, para que le acometa como un alud y desarrolle su instinto de pelea, para que su caos inunde de desorden el redondo escenario de la acción y llene de inquietudes –de miedo– la mente de los contempladores, hasta que el torero encauce su huracán y lo convierta en brisa; hasta que su arte domeñe con su cosmos  el violento desorden que el toro trae con él… Si es que consigue hacerlo.

Sin un mínimo poder en el toro, sin unas condiciones mínimas para que pueda desarrollar su combatividad y haya una lucha digna, no hay ni puede haber toreo

     Para el público que asiste a la corrida, el toro es un combatiente, un guerrero portador de muerte que sale al ruedo a vender cara su vida, jamás un ser digno de lástima. Basta que el animal sufra, por efecto de algún mal movimiento, descoordinación de su sistema locomotriz, se fracture una pata o se rompa un cuerno, o quede mermado físicamente de alguna manera, para que el público se encrespe exigiendo su devolución a los corrales o –si reglamentariamente eso no es posible– que el torero lo mate sin intentar siquiera torearle. Sin un mínimo poder en el toro, sin unas condiciones mínimas para que pueda desarrollar su combatividad y haya una lucha digna, no hay ni puede haber toreo.

     Instalada ya en el espacio mismo de la memoria, los aficionados al toreo sienten hacia el toro lo que el poeta y ganadero Fernando Villalón denominó taurofilia racial. Esa filia –término derivado del griego philía, que significa amor, amistad, afición a algo– servirá de marco para que el toro demuestre lo que es; es decir: que muestre su bravura, su poder y la nobleza de su condición a través de su pelea. 
En la medida que evidencie en ella su naturaleza brava, obtendrá el reconocimiento del público –la gente re-conocerá en él la naturaleza que le da sentido a su presencia en el ruedo– y su admiración.
 Por eso, pocas cosas son tan hermosas en la corrida como ver a un toro volver a arrancarse de lejos, con alegría y buen son, al caballo del picador, después de que ya conozca el castigo de la puya. Sepa el lector que nunca haya asistido una corrida, que al toro realmente bravo se le ponen las cosas difíciles para que acuda al sitio donde ya sabe que le hieren. 
Si tiene predilección por algún lugar del ruedo –lo que se llama “querencia”– se le coloca el caballo en el punto diametralmente opuesto, esto es: allí adonde no quiere ir. Y para evitar el estímulo del cite cercano, se le coloca lejos y, a veces, hasta muy lejos del caballo, dándole todas las ventajas para no embestir. Se le coloca y se le deja tranquilo, a solas con su condición.
¿Qué otro animal no emprendería la huida o se distraería en otras cosas para no volver a la pelea? Hay toros –infamados de “mansos”– que hacen esto último embistiendo a otro objeto para no ir al caballo; pero cuando el bravo de veras, desafiando al mundo empina su cola y se arranca hacia el picador para estrellarse con nobleza en el peto, la plaza entera rompe en un grito de admiración entusiasta celebrando el don de la bravura. No se alegran de que al toro lo hieran, no; sino de que se haya portado como se espera de su naturaleza: la de un guerrero bravo.

     En el azogue limpio de la lidia, la imagen especular de la bravura del toro es la valentía del hombre. Va supuesta en la condición de torero y por eso hay que demostrarla ante las astas para no defraudar y defraudarse. La ética del toreo es una ética heroica. Un torero en medio del ruedo metaforiza al hombre en medio de la vida. El toro –materia de su arte– no sólo es el rival, el reto, el muro, la prueba a superar, la fatal pregunta de la Esfinge, es… ¡el Destino! Cada vez que se pone delante del toro, el torero es eso: un hombre enfrentado a su destino.

     Para ese enfrentamiento, elige el hombre un lugar público. Cara al mundo. Un espacio de linde circular sin posible salida: el ruedo. Como los héroes homéricos de la Ilíada, no escoge el torero un oculto rincón para tomar o dar una muerte anónima. No se agazapa ni se esconde como un malhechor. Sale, luz en rostro, vestido con su traje de gala recamado de oro y su nombre impreso en los carteles, a dar expresión a ese desasosiego que le quema por dentro, a dar forma a la idea que le mantiene insomne: torear al toro concreto que se le presente como él lo sueña y siente en su utopía.

     Sin embargo, para torear como se sueña, es preciso primero torear; esto es: ponerse delante del toro y burlar su embestida con un trozo de tela, asumir el riesgo que conlleva el toreo, sentir el ímpetu caliente de la casta furiosa orbitar en torno a la cintura sin que ello le avecine al temor. Esto no es fácil, porque el miedo a perder la vida puede llegar a derrotarnos y envilecernos. Para no experimentar tal transformación es preciso poseer una virtud: la que en su “Ética a Nicómaco” Aristóteles llama andreia; esto es: la hombría: la capacidad de mantener la entereza ante situaciones que nos inspiran miedo. 
Beneficiado de tal capacidad, el torero puede remontar temores, olvidarse de sí como ser en peligro y comenzar a utilizar su logos, a combinar su inteligencia y sentimiento artístico para ir desarrollando su toreo, es decir: para irlo dotando de elocuencia, pues el toreo no deja de ser una forma inefable de lenguaje. Un lenguaje que el torero entrega al coro de los espectadores mostrándole, con él, a través de él, parte de lo que siente, de lo que quiere, de lo que piensa, de lo que rechaza; parte, pues, de su intimidad, de su alma, de lo que él es.  

     En la expresividad del toreo, como en la de todo arte –aunque aquí la comunicación se produce en el mismo momento de estarlo realizando–, algo de la interioridad del torero se exterioriza saliendo al encuentro de aquellos que lo contemplan; aquellos que continuamente lo están mirando y valorando; aquellos que van a decidir, por el mensaje que les llega, quién es en realidad el hombre torero que les habla, los niveles en los cuales habrá de situarlo su reconocimiento. Por otro lado, cuando el vínculo amistoso con los demás –la philía– se produce como fruto de esta labor creativa, el artista descubre en el territorio de los sentimientos –como sostiene el ilustre filósofo Emilio Lledó–, la philautía; es decir: la proyección amistosa hacia sí mismo. De este modo, el torero se quiere en su obra, se re-creaen ella y en el descubrimiento afectivo de su mismidad se siente integrado en el mágico universo del arte y la cultura.

     Esta continua alusión a lo griego no obedece a ningún devaneo ornamental, sino a enfatizar la semejanza existente entre la ética que preside el mundo reflejado por Homero en su obra y la que guía la actitud del torero en la plaza. Tanto el héroe griego como el torero buscan su areté; esto es: su excelencia. La ética que dirige las acciones de Aquiles, de Agamenón, de Glauco, de Diomedes y tantos otros, está cortada por el mismo patrón que puede mover la voluntad de José Tomás, de El Juli, de Miguel Ángel Perera, valgan por caso, cuando están en la plaza. La ética del toreo es una ética de excelencia. Buscar la perfección de la obra por encima del peligro y las dificultades es un rasgo común de los héroes de la Ilíada y de los hombres de luces. Ambos buscan con audacia la inmortalidad asumiendo con bizarría su condición de mortales. “Si eludiendo la guerra, pudiésemos permanecer jóvenes e inmortales –decía Sarpedón a Glauco momentos antes de asaltar los muros de Troya– no combatiría yo en primera fila ni te enviaría a la batalla gloriosa; pero mil trances de muerte nos envuelven y no está bien que el vivo los evite o rehúya. Vayamos y daremos gloria al enemigo o el enemigo nos la dará a nosotros.”

     Allí en el combate, acá en el arte, la búsqueda de la gloria y la fama, a desprecio de perder la vida, hace brotar el germen de la tragedia tanto en la poesía homérica como en la lidia. Crear arte en la cara misma de la muerte, transustanciar el miedo en inspiración y moldear la materia del toro para dar expresión a las formas que palpitan en los sentimientos, concede al toreo inequívocos tintes de grandeza. Es más, en el nudo trágico del toreo, el bronce de la gloria proviene de la aleación única de lo apolíneo y lo dionisíaco. En el torero, Apolo pone el orden y la serenidad, la suprema superioridad de la belleza, la luz, la claridad. 
De su mano, el torero se pasea por el deleite estético, por las soleadas alamedas de lo bello. Dionisos, en cambio, le aporta su turbulencia, el enigma, la noche, la creatividad que emerge de las simas más oscuras y fecundas de la Naturaleza, el dolor de desbravar misterios, la ebriedad de la mística, lo intuitivo y sensual. Impelido por su desenfreno, el torero se entrega al vértigo de lo sublime y penetra en el tempestuoso territorio donde los toros guardan celosamente sus secretos, y el dolor y la muerte acechan más que nunca. En el mundo trágico de la Tauromaquia, la belleza es sublime y lo sublime bello.

     ¡Muy importante!: esta ética de excelencia da carta de naturaleza a una aspiración, no a un hecho cotidiano. Y así hay que entenderla. Vengan a ratificarlo aquellas palabras de Ortega y Gasset, cuando afirmaba que: “quien no ha visto una buena corrida de toros no puede entender lo que son las mediocres y las pésimas. Porque las malas corridas, que son casi todas, existen sólo a expensas de la buena, que es tan insólita.” Tal vez, el calificativo de “insólita” sea exagerado; pero poco frecuentes sí que son. Lo mismo que ocurre en cualquier arte; pues las malas novelas, las comedias soporíferas, las pinturas mediocres, las películas vulgares…, que son abundantísimas, existen a costa de aquellas auténticas obras de arte que, en cada género, han dejado su indeleble huella para hacerse un hueco en la memoria o incluso en la inmortalidad.


    Impedir el abuso de la superioridad biológica del hombre sobre el toro, la bravura de la res de lidia y la valentía del torero, son los elementos sobre los que se alza la ética del toreo. Esta ética ha de justificar el hecho tremendo de la muerte del animal. A eso dedicaremos el próximo capítulo.del toreo"

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