Estuvo ROCA REY, casi feroz con un toro muy serio de Mayalde, sexto de corrida, castaño, ofensivo, abierto de cuerna, encastado, nada sencillo, que, la cara por las nubes en no pocas reuniones, estuvo a punto de cogerlo dos veces y le puso los pitones en el pecho otras tantas sin dejar de medirlo. Solo que amagando más que amenazando.
Y, sin embargo, toro al fin rendido. Al cabo de una faena espeluznante, de las de levantar de sus asientos a la gente en las bazas de riesgo mayor, que fueron más las últimas que las primeras.
Brindada al público, faena abierta con un primer órdago: en la sombra cara, y en la primera raya, cuatro limpios estatuarios sin rectificar, cosidos con un cambiado por la espalda, el de pecho y un segundo cambiado por la espalda del que estuvo a punto de salir prendido por la chaquetilla el torero peruano. Fue el primero de los sustos y acontecimientos de esta faena tan al límite de todo. Más valor, imposible. Imposible más ambición. Tremendo.
A los medios sin más dilación: dos tandas en redondo, la segunda más larga y de bastante mejor compás que la primera, abrochadas las dos con el de pecho obligado, encajadísimo Roca Rey, suelto, firme, tranquilo. Ajeno a un par de malévolos gritos sueltos reventones, tan de Madrid en feria. La muleta a la zurda sin preámbulos ni pruebas, protestas del toro que pareció plantarse en seco y ponerle entonces los pitones a Roca en el pecho mismo, en el vientre. El cuerpo del torero como una diana. Y ni un temblor, ni un paso atrás, ni el menor pestañeo. En ese cuerpo a cuerpo, en el platillo de la plaza, la emoción fue superlativa y el ambiente se incendió casi literalmente. El runrún inconfundible de las grandes ocasiones.
De esa pelea tan osada, tan del todo por el todo, salió el toro de Mayalde no entregado pero sí dominado. La gota bravucona que se había sentido en algún momento estaba de pronto seca. Por construcción no podía humillar, pero, decantada la pelea, descolgó pronto en las dos últimas tandas, que fueron inapelable sentencia. Una en redondo de cinco muletazos suavecísimos y enroscados, con el remate de la arrucina en terreno inverosímil y dos de pecho; y otra casi idéntica. Con clamores se subrayaron las dos. Todavía caliente el eco del clamor, Roca cambió de espada, cuadró en la suerte contraria y algo cerrado en tablas, atacó por derecho y enterró en la yema una estocada mortal. Perdió en la reunión el engaño, no tardó en rodar el toro. Dos orejas. Apoteósico.
Los méritos fueron muchísimos: primero, poder con el ambiente que se le había resistido con el toro de la confirmación de alternativa, con el que Roca estuvo tan firme como con el de la consagración, pero abusando del toreo heterodoxo –circulares invertidos, trenzas, tirabuzones, arrucinas- que primó sobre el toreo del canon clásico. Las temeridades con el capote –un quite por saltilleras, con desplante y brionesa, en réplica a otro de Castella por chicuelinas- le habían ganado el favor de la mayoría. Y, además, un arranque de faena de gran valor: tres cambios por la espalda seguidos, la arrucina, el natural y el de pecho. Dos tragadas a toro parado a medio viaje. En la corta distancia de ahogaba el toro, el mejor de los cuatro de Cuvillo. Indiscutible la firmeza, pero discutible y discutida la estrategia. Una estocada sin puntilla.
Y el segundo y mayor de los méritos: poder con la fuerza de una faena soberbia de Talavante al quinto de corrida, un toro de pinta barrosa, jabonera la testuz, cinqueño, zancudo, largo, altísimo, destartalado, casi 600 kilos y de tanta movilidad como mal carácter. Más violento que agresivo, renegaba el toro a cabezazos. Trallazos monumentales. Pues a ese toro le pudo Talavante por la vía del temple. Fue dificilísimo pero tuvo el sello de lo magistral.
El toro había desarmado a Talavante en la primera reunión de faena, en tablas, un muletazo por alto y llegó a desarmarlo hasta dos veces más después. En el tercer desarme, cuando ya Talavante lo tenía en la mano, le partió el estaquillador en dos y sacó astillas.
No solo la violencia –genio áspero- sino también la forma de venir a engaño gazapeando o gateando, punteando y cabeceando. Terco Talavante, pero sabio para dar con la distancia del toro para que no adelantara, precisos y a tiempo los enganches, firmeza a pesar de los derrotes. Y de pronto, como por arte de magia, una tanda con la zurda de cuatro y el de pecho que dejaron al toro planchado y a la gente con la boca abierta. Y una segunda tanda casi igual, solo que el toro se acordó y se revolvió, y una tercera que fue definitiva, de tanta calidad como arrojo. ¡Torear despacio y por abajo a ese toro de Cuvillo! Solo un privilegiado. Una estocada sin puntilla.
El toro había desarmado a Talavante en la primera reunión de faena, en tablas, un muletazo por alto y llegó a desarmarlo hasta dos veces más después. En el tercer desarme, cuando ya Talavante lo tenía en la mano, le partió el estaquillador en dos y sacó astillas.
No solo la violencia –genio áspero- sino también la forma de venir a engaño gazapeando o gateando, punteando y cabeceando. Terco Talavante, pero sabio para dar con la distancia del toro para que no adelantara, precisos y a tiempo los enganches, firmeza a pesar de los derrotes. Y de pronto, como por arte de magia, una tanda con la zurda de cuatro y el de pecho que dejaron al toro planchado y a la gente con la boca abierta. Y una segunda tanda casi igual, solo que el toro se acordó y se revolvió, y una tercera que fue definitiva, de tanta calidad como arrojo. ¡Torear despacio y por abajo a ese toro de Cuvillo! Solo un privilegiado. Una estocada sin puntilla.
La tarde mejor de la feria. Con sus sombras: no pudo Cuvillo lidiar corrida completa sino solo cuatro toros, y a dos de ellos les temblaron las fuerzas más de la cuenta; Castella, empeñado en trasteos largos, no pudo revalidar sus triunfos incontestables de hace un año y no se entendió con un cuarto de Mayalde que pidió pulso puro. Talavante solo pudo torear con pinzas al endeble tercero. Un final tan brillante vino a justificarlo todo.
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