domingo, 3 de julio de 2016

La realidad del riesgo

 Mucho más que un cálculo de probabilidades; es la verdad final del toreo

Anda el toreo, y con razón, siguiendo el día a día de la evolución de Manuel Escribano, tras el tremendo cornalón de Alicante, cuyo horizonte final aún está definitivamente establecido.

 En Escribano llama la atención su serena humanidad, su hombría en un momento tan complejo. 

Pero la historia del toreo está plagada de alicantes, desde que por primera vez el hombre se puso delante del toro.

 El riesgo cierto que corre el torero, a pesar de todos los atenuantes que se quieran poner, está ahí, inamovible, para formar con el arte ese binomio que define la esencia misma del toreo.

 Sin riesgo y sin arte no puede concebirse la Tauromaquia.

 Por eso, cuesta tanto entender todo aquello que camine hacia la devaluación de la figura del torero, como artista y como héroe.

Pendientes como andamos de lo que hace éste o aquel torero, de lo que ocurre en tal o cual plaza, a veces nos olvidamos de la gran verdad del toreo. De hecho, tienen que venir unos momentos dramáticos a recordárnoslo y volvernos a la realidad: cuando los toros cogen, lo hacen de verdad, no se trata precisamente de una ficción, como esas de los extras en el cine. 

 Ahora ha sido Manuel Escribano y su cornalón tremendo en Alicante, pero antes ha habido muchos otros que sintieron en sus carnes la realidad de los ruedos.

En la célebre cena que la intelectualidad española dedicó en noviembre de 1944 a Manolete en Lardhy, de Madrid, a la hora de los discursos uno de los oradores vino a decirle al torero cordobés: Te invitamos a ser nosotros y reconocemos el arte de torear con la misma categoría estética que otras Bellas Artes”.
Pero tales palabras, no pueden separarse de la respuesta rotunda que recibieron de Manuel Rodríguez:  "Yo soy vosotros, pero en mi creación hay algo más: la muerte verdadera, por lo tanto me diferencio en un matiz que me hace distinto".
Y tan distinto que hace ese matiz que recordaba el gran torero cordobés. Cuando José y Juan se veía las caras, Guerrita ya dijo aquello de que a Joselito para que lo hiera un toro le tiene que tirar un pitón, en cambio había que darse mucha prisa por contemplar a Juan: tal como toreaba iba a durar poco. Luego las cosas ocurrieron exactamente al revés.
Se trata de la gran incógnita que nunca se sabe cuando ocurrirá, pero lo seguro es que puede ocurrir. Aparentemente de orden menor era la lesión que sufrió Antonio Ferrera en la plaza mallorquina de Muro en 2015 y ya va por un año que está en el dique seco. 
Grande pero no irreversible era la cornada de Luis García “El Niño de Leganés” en Sevilla en 2013, pero le obligó a abandonar la profesión. Un accidente ocasional le ocurrió a Faustino Inchausti “Tinín”, una esperanzadora promesa, cuando en Burgos en 1960 perdió una pierna como consecuencia de una herida que se produjo con la espada.
Pero la realidad del riesgo es un hecho cierto. Incluso cuando se trata de situaciones en las que parecía imposible. No se hace necesario remontarse ni a Talavera, ni a Linares, ni a Pozoblanco, ni a Colmenar.
El riesgo es la gran verdad del toreo. Por eso cuando en ocasiones parece que hasta los propios toreros minimizan esta constante histórica, están dejando a un lado ese factor que les lleva a los linderos de los héroes.
Pues todo eso hay que ponerlo en el valor que tiene, que es mucho; todo eso no puede resolverse luego acudiendo a ese socorrido decir de que “los toreros son de una pasta especial. Y no es cierto: son de carne y hueso como cualquier mortal; a igual que ellos sufren y se duelen. Lo que ocurre es que la fuerza íntima del arte del toreo lleva a sobrevolar sobre la tragedia. Pero nos equivocaríamos si pensáramos que todo no son más que accidentes en el camino, gajes profesionales.
¿Acaso resultó un capricho la hombrada de Miguel A. Perera cuando se encerró con seis toros en Madrid el 3 de octubre de 2010? Durante la lidia del 3º toro ingresó  en la enfermería con una herida por asta de toro con entrada en región escrotal izquierda con evisceración de testículo y salida por raíz del pene. Volvió al ruedo y  durante la lidia del 5º  ingresó de nuevo en la enfermería, ahora con una herida por asta de toro en región crural con una trayectoria hacia arriba y adentro de 15 cms que contusiona la arteria femoral superficial de pronostico muy grave.
Cuando después de semejantes situaciones se vuelve a los ruedos, es mucho más que la recuperación de una carrera profesional.
¿Cómo puede calificarse la decisión de Juan José Padilla reapareciendo en la siguiente primavera tras la tremenda cornada de Zaragoza?
 ¿Qué explicación cabe dar a aquella decisión de Francisco Rivera Ordoñez cuando, tras el cornalón de Huesca, sentenciaba que un torero no puede retirarse en pijama, que lo tiene que hacer vestido de luces? ¿Cómo debe entenderse la presencia de nuevo en los ruedos de David Mora o de Jiménez Fortes después de todo lo pasado? 
A lo mejor no se sabe a ciencia cierta cómo responder a esas preguntas; sólo una está vedada: la locura, que un torero de modo necesario tiene que estar muy cuerdo y muy despierto.
Pero en ocasiones se producen situaciones casi más incomprensibles. Ahora mismo hay un muchacho muy joven, con excelente corte de torero, que está en el dique seco, después de una cornada muy seria en Madrid.  Pues lo mismo que este Rafael Serna cuando se inició en su etapa novilleril aprendió los rigores del oficio, la vez primera que con un percance de  relevancia ha visitado la enfermería, ha descubierto  esa otra cara de la Fiesta, que tanto dice del riesgo cierto que se vive en un ruedo.
¿Resulta necesario esperar a ese bautismo de sangre para cerciorarse si el torero va a funcionar o no? Parece de difícil acierto distinguir qué grado de realidad se encierra en esa apreciación de bastantes taurinos, cuando esperan hasta esa ocasión para cerciorarse de su futuro. Con ojos de profano, se adivina incluso hasta cruel que haya de fiar a semejante trance para calibrar los boletos que se tienen en esta lotería del toreo.
En cualquier caso, la probabilidad del riesgo concentra demasiadas variables, que además escapan las más de las veces a la capacidad de control de los hombres. El riesgo primero, desde luego, es el toro, sus condiciones bonancibles o sus peculiaridades aviesas. 
 Pero también hay otros. Y así, el propio factor de la climatología ya hace cambiar el escenario, cuando hemos comprobado los efectos tan trágicos de una simple racha de viento producida a destiempo, que deja al descubierto al torero. También incide, cómo no iba a ser así, el grado de pericia y de adiestramiento del torero, por más que éste sea un factor que los mentores del espada debieran administrar con prudencia, para no exponerle a situaciones superiores a sus capacidades. 
Por influir, hasta puede ser relevante a estos efectos el tamaño y el estado del ruedo, que de tener un diámetro adecuado o no,  de estar cuidado a ser un erial, media un abismo.
 De hecho, hubo épocas en las que algunas figuras para lidiar determinados encierros exigían que el ruedo tuviera un cierto  número de burladeros, por ejemplo.
A partir de aquí, la posibilidad de que tal día y tal hora se conjunten todos los elementos que protagonizan el drama, es cuestión muy aleatoria. Y no hay que esperar a que se produzca de hecho: basta la simple probabilidad de que pueda ocurrir, para poner en valor todo lo que se hace en un ruedo.
De tal forma que aunque en la historia del toreo no se hubiera producido ni un solo percance mortal --que ha habido muchos--, no por ello necesariamente debiera concluirse que el riesgo es superfluo; cornadas las hay, las ha habido y las habrá. 
En el fondo, porque en el platillo de un ruedo se concentra, a pesar de todos los pesares, demasiada verdad.  Y ocurre así porque allí se conjuntan dos elementos definitivos, como son la creación de un Arte y el riesgo cierto al que se expone quien lo crea, que es donde reside la magnitud del toreo.

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