Algunos necesitan alimentarse de lo que sea, de medianeras, de engañarse y pensar que ven cosas, espejismos del buen toreo, latón vendido como si fuese oro puro con lo que ir tirando tarde a tarde.
Otros sólo esperamos que surja el toreo, que surja la emoción que viene desde adentro, la que te hace levantarte del asiento y batir las palmas como un resorte primitivo, como cuando se tiene sed y se bebe.
No tenemos prisa, porque sabemos que es posible que una buena tarde de otoño un señor de cuarenta y tres años vestido como un príncipe oriental, de azul pavo y oro, nos remueva todas las fibras, nos reencuentre con todo lo que nos hizo aficionarnos a esta pasión, nos recuerde que por más vulgaridad que tengamos frente a nosotros cada día, hay por ahí algunos que no renuncian a la esencia (esencia que tratan de denostar a diario tanto fenicio como hay por ahí con un micro o una pluma en la mano), a la pureza del cite, del mando, del temple, de la cargazón de la suerte, de la naturalidad.
Diego Urdiales ha firmado en Madrid una de las mejores faenas que se han visto en Las Ventas en lo que va de siglo utilizando los argumentos del siglo pasado y del antepasado: la muleta en la izquierda, el estoque en la derecha y el corazón en medio.
Si hubiese media docena de jóvenes que en vez de mirarse en el espejo de la vulgaridad de tantas tardes, en el engaño hortera de tantas figuritas de mazapán, se quisieran fijar y aprender de lo de hoy, lo mismo otro gallo nos cantaría.
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