POR SANTI ORTIZ.
(Si
un torero hace cincuenta años realiza en Sevilla lo que hizo con ese toro sexto
Roca Rey y lo mata como éste lo mató, le corta las dos orejas sin discusión.)
Cuando por una de las ponencias desarrolladas en el I Simposio
Internacional “Los hombres y los animales: un debate de sociedad y una cuestión
de derechos”, celebrada en el Senado de España, me enteré de que el 75% de la
población española (más de 34 millones de personas) convive concentrada en tan
sólo 11 grandes ciudades, tomé verdadera conciencia del impacto demográfico y
cultural que supone este éxodo del mundo rural hacia el asfalto, la
desertización a que condena al campo y las perniciosas consecuencias que de
ello derivan.
En
lo que al toreo se refiere, esa pérdida de perspectiva rural, que nos ha
acabado alejando tanto de los animales, al punto de confundirlos con mascotas –caricatura
y degeneración consumista de la animalidad–, nos ha traído un nuevo enemigo –el
animalismo– que, proyectando a la fauna su paradigma urbano y sin sentido,
pretende erradicar la caza, la pesca, el circo, el toreo, y, en definitiva,
cualquier utilización que hagamos de los animales, amenazando insensatamente con
derribar una civilización de milenios, como es la nuestra.
Sin embargo, el alejamiento del agro no sólo nos ha traído problemas
externos, como el del citado animalismo, sino que está influyendo de manera
nefasta en el tipo de público –la mayoría urbanita– que suele acudir a las
grandes plazas.
No hablo ya de aficionados, que siempre han sido minoría, sino
del gran público, dotado algunas décadas atrás de una especie de sentido común
taurino, fruto tal vez del manejo de las bestias, de la proximidad con el
ganado y de ese contacto rural que hoy día brilla por su ausencia. Tal carencia
se viene manifestando de manera progresiva durante las corridas en reacciones o
inhibiciones que, a un aficionado viejo como yo, causan total extrañeza
haciéndome sentir como ajeno a la plaza e ignorante de lo que se desarrolla
ante mis ojos.
Sin ir más lejos, me sorprendió pareciéndome ininteligible, la falta de
calor, de entusiasmo, de asombro, del público de La Maestranza, ante el arrimón
brutal, escalofriante, de Roca Rey ante el sexto toro de
la corrida del pasado Domingo de Resurrección. Incluso hubo quien echó al aire
sus pititos de reconvención, como si el hecho de que un torero se juegue la
vida –su vida, su única vida– de esa manera tan temeraria y descarnada fuera
motivo de repulsa y no de admiración.
¿Acaso el valor –uno de los pilares fundamentales desde donde se alza el
arte del toreo– ha perdido su prestigio para el público urbanita? Ya sabemos
que el chauvinismo sevillano perfuma su afición a los toros de cierto
sibaritismo y presume de “sensibilidad” poniéndose la medalla de gustarle sólo
los toreros “artistas”.
Allá cada uno con sus gustos, pues todos son
respetables; pero eso no puede llevar a la sinrazón de negar la evidencia de la
entrega y la verdad torera con ese sambenito moderno de “yo no vengo a los
toros a sufrir”. Oiga, pues si es así, ¡quédese en casa! O váyase al teatro,
donde todo es pura ficción y nadie mata a nadie, aunque se mueran todos. La
fiesta de los toros es drama, por más que se enmascare de arte y elegancia,
porque toda la majeza, el garbo, la exquisitez, el donaire, la limpieza, el sentimiento,
la estética y el dominio con que aquella se envuelve, podrán esconder, pero no
evitar, que en su médula el toreo sea una lucha a muerte entre un hombre y un
toro bravo.
Y eso es una cosa demasiado seria como para salir con martingalas
de aficionados a la violeta.
El
domingo, Roca Rey se pegó un arrimón de infarto, donde el toro no sabía dónde
poner los pitones para no llevárselo por delante, ya que a ese grado de dominio
y sugestión llegó el diestro en su anulación del animal. Un animal que era un
toro cinqueño y con dos pitones astifinos como leznas; un animal al que
arrebató el terreno y se montó encima poniéndose los pitones en el pecho, en
los muslos y hasta dejándose encunar sin que sus zapatillas perdieran ni por un
segundo su asentamiento en la arena.
Hubo momentos en que sus imágenes me
trajeron el recuerdo de aquel Paco Ojeda de sus mejores tiempos. Porque,
además, el arrimón se lo pegó a un toro con movilidad, no a un animal agotado y
quieto como un marmolillo, de ahí lo extraordinario de su mérito. Yo sufrí,
claro que sí, porque la cornada rondaba una y otra vez las carnes del torero,
pero al mismo tiempo experimenté una enorme admiración observando la
transformación de un chaval de 22 años en un héroe. Porque, encima, el arrimón
no tuvo nada de desarbolado, de alocado ni de liarse la manta a la cabeza a lo
que salga, salió. No, el arrimón fue concebido y practicado desde la más fría
inteligencia, desde el más puro dominio torero, desde la serena grandiosidad
que hace al hombre dueño absoluto del instinto de la bestia. Fue el milagro que
sólo son capaces de lograr los toreros excepcionales cuando ponen todo su
corazón en la balanza y la vergüenza torera les chorrea por todos los poros de
su cuerpo.
Si un torero hace cincuenta años realiza en Sevilla lo que hizo con ese toro sexto Roca Rey y lo mata como éste lo mató, le corta las dos orejas sin discusión. Lo digo yo que tengo edad para sostenerlo. Sin embargo, el domingo, todo ese desprecio a la muerte, toda esa entrega, esa autenticidad, ese valor sublime, no valió para que se pasara de una leve petición de oreja sin convicción alguna. Así está el patio. Tengámoslo presente porque estas cosas, y no sólo el animalismo, también son nefastas para la pervivencia y continuidad del toreo
Si un torero hace cincuenta años realiza en Sevilla lo que hizo con ese toro sexto Roca Rey y lo mata como éste lo mató, le corta las dos orejas sin discusión. Lo digo yo que tengo edad para sostenerlo. Sin embargo, el domingo, todo ese desprecio a la muerte, toda esa entrega, esa autenticidad, ese valor sublime, no valió para que se pasara de una leve petición de oreja sin convicción alguna. Así está el patio. Tengámoslo presente porque estas cosas, y no sólo el animalismo, también son nefastas para la pervivencia y continuidad del toreo
Santi Ortiz
Sanlúcar de Barrameda, 22 de abril de 2019
Se jugo su única vida que gallo . Perfect columna santi
ResponderEliminarNo puedo estar más de acuerdo, esos que pitaron a Andrés el domingo pasado y todos los que no sacaron pañuelos, son turistas, les falta sangre en las venas, lo que tienen es cocacola en las venas
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