Por Santi
Ortiz.
Conmemorándose el próximo mayo el siglo de la muerte de Joselito en
Talavera, son numerosísimos los proyectos de actos que se barajan para celebrar
tal efeméride y hemos de congratularnos que el paso del tiempo no empalidezca
la memoria de uno de los toreros más grandes de todas las épocas.
Sin embargo, en estos tiempos de vértigo y nula reflexión, dominados por
la prisa y la irracionalidad, ha venido abriéndose paso una corriente de
revisionismo histórico que pretende otorgarle a Joselito un atributo del que
carecía y del que nunca necesitó para llegar a ser la figura señera que fue. Me
refiero a los que pretenden hacer de él un revolucionario de la tauromaquia.
A
Joselito sólo cabe encuadrarlo en una "revolución” que prescindiera de su
primera letra; esto es: dentro de una “evolución”: la evolución del toreo
decimonónico, el único vigente cuando él llegó a las plazas; un toreo
firmemente establecido y depurado durante el siglo XIX y la primera década del
XX, del que él se decanta, no como un modificador más, sino como su más elevada
cúspide.
Joselito supera a Lagartijo, a Guerrita, a Bombita y a todos los
diestros de su cuerda que le preceden.
Además, ha pasado a la historia como la
afición misma vestida de torero, la enciclopedia máxima del arte según los
preceptos del toreo vigente hasta la llegada de Belmonte, que es –por más que
les pese a los revisionistas hoy en boga– quien revoluciona radicalmente el
arte de la lidia, oponiendo al toreo de piernas con el que Juan se encuentra, el
de brazos que él trae y que el paso del tiempo convertirá en clásico y en
fuente y venero del que han bebido todos –y cuando digo todos, son todos– los
diestros de generaciones posteriores, independiente del estilo que abrigaran
sus formas.
La
Edad de Oro del toreo, la que capitalizan José y Juan, se distingue y supera a
las demás competencias que en los ruedos hubo porque, mientras en éstas la
pugna se dio entre dos toreros o dos escuelas, el enfrentamiento que llevaron a
cabo Gallito y Belmonte se dio entre dos conceptos antagónicos del toreo; conceptos
que quedan magistralmente definidos por dos frases emblemáticas: “O te quitas
tú o te quita el toro” y “Ni me quito yo ni el toro me quita”. Ellas ponen de
manifiesto la esencial incompatibilidad de ambos modos de entender la lidia.
La pugna entre el de Gelves y el de Triana –sobre todo en su primera
etapa (1914-1915)– supone la lucha entre lo que agoniza y lo que nace, entre lo
que caduca y lo que se desarrolla. No obstante, hemos de apresurarnos a
advertir que el toreo antiguo, agoniza y caduca de perfección, pues las cotas
de dominio y maestría a que lo lleva Joselito no dejan posibilidad alguna de
imaginar ninguna mejora dentro de su cauce.
En
este contexto, la diferencia esencial entre Juan Belmonte y el resto de toreros
de su tiempo –incluido Joselito– o de tiempos anteriores, radica en que, en
tanto éstos tienen un toreo en cuyo
espejo pueden mirarse, en el espejo de Belmonte no hay nadie ni nada que se
refleje, porque como Juan toreaba no había toreado antes torero alguno. Se
registran, sí, esbozos en El Espartero y Antonio Montes, pero ninguno de ellos llegó
a cuajar porque los toros se lo impidieron. Con Juan no ocurrió así, de ahí que
el incendio que consumía y alimentaba su alma pudiera culminar su aventura y
hacerse sol candente en los ruedos de España.
La
exteriorización de ese misterio que Juan busca en los toros no persigue el
dominio ni el alarde de valentía. Su anhelo es crear, sentir, echar a volar sus
inéditos versos en el aire de las embestidas. Quiere y consigue convertir el
toreo en una gimnasia espiritual. Esa es su principal aportación; contribución
cuyas consecuencias serán determinantes en la creación del toreo moderno, pero
antes de pasar a ellas me van a permitir narrar una anécdota que explicita
claramente lo que se entiende al afirmar que el nuevo toreo que Juan trae es
una gimnasia del espíritu.
Feria de Abril de 1914. José y Juan se anuncian cuatro tardes juntos,
una de ellas –la penúltima– con toros de Miura. Tres días antes de comenzar el
ciclo, un astado de Veragua lesiona seriamente a Belmonte en un pie en Murcia
impidiéndole tomar parte en las primeras corridas de feria. El gallismo lanza a
los cuatro vientos que dicha lesión es un invento de Belmonte para no
encontrarse en Sevilla –era la primera vez– ni con Joselito ni con los Miuras.
Juan, que está curándose en Madrid, se entera de la maledicencia y la tarde
antes de la miurada, en contra de la opinión de los médicos que le atienden, llama
al empresario de La Maestranza asegurándole que al día siguiente estaría en
Sevilla para torear la corrida de Miura.
Cuando llega la hora del paseo, sus
condiciones físicas son lamentables y apena puede dar un paso. Sus miuras
tampoco salen buenos, pero a pesar de todo esto, logra un éxito de clamor que
borra a Joselito y hasta se permite el alarde –nunca realizado antes con un
miura– de cogerle a su segundo el pitón por la mazorca, para asombro y
berrinche del propio ganadero.
Y
aquí es donde voy: Belmonte demuestra ese día que las facultades físicas, la
técnica, los conocimientos, con ser absolutamente necesarios, quedan radicalmente
subordinados a la voluntad creadora y a la determinación valerosa del artista. Esa tarde, por encima de técnicas y alardes, el toreo belmontino ondea la
bandera del arte, la pasión y el sentimiento; esto es: demuestra que el toreo
por encima de todo es un ejercicio del espíritu.
Ya
hemos señalado que concebir el toreo como una gimnasia espiritual puede
considerarse la aportación capital de Belmonte a la tauromaquia, la que le despejará
el camino para abrirle al toreo las puertas del templo de las Bellas Artes.
Interpuestos, los dos pilares sobre los que se levantará todo el aparato
revolucionario del toreo belmontino: el toreo de brazos, olvidado de las
piernas, y el temple. Desde el primero, Juan yergue el toreo, pues, torear sobre
las piernas obliga a tener éstas flexionadas –como puede apreciarse en la brega
de los banderilleros– y el cuerpo encorvado. Al encajar las corvas y asentar
las zapatillas, el torero libera el torso y engrandece la figura con un empaque
nunca antes visto.
Y con el milagro del temple, Belmonte mete al toreo en el
mundo de la lírica, del sentimiento, de un hilo temporal que permite al torero
recrearse en su propia obra, degustar íntimamente el paso del toro por la
cintura, mientras el público vive lo que ocurre en el ruedo en otra dimensión
temporal que permite transformar el instante del toreo antiguo en una secuencia
mediante la cual fija en la retina del alma lo que le entra por los ojos del
sentimiento.
Esto es lo que cambia definitivamente el toreo, lo que lo revoluciona,
lo que lo mete de lleno en el reino de las Bellas Artes. ¿Tendrá esto más
importancia que ese toreo en redondo que la nueva leyenda del revisionismo
gallista pretende colgar a Joselito para hacerle “padre” del toreo moderno? Indudablemente,
sí. En primer lugar, porque lo que José hace por vez primera el 3 de julio de
1914, en Madrid, se reduce a una manera de sujetar a un toro que quiere irse de
la suerte, dejándole la muleta en la cara y lidiándole sobre las piernas para
que doble y no se vaya. Eso ya lo había hecho antes El Guerra y menos de un año
después lo engrandecería Belmonte, en la misma plaza, con los cuatro soberbios
naturales ligados al Murube “Escondido” en la corrida de Beneficencia que le
supuso su primera oreja de matador de toros en Madrid.
Foto de Baldomero |
Es
cierto que ese no era el toreo habitual de Juan, quien, normalmente, ligaba el
natural con el de pecho; pero también lo es que Joselito tampoco se prodigaba
con el toreo en redondo, que tardaría más de una década en implantarse
definitivamente, y no de manos de José, sino de las de Chicuelo después de
aquella histórica faena al toro “Corchaíto”, de Graciliano. A partir de ahí es
cuando los públicos comienzan a demandar como algo meritorio e inexcusable la
faena en redondo, ligando los pases con la misma mano.
Tampoco se sostiene que fuera Gallito quien cambió el toro de su tiempo.
Al toro lo cambia el cambio de toreo, y quien vuelve el toreo del revés en esa
época es Belmonte. Es el trianero quien, a través de sus faenas más logradas,
“indica” a los ganaderos qué teclas deben buscar en la tienta para conseguir el
toro idóneo que el futuro exige.
Otra cosa es que la influencia que Joselito
tenía sobre los criadores de reses de lidia propiciara dicha búsqueda y la
acelerara, pues, queda claro que la insigne inteligencia de José se dio cuenta
desde un principio por qué derroteros avanzaba la Fiesta, rumbo al que él no
tardó en apuntarse –“Si no puedes con tu enemigo, únete a él”, dice el
proverbio– emulando muchos aspectos del toreo belmontino, como Belmonte emuló
cierta parte de la técnica gallista para andar más desenvuelto con los toros.
No en vano fueron 257 tardes las que compartieron paseíllo.
Que Joselito fue un visionario, el diseñador de la Fiesta del futuro, el
profeta de las plazas monumentales, no lo niega nadie. Pero dentro del ruedo y
ante el toro, quien conmociona el toreo vigente a su llegada hasta hacerlo
inviable en el futuro fue Juan Belmonte y por muchas sandeces que hoy oigamos,
como esa que nos quiere cantar las excelencias del “toreo en movimiento” como
sobrepujando al de la quietud, lo que más trabajo cuesta ante los toros es
quedarse quieto, inmovilizar las zapatillas y “quitar al toro” –desviándolo; o
sea: toreándolo– para que éste no te quite.
Para eso hay que tener un corazón
que no todos poseen y eso lo sabía Gallito, Belmonte, Manolete, El Cordobés,
Ojeda, José Tomás y hasta el mismo Morante de la Puebla por más que escurra el
bulto pontificando sobre el arte de birlibirloque.
En
cualquier caso –esto es lo grave–, estamos asistiendo a una sistemática y
flagrante tergiversación de la historia.
Y eso es lo que debemos denunciar y
evitar.
Amigo Santi como siempre olé tu
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