domingo, 9 de febrero de 2020

HABLAR DE BELMONTE EN EL AÑO DE JOSELITO



Por Santi Ortiz.
¿Y si en Talavera hubiese muerto Belmonte y no Joselito?



     Conmemorándose el próximo mayo el siglo de la muerte de Joselito en Talavera, son numerosísimos los proyectos de actos que se barajan para celebrar tal efeméride y hemos de congratularnos que el paso del tiempo no empalidezca la memoria de uno de los toreros más grandes de todas las épocas.

     Sin embargo, en estos tiempos de vértigo y nula reflexión, dominados por la prisa y la irracionalidad, ha venido abriéndose paso una corriente de revisionismo histórico que pretende otorgarle a Joselito un atributo del que carecía y del que nunca necesitó para llegar a ser la figura señera que fue. Me refiero a los que pretenden hacer de él un revolucionario de la tauromaquia.

     A Joselito sólo cabe encuadrarlo en una "revolución” que prescindiera de su primera letra; esto es: dentro de una “evolución”: la evolución del toreo decimonónico, el único vigente cuando él llegó a las plazas; un toreo firmemente establecido y depurado durante el siglo XIX y la primera década del XX, del que él se decanta, no como un modificador más, sino como su más elevada cúspide.
 Joselito supera a Lagartijo, a Guerrita, a Bombita y a todos los diestros de su cuerda que le preceden.
Además, ha pasado a la historia como la afición misma vestida de torero, la enciclopedia máxima del arte según los preceptos del toreo vigente hasta la llegada de Belmonte, que es –por más que les pese a los revisionistas hoy en boga– quien revoluciona radicalmente el arte de la lidia, oponiendo al toreo de piernas con el que Juan se encuentra, el de brazos que él trae y que el paso del tiempo convertirá en clásico y en fuente y venero del que han bebido todos –y cuando digo todos, son todos– los diestros de generaciones posteriores, independiente del estilo que abrigaran sus formas.

     La Edad de Oro del toreo, la que capitalizan José y Juan, se distingue y supera a las demás competencias que en los ruedos hubo porque, mientras en éstas la pugna se dio entre dos toreros o dos escuelas, el enfrentamiento que llevaron a cabo Gallito y Belmonte se dio entre dos conceptos antagónicos del toreo; conceptos que quedan magistralmente definidos por dos frases emblemáticas: “O te quitas tú o te quita el toro” y “Ni me quito yo ni el toro me quita”. Ellas ponen de manifiesto la esencial incompatibilidad de ambos modos de entender la lidia.
 La primera simboliza el toreo viejo, la segunda al nuevo que quiere abrirse paso a su través.
 La pugna entre el de Gelves y el de Triana –sobre todo en su primera etapa (1914-1915)– supone la lucha entre lo que agoniza y lo que nace, entre lo que caduca y lo que se desarrolla. No obstante, hemos de apresurarnos a advertir que el toreo antiguo, agoniza y caduca de perfección, pues las cotas de dominio y maestría a que lo lleva Joselito no dejan posibilidad alguna de imaginar ninguna mejora dentro de su cauce.  


     En este contexto, la diferencia esencial entre Juan Belmonte y el resto de toreros de su tiempo –incluido Joselito– o de tiempos anteriores, radica en que, en tanto éstos  tienen un toreo en cuyo espejo pueden mirarse, en el espejo de Belmonte no hay nadie ni nada que se refleje, porque como Juan toreaba no había toreado antes torero alguno. Se registran, sí, esbozos en El Espartero y Antonio Montes, pero ninguno de ellos llegó a cuajar porque los toros se lo impidieron. Con Juan no ocurrió así, de ahí que el incendio que consumía y alimentaba su alma pudiera culminar su aventura y hacerse sol candente en los ruedos de España.


     La exteriorización de ese misterio que Juan busca en los toros no persigue el dominio ni el alarde de valentía. Su anhelo es crear, sentir, echar a volar sus inéditos versos en el aire de las embestidas. Quiere y consigue convertir el toreo en una gimnasia espiritual. Esa es su principal aportación; contribución cuyas consecuencias serán determinantes en la creación del toreo moderno, pero antes de pasar a ellas me van a permitir narrar una anécdota que explicita claramente lo que se entiende al afirmar que el nuevo toreo que Juan trae es una gimnasia del espíritu.

Resultado de imagen de BELMONTE Y MIURA 1914
     Feria de Abril de 1914. José y Juan se anuncian cuatro tardes juntos, una de ellas –la penúltima– con toros de Miura. Tres días antes de comenzar el ciclo, un astado de Veragua lesiona seriamente a Belmonte en un pie en Murcia impidiéndole tomar parte en las primeras corridas de feria. El gallismo lanza a los cuatro vientos que dicha lesión es un invento de Belmonte para no encontrarse en Sevilla –era la primera vez– ni con Joselito ni con los Miuras. Juan, que está curándose en Madrid, se entera de la maledicencia y la tarde antes de la miurada, en contra de la opinión de los médicos que le atienden, llama al empresario de La Maestranza asegurándole que al día siguiente estaría en Sevilla para torear la corrida de Miura.
 Cuando llega la hora del paseo, sus condiciones físicas son lamentables y apena puede dar un paso. Sus miuras tampoco salen buenos, pero a pesar de todo esto, logra un éxito de clamor que borra a Joselito y hasta se permite el alarde –nunca realizado antes con un miura– de cogerle a su segundo el pitón por la mazorca, para asombro y berrinche del propio ganadero.

     Y aquí es donde voy: Belmonte demuestra ese día que las facultades físicas, la técnica, los conocimientos, con ser absolutamente necesarios, quedan radicalmente subordinados a la voluntad creadora y a la determinación valerosa del artista. Esa tarde, por encima de técnicas y alardes, el toreo belmontino ondea la bandera del arte, la pasión y el sentimiento; esto es: demuestra que el toreo por encima de todo es un ejercicio del espíritu.


     Ya hemos señalado que concebir el toreo como una gimnasia espiritual puede considerarse la aportación capital de Belmonte a la tauromaquia, la que le despejará el camino para abrirle al toreo las puertas del templo de las Bellas Artes. Interpuestos, los dos pilares sobre los que se levantará todo el aparato revolucionario del toreo belmontino: el toreo de brazos, olvidado de las piernas, y el temple. Desde el primero, Juan yergue el toreo, pues, torear sobre las piernas obliga a tener éstas flexionadas –como puede apreciarse en la brega de los banderilleros– y el cuerpo encorvado. Al encajar las corvas y asentar las zapatillas, el torero libera el torso y engrandece la figura con un empaque nunca antes visto.
 Y con el milagro del temple, Belmonte mete al toreo en el mundo de la lírica, del sentimiento, de un hilo temporal que permite al torero recrearse en su propia obra, degustar íntimamente el paso del toro por la cintura, mientras el público vive lo que ocurre en el ruedo en otra dimensión temporal que permite transformar el instante del toreo antiguo en una secuencia mediante la cual fija en la retina del alma lo que le entra por los ojos del sentimiento.

Resultado de imagen de BELMONTE Y MIURA 1914     Esto es lo que cambia definitivamente el toreo, lo que lo revoluciona, lo que lo mete de lleno en el reino de las Bellas Artes. ¿Tendrá esto más importancia que ese toreo en redondo que la nueva leyenda del revisionismo gallista pretende colgar a Joselito para hacerle “padre” del toreo moderno? Indudablemente, sí. En primer lugar, porque lo que José hace por vez primera el 3 de julio de 1914, en Madrid, se reduce a una manera de sujetar a un toro que quiere irse de la suerte, dejándole la muleta en la cara y lidiándole sobre las piernas para que doble y no se vaya. Eso ya lo había hecho antes El Guerra y menos de un año después lo engrandecería Belmonte, en la misma plaza, con los cuatro soberbios naturales ligados al Murube “Escondido” en la corrida de Beneficencia que le supuso su primera oreja de matador de toros en Madrid.
Foto de Baldomero
 Naturales de cintura, brazo y muñeca, no sobre las piernas, pasándose al toro a milímetros de la faja, como puede apreciarse en la célebre foto de Baldomero sobradamente conocida y aquí reproducida.

     Es cierto que ese no era el toreo habitual de Juan, quien, normalmente, ligaba el natural con el de pecho; pero también lo es que Joselito tampoco se prodigaba con el toreo en redondo, que tardaría más de una década en implantarse definitivamente, y no de manos de José, sino de las de Chicuelo después de aquella histórica faena al toro “Corchaíto”, de Graciliano. A partir de ahí es cuando los públicos comienzan a demandar como algo meritorio e inexcusable la faena en redondo, ligando los pases con la misma mano.


     Tampoco se sostiene que fuera Gallito quien cambió el toro de su tiempo. 
Al toro lo cambia el cambio de toreo, y quien vuelve el toreo del revés en esa época es Belmonte. Es el trianero quien, a través de sus faenas más logradas, “indica” a los ganaderos qué teclas deben buscar en la tienta para conseguir el toro idóneo que el futuro exige.
 Otra cosa es que la influencia que Joselito tenía sobre los criadores de reses de lidia propiciara dicha búsqueda y la acelerara, pues, queda claro que la insigne inteligencia de José se dio cuenta desde un principio por qué derroteros avanzaba la Fiesta, rumbo al que él no tardó en apuntarse –“Si no puedes con tu enemigo, únete a él”, dice el proverbio– emulando muchos aspectos del toreo belmontino, como Belmonte emuló cierta parte de la técnica gallista para andar más desenvuelto con los toros. No en vano fueron 257 tardes las que compartieron paseíllo.

     Que Joselito fue un visionario, el diseñador de la Fiesta del futuro, el profeta de las plazas monumentales, no lo niega nadie. Pero dentro del ruedo y ante el toro, quien conmociona el toreo vigente a su llegada hasta hacerlo inviable en el futuro fue Juan Belmonte y por muchas sandeces que hoy oigamos, como esa que nos quiere cantar las excelencias del “toreo en movimiento” como sobrepujando al de la quietud, lo que más trabajo cuesta ante los toros es quedarse quieto, inmovilizar las zapatillas y “quitar al toro” –desviándolo; o sea: toreándolo– para que éste no te quite. 
Para eso hay que tener un corazón que no todos poseen y eso lo sabía Gallito, Belmonte, Manolete, El Cordobés, Ojeda, José Tomás y hasta el mismo Morante de la Puebla por más que escurra el bulto pontificando sobre el arte de birlibirloque.

     En cualquier caso –esto es lo grave–, estamos asistiendo a una sistemática y flagrante tergiversación de la historia.
 Y eso es lo que debemos denunciar y evitar.

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