domingo, 5 de abril de 2020

AUTE , UNO DE LOS NUESTROS


Por Santi Ortiz





     Para quien escribe, Aute es la adolescencia, los años sesenta, el primer amor, la rebeldía y aquella utopía de buscar rosas en el mar; es Massiel sacando su La, la, la por la Puerta Grande de Eurovisión. Aute es un perenne cigarrillo en la mano, una cabellera de largas guedejas, una mirada noble y una sensibilidad apasionada que nunca se desbordó por encima de la compostura de la elegancia. Así tuvo cerca el suspiro; en la mano, una lágrima, la súplica de un grito sin sonido y un corazón abierto al palpitar de la tierra dispuesto a mirar directamente la incertidumbre de un mañana con miles de sudores en la frente. Se metió en mil historias, nunca poniendo límites a los distintos imanes que le atraían al arte y la cultura: pintó, escribió, cantó, esculpió, dirigió películas y compuso bellísimos poemas, y nunca tuvo pereza para deambular sin aparente destino por las más variadas sendas que le salieron al paso.

    
Amó a su tierra y su gente. Tomó la blancura de la luz y la sangre de la flor para llevarnos a imaginar, una vez llegado a Andalucía –“Una tierra que con África es hermana”–, a Venus con sonrisa de gitana; en una tierra: “donde la gente bebe/ en la Semana Santa/ donde la muerte es gloria/ cuando la fiesta es brava.” Aquí, en estos últimos versos: “donde la muerte es gloria/ cuando la fiesta es brava”, se muestra públicamente, al menos para mí, su primer compromiso con el toreo; con esa Fiesta –a él le gustaba llamarla Lidia–, que, desde que tenía 8 añitos, cuando quedó asombrado viendo a Rafael Ortega en Las Ventas, se le metió en el alma y cuyo amor se llevó con ella cuando le llegó la hora de cruzar el límite norteño de la muerte, dejando 76 años atrás el Sur de su madre herida.

     Nunca le pesó a su sentir izquierdista ni a su búsqueda de justicia para los desfavorecidos, su mochila taurina. Tampoco fue un estorbo para su polifacética dimensión artística, su condición de aficionado. No le tembló la voz a la hora de calificar de barbaridad la prohibición de los toros en Cataluña. Tampoco se privó de señalar que tal prohibición constituyó un ataque a la libertad de expresión en el ámbito del arte y la cultura. Y cuando pasó revista a los afectos, denunció que le faltaban voces; que algunos de los que comulgaban con el toreo, tal vez hurgando en la mezquina alforja de sus intereses, habían dado la callada por respuesta plegándose al rodillo de la censura nacionalista.

     Por el contrario, él nunca ocultó su condición de aficionado ni buscó razones ni justificantes. La gustaban los toros y punto. No había más. Pero quedaban tesoros en el cofre de sus pensamientos. Para él, la corrida era “una liturgia donde se representan todos los elementos que conforman la vida: el valor, el miedo, la muerte, la gloria, el fracaso, la belleza, la magia… Además, todo en vivo. Ahí es verdad todo sí o sí”.

   Pensando así y pertrechado de su afinada sensibilidad para todo lo social y político, no dudó en tachar de “extremadamente frívola” la polémica toros, sí, toros no. Prohibir en materia de arte le parecía escandaloso y con esa convicción recorrió su camino, dejando a la derecha al amo contabilizando el aire, y tirar por la izquierda –siempre a la izquierda– dejándonos esa sonrisa serena, amiga de amar, amante, para poner buena cara a ese oficio suyo de constructor de miradas que en sus diversas facetas artísticas –sobre todo, como poeta– nos dejó estremecida el alma.

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