Por Santi
Ortiz
Para quien escribe, Aute es la adolescencia, los años sesenta, el primer
amor, la rebeldía y aquella utopía de buscar rosas en el mar; es Massiel
sacando su La, la, la por la Puerta
Grande de Eurovisión. Aute es un perenne cigarrillo en la mano, una cabellera
de largas guedejas, una mirada noble y una sensibilidad apasionada que nunca se
desbordó por encima de la compostura de la elegancia. Así tuvo cerca el
suspiro; en la mano, una lágrima, la súplica de un grito sin sonido y un
corazón abierto al palpitar de la tierra dispuesto a mirar directamente la
incertidumbre de un mañana con miles de sudores en la frente. Se metió en mil
historias, nunca poniendo límites a los distintos imanes que le atraían al arte
y la cultura: pintó, escribió, cantó, esculpió, dirigió películas y compuso
bellísimos poemas, y nunca tuvo pereza para deambular sin aparente destino por
las más variadas sendas que le salieron al paso.
Amó a su tierra y su gente. Tomó la blancura de la luz y la sangre de la flor para llevarnos a imaginar, una vez llegado a Andalucía –“Una tierra que con África es hermana”–, a Venus con sonrisa de gitana; en una tierra: “donde la gente bebe/ en la Semana Santa/ donde la muerte es gloria/ cuando la fiesta es brava.” Aquí, en estos últimos versos: “donde la muerte es gloria/ cuando la fiesta es brava”, se muestra públicamente, al menos para mí, su primer compromiso con el toreo; con esa Fiesta –a él le gustaba llamarla Lidia–, que, desde que tenía 8 añitos, cuando quedó asombrado viendo a Rafael Ortega en Las Ventas, se le metió en el alma y cuyo amor se llevó con ella cuando le llegó la hora de cruzar el límite norteño de la muerte, dejando 76 años atrás el Sur de su madre herida.
Nunca le pesó a su sentir izquierdista ni a su búsqueda de justicia para
los desfavorecidos, su mochila taurina. Tampoco fue un estorbo para su
polifacética dimensión artística, su condición de aficionado. No le tembló la
voz a la hora de calificar de barbaridad la prohibición de los toros en
Cataluña. Tampoco se privó de señalar que tal prohibición constituyó un ataque
a la libertad de expresión en el ámbito del arte y la cultura. Y cuando pasó
revista a los afectos, denunció que le faltaban voces; que algunos de los que
comulgaban con el toreo, tal vez hurgando en la mezquina alforja de sus
intereses, habían dado la callada por respuesta plegándose al rodillo de la
censura nacionalista.
Por el contrario, él nunca ocultó su condición de aficionado ni buscó
razones ni justificantes. La gustaban los toros y punto. No había más. Pero
quedaban tesoros en el cofre de sus pensamientos. Para él,
la corrida era “una liturgia donde se representan todos los elementos que
conforman la vida: el valor, el miedo, la muerte, la gloria, el fracaso, la
belleza, la magia… Además, todo en vivo. Ahí es verdad todo sí o sí”.
Pensando así y pertrechado de su afinada sensibilidad para todo lo
social y político, no dudó en tachar de “extremadamente frívola” la polémica
toros, sí, toros no. Prohibir en materia de arte le parecía escandaloso y con
esa convicción recorrió su camino, dejando a la derecha al amo contabilizando
el aire, y tirar por la izquierda –siempre a la izquierda– dejándonos esa
sonrisa serena, amiga de amar, amante, para poner buena cara a ese oficio suyo
de constructor de miradas que en sus diversas facetas artísticas –sobre todo,
como poeta– nos dejó estremecida el alma.
Mejores palabras no se pueden dedicar a este talento polifacético.
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