jueves, 30 de abril de 2020

BELMONTE Y EL REVISIONISMO GALLISTA


Por Santi Ortiz.



Nube palabra abstracta para el revisionismo histórico con las etiquetas y términos relacionados Foto de archivo - 17397716
     El estudio de la Historia somete a ésta a un continuo proceso de revisión, ya que siempre se pueden encontrar nuevas pruebas que cuestionen o maticen la versión oficial que exista sobre un episodio o un determinado momento histórico. Esta revisión legítima de los hechos nada tiene que ver con el llamado revisionismo histórico, que pretende una alteración de la historia para adecuarla a los intereses de los revisionistas. Este proceso es, en síntesis, una falsificación, un burdo intento de manipular la historia, pues no pretende otra cosa que la reescritura de los hechos negando los principios básicos relativos a la verdad histórica correspondiente; esto es: el revisionismo histórico es un negacionismo y un disfrazar el ayer de lo que nunca fue. Así, por ejemplo, está el que niega el Holocausto nazi, pretendiendo desmentir que fue ordenado por Hitler, que murieron seis millones de judíos y que se utilizaron cámaras de gas para tan terrible cometido.

     Lo que yo he denominado “revisionismo gallista” no es más que una parcela de revisionismo histórico que pretende conferir a Joselito –grandioso torero, paradigma de afición a los toros, mente superdotada para la lidia, cumbre cimera del toreo decimonónico, coprotagonista con Belmonte de la Edad de Oro del Toreo, ideador y promotor de las plazas monumentales y sumo gestor del toreo de su época– papeles que nunca ejerció ni nadie en su tiempo le atribuyó; por ejemplo: el de tener la paternidad del toreo moderno.


Belmonte y Joselito – Los Sabios del Toreo     Sostienen los revisionistas que Joselito ha sido minusvalorado por la historia oficial y no lo dicen porque los historiadores le hayan tratado mal –ahí están las bibliotecas y hemerotecas para confirmar lo contrario–, sino porque no han reconocido su importante aportación al toreo moderno, de ahí que se sientan a gusto dentro de dicho revisionismo. Hay quien reconoce su escepticismo hacia los escritores y críticos de la época de José y Juan; esto es: de los que los vieron torear en la plaza, porque sus escritos no concuerdan con las imágenes que nos han llegado de ellos; bueno, las de Joselito sí, pero no las de Belmonte. Como, además, a su entender, las imágenes no mienten, de existir una contradicción entre lo escrito y lo que muestran los vídeos, el equivocado es el escritor, por tanto hay que desechar todo lo que no son más que palabras ante la fuente más fiable de las filmaciones.


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    El tema es discutible porque fotografías y vídeos no dejan de ser representaciones donde el toreo aparece mutilado respecto a lo que es capaz de transmitir a los espectadores por vía directa. La fotografía, por muy buena que sea, no deja de ser una imagen fija, un instante aislado extraído de la secuencia temporal de un pase, y en cuanto al vídeo, aunque no nos impide apreciar el movimiento, nos restringe a las dos dimensiones, cuando el toreo es tridimensional. Incluso recurriendo a la tecnología 3D y colocándonos las gafas adecuadas para apreciarlo en relieve, careceríamos también del sentido emocional que el toreo real establece con su entorno, la manifestación espiritual que dimana de su propia y efímera esencia. Algo de esto último es lo que Rafael de Paula quiso transmitir a un aficionado que al ver una faena suya en vídeo y decirle que no le parecía tanto, le replicó “es que el Espíritu Santo no sale en los vídeos”.

     La fuerza de la emoción que contiene el toreo real supera infinitamente la que pudiera proporcionarnos cualquiera de sus posibles representaciones. El toreo es recibido por el espectador mientras está siendo, con lo cual hace planear sobre quien lo contempla la incertidumbre de lo que ocurrirá luego, quien sabe si la cogida… o la muerte. También el gozo que nos llega directamente de su realidad es irreemplazable. No olvidemos que el toreo es arte vivo, palpitante, que se comunica en el mismo instante que existe, que nace y muere cara al público, que muestra desnuda la momentánea realidad etérea de su ser. En cambio, lo que puede archivarse o coleccionarse es sólo la imagen de lo vivo, nunca lo vivo en sí. Así que ni tan completa es la información que nos legan las imágenes de vídeo ni tan desechables las crónicas que los revisteros, en la inmediatez del impacto emocional –o la falta de él– recibido en la plaza, han escrito, a veces con una sorprendente unanimidad, como la que acompañó al faenón de Belmonte al toro “Barbero”, de Concha y Sierra, en la corrida del Montepío de 1917, que incluso gallistas acérrimos como Don Pío elogiaron hasta la hipérbole.


Site de la Mairie de Vitoria-Gasteiz - Corrida de toros en la ...     Sin embargo, no voy a discutir que fotografías y vídeos son ventanas abiertas en el tiempo, que nos permiten contemplar, desde el presente, ciertos rasgos de la realidad vivida en el pasado por quienes quedaron atrapados en la emulsión fotográfica o el celuloide. Siendo esto cierto, para enjuiciar a un torero desde el testimonio de la videoteca es preciso contar con un número significativo de películas que nos den una visión lo más completa posible de la andadura artística del mismo. Llevar a cabo este tipo de estudios con un Roca Rey, un Juli o un Morante de la Puebla es lícito pues el material fílmico que sobre ellos existe es sobreabundante, pero, ¿qué tenemos de Belmonte? ¿Hay imágenes suficientes para, a partir de ellas, dudar de lo dicho por la crítica y sacarle el patrón como torero? Me temo que no. De Juan, hay escasas imágenes de su primera época, cuando competía con Gallito, y de su última reaparición, en Nimes, en 1934, esto es: cuando contaba ya 42 años y estaba a menos de dos temporadas de colgar los trastos definitivamente. Además, las imágenes que se conservan de Juan le hacen poca justicia como torero. No es el único: sin ir más lejos se me viene a la mente otro damnificado de los vídeos como es Antonio Ordóñez. Los que le hemos visto torear en la plaza cuajando algunas de sus grandes tardes sabemos que el Ordóñez de casi todas las películas no da la talla de lo grandioso torero que fue. Así le pasó también en el flamenco y con las grabaciones al gran Manuel Torre, que sólo grabó dos cantes en nada concordantes con su reconocida condición de supremo siguiriyero del siglo XX.


     ¿Dónde están las filmaciones de las grandes faenas de Belmonte?
Dónde, por ejemplo, la de la tarde de los miuras de la Feria de Abril de 1914; o la de su faena al contreras “Tallealto”, el 2 de mayo de aquel año en Madrid; o la de la corrida de la Beneficencia, en dicha plaza, el año siguiente, la tarde de los cuatro naturales ligados; o la de su primera oreja en Sevilla –segunda de la historia de La Maestranza–, cortada al gamerocívico “Vencedor”, en la feria abrileña de 1916; o la de su faena cumbre –admitida hasta por Joselito como la mejor de la historia hasta entonces– de la corrida del Montepío de Toreros del año 1917 en Madrid; o la que el 23 de agosto de esa misma temporada le valió el rabo del miura “Mesonero”, en Bilbao; o las de la denominada “tarde de los albaserradas”, 20 de junio de 1920 –con el luto reciente de José hiriéndole el sentimiento–, en la que, además de tres orejas, se llevó el segundo rabo concedido en Madrid a un matador de toros –el primero lo había obtenido Joselito– del quinto de la suelta llamado “Flor de Jara”… Y esto circunscribiéndome tan sólo a algunas tardes excelsas de su primera época. ¿Dónde están?... Por desgracia, no existen o no las hemos visto expuestas en ningún sitio. Con tales carencias, es difícil hacerse una idea de lo que fue Belmonte a partir del escaso material gráfico que de él tenemos. Además, de todos es sabido que Juan era más intermitente en sus triunfos que Joselito y por eso era más difícil captarlos en imágenes. Siempre le escuché decir a los viejos aficionados de mi tiempo, que, de cien corridas que torearan juntos, Joselito quedaba mejor que Juan en 95; ahora bien, que a Belmonte le bastaban las otras cinco para borrar todo lo que había hecho José en las suyas. Así permanecía en candelero.

     Tan poco fiable resulta trazar un retrato torero de Juan a partir de los vídeos que de él se conservan, que uno de los revisionistas inclinado a tal método no duda en afirmar que, en su primera época, Belmonte hacía el toreo “a gran velocidad” (¡a ver si va a resultar ahora que el temple lo trajo Joselito!), cuando fue Juan quien inventó el temple y lo trajo al toreo ya en su época de novillero. Hasta podemos datar lo que sería su público alumbramiento, el 25 de agosto de 1912, en la novillada celebrada en Sevilla a beneficio de la parroquia de la O. Pero, claro, el revisionismo se aferra a que eso sólo son palabras y por lo tanto carentes de valor.

     En cualquier caso, el alumbramiento del toreo moderno no sobreviene con el toreo en redondo –aunque éste viniera para quedarse–, sino de una ruptura mucho más radical. El torear en redondo, como hacerlo cargando la suerte, de frente o de perfil, son cambios adjetivos, mientras que los que aportó Juan son totalmente sustantivos y delimitan una frontera de ruptura con todo lo anterior, además de crear los cimientos de lo que se ha llamado toreo moderno. Porque el toreo moderno es erguido y quien yergue el toreo es Juan Belmonte, no Joselito. Porque el toreo moderno es de brazos y quien trae el toreo de brazos es Juan Belmonte, no Joselito. Porque el toreo moderno es templado y quien “inventa” el temple es Juan Belmonte, no Joselito. Porque el toreo moderno busca el deleite estético y quien mete al toreo por la senda de la estética, hasta hacer olvidar el rústico impacto de la valentía o la rocosa virtud del dominio, es Juan Belmonte, no Joselito. Todo ello provoca, no sólo en los espectadores, sino en los propios toreros que se suman a él, una forma distinta de sentir el toreo, hasta el punto de que la faena de muleta–por muy cortas que fueran las de Belmonte– arrebata el protagonismo que hasta entonces había tenido la estocada y convierte lo que había sido de siempre algo preparatorio para la muerte del toro en finalidad en sí misma. Muestra de este trasvase del interés del público hacia el toreo en sí mismo se manifiesta ya en el primer encuentro de Juan y José en el coso madrileño –2 de mayo de 1914–, cuando el respetable celebra cada uno de los pinchazos del trianero a “Tallealto”, porque así le da ocasión de seguir viéndolo torear. Y en la célebre corrida de Beneficencia de 1915 –que le vale su primera oreja en la Corte–, el público madrileño, al verle montar la espada, le grita para que no lo haga porque todos están deseando seguir paladeando su arte. Esto no había ocurrido nunca antes en la Fiesta. Por cierto, cuando estos apasionamientos tenían lugar, a Chaves Nogales ni por asomo se le había pasado todavía por la cabeza escribir un libro sobre Belmonte. 


     Juan Belmonte es, sin duda, el más revolucionario de los contados diestros capaces de erigirse en motores del cambio de la Fiesta. Es él y solamente él quien consigue dar al rumbo del toreo el genial y decisivo golpe de timón que lo encamine definitivamente hacia los derroteros de las bellas artes, por mucho que algunos se empeñen en negarlo. Y aún hay más, pues la revolución belmontina tuvo una enorme incidencia en la evolución de la bravura, pero esa será materia de un próximo artículo.

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