Por Santi
Ortiz.
El
estudio de la Historia somete a ésta a un continuo proceso de revisión, ya que
siempre se pueden encontrar nuevas pruebas que cuestionen o maticen la versión
oficial que exista sobre un episodio o un determinado momento histórico. Esta
revisión legítima de los hechos nada tiene que ver con el llamado revisionismo
histórico, que pretende una alteración de la historia para adecuarla a los
intereses de los revisionistas. Este proceso es, en síntesis, una falsificación,
un burdo intento de manipular la historia, pues no pretende otra cosa que la
reescritura de los hechos negando los principios básicos relativos a la verdad
histórica correspondiente; esto es: el revisionismo histórico es un
negacionismo y un disfrazar el ayer de lo que nunca fue. Así, por ejemplo, está
el que niega el Holocausto nazi, pretendiendo desmentir que fue ordenado por
Hitler, que murieron seis millones de judíos y que se utilizaron cámaras de gas
para tan terrible cometido.
Lo
que yo he denominado “revisionismo gallista” no es más que una parcela de
revisionismo histórico que pretende conferir a Joselito –grandioso torero,
paradigma de afición a los toros, mente superdotada para la lidia, cumbre
cimera del toreo decimonónico, coprotagonista con Belmonte de la Edad de Oro
del Toreo, ideador y promotor de las plazas monumentales y sumo gestor del
toreo de su época– papeles que nunca ejerció ni nadie en su tiempo le atribuyó;
por ejemplo: el de tener la paternidad del toreo moderno.
Sostienen los revisionistas que Joselito ha sido minusvalorado por la
historia oficial y no lo dicen porque los historiadores le hayan tratado mal
–ahí están las bibliotecas y hemerotecas para confirmar lo contrario–, sino
porque no han reconocido su importante aportación al toreo moderno, de ahí que
se sientan a gusto dentro de dicho revisionismo. Hay quien reconoce su
escepticismo hacia los escritores y críticos de la época de José y Juan; esto
es: de los que los vieron torear en la plaza, porque sus escritos no concuerdan
con las imágenes que nos han llegado de ellos; bueno, las de Joselito sí, pero
no las de Belmonte. Como, además, a su entender, las imágenes no mienten, de
existir una contradicción entre lo escrito y lo que muestran los vídeos, el
equivocado es el escritor, por tanto hay que desechar todo lo que no son más
que palabras ante la fuente más fiable de las filmaciones.
El
tema es discutible porque fotografías y vídeos no dejan de ser representaciones
donde el toreo aparece mutilado respecto a lo que es capaz de transmitir a los
espectadores por vía directa. La fotografía, por muy buena que sea, no deja de
ser una imagen fija, un instante aislado extraído de la secuencia temporal de
un pase, y en cuanto al vídeo, aunque no nos impide apreciar el movimiento, nos
restringe a las dos dimensiones, cuando el toreo es tridimensional. Incluso
recurriendo a la tecnología 3D y colocándonos las gafas adecuadas para
apreciarlo en relieve, careceríamos también del sentido emocional que el toreo
real establece con su entorno, la manifestación espiritual que dimana de su
propia y efímera esencia. Algo de esto último es lo que Rafael de Paula quiso
transmitir a un aficionado que al ver una faena suya en vídeo y decirle que no
le parecía tanto, le replicó “es que el Espíritu Santo no sale en los vídeos”.
La
fuerza de la emoción que contiene el toreo real supera infinitamente la que
pudiera proporcionarnos cualquiera de sus posibles representaciones. El toreo
es recibido por el espectador mientras está
siendo, con lo cual hace planear sobre quien lo contempla la incertidumbre
de lo que ocurrirá luego, quien sabe si la cogida… o la muerte. También el gozo
que nos llega directamente de su realidad es irreemplazable. No olvidemos que
el toreo es arte vivo, palpitante, que se comunica en el mismo instante que
existe, que nace y muere cara al público, que muestra desnuda la momentánea
realidad etérea de su ser. En cambio, lo que puede archivarse o coleccionarse
es sólo la imagen de lo vivo, nunca lo vivo en sí. Así que ni tan completa es
la información que nos legan las imágenes de vídeo ni tan desechables las
crónicas que los revisteros, en la inmediatez del impacto emocional –o la falta
de él– recibido en la plaza, han escrito, a veces con una sorprendente
unanimidad, como la que acompañó al faenón de Belmonte al toro “Barbero”, de
Concha y Sierra, en la corrida del Montepío de 1917, que incluso gallistas
acérrimos como Don Pío elogiaron hasta la hipérbole.
Sin embargo, no voy a discutir que fotografías y vídeos son ventanas
abiertas en el tiempo, que nos permiten contemplar, desde el presente, ciertos
rasgos de la realidad vivida en el pasado por quienes quedaron atrapados en la
emulsión fotográfica o el celuloide. Siendo esto cierto, para enjuiciar a un
torero desde el testimonio de la videoteca es preciso contar con un número
significativo de películas que nos den una visión lo más completa posible de la
andadura artística del mismo. Llevar a cabo este tipo de estudios con un Roca
Rey, un Juli o un Morante de la Puebla es lícito pues el material fílmico que
sobre ellos existe es sobreabundante, pero, ¿qué tenemos de Belmonte? ¿Hay
imágenes suficientes para, a partir de ellas, dudar de lo dicho por la crítica
y sacarle el patrón como torero? Me temo que no. De Juan, hay escasas imágenes
de su primera época, cuando competía con Gallito, y de su última reaparición,
en Nimes, en 1934, esto es: cuando contaba ya 42 años y estaba a menos de dos
temporadas de colgar los trastos definitivamente. Además, las imágenes que se
conservan de Juan le hacen poca justicia como torero. No es el único: sin ir
más lejos se me viene a la mente otro damnificado de los vídeos como es Antonio
Ordóñez. Los que le hemos visto torear en la plaza cuajando algunas de sus
grandes tardes sabemos que el Ordóñez de casi todas las películas no da la
talla de lo grandioso torero que fue. Así le pasó también en el flamenco y con
las grabaciones al gran Manuel Torre, que sólo grabó dos cantes en nada concordantes
con su reconocida condición de supremo siguiriyero del siglo XX.
¿Dónde están las filmaciones de las grandes faenas de Belmonte?
Dónde,
por ejemplo, la de la tarde de los miuras de la Feria de Abril de 1914; o la de
su faena al contreras “Tallealto”, el 2 de mayo de aquel año en Madrid; o la de
la corrida de la Beneficencia, en dicha plaza, el año siguiente, la tarde de
los cuatro naturales ligados; o la de su primera oreja en Sevilla –segunda de
la historia de La Maestranza–, cortada al gamerocívico “Vencedor”, en la feria
abrileña de 1916; o la de su faena cumbre –admitida hasta por Joselito como la
mejor de la historia hasta entonces– de la corrida del Montepío de Toreros del
año 1917 en Madrid; o la que el 23 de agosto de esa misma temporada le valió el
rabo del miura “Mesonero”, en Bilbao; o las de la denominada “tarde de los
albaserradas”, 20 de junio de 1920 –con el luto reciente de José hiriéndole el
sentimiento–, en la que, además de tres orejas, se llevó el segundo rabo
concedido en Madrid a un matador de toros –el primero lo había obtenido
Joselito– del quinto de la suelta llamado “Flor de Jara”… Y esto
circunscribiéndome tan sólo a algunas tardes excelsas de su primera época.
¿Dónde están?... Por desgracia, no existen o no las hemos visto expuestas en
ningún sitio. Con tales carencias, es difícil hacerse una idea de lo que fue
Belmonte a partir del escaso material gráfico que de él tenemos. Además, de
todos es sabido que Juan era más intermitente en sus triunfos que Joselito y
por eso era más difícil captarlos en imágenes. Siempre le escuché decir a los
viejos aficionados de mi tiempo, que, de cien corridas que torearan juntos,
Joselito quedaba mejor que Juan en 95; ahora bien, que a Belmonte le bastaban
las otras cinco para borrar todo lo que había hecho José en las suyas. Así permanecía
en candelero.
Tan poco fiable resulta trazar un retrato torero de Juan a partir de los
vídeos que de él se conservan, que uno de los revisionistas inclinado a tal
método no duda en afirmar que, en su primera época, Belmonte hacía el toreo “a
gran velocidad” (¡a ver si va a resultar ahora que el temple lo trajo
Joselito!), cuando fue Juan quien inventó el temple y lo trajo al toreo ya en
su época de novillero. Hasta podemos datar lo que sería su público
alumbramiento, el 25 de agosto de 1912, en la novillada celebrada en Sevilla a
beneficio de la parroquia de la O. Pero, claro, el revisionismo se aferra a que
eso sólo son palabras y por lo tanto carentes de valor.
En
cualquier caso, el alumbramiento del toreo moderno no sobreviene con el toreo
en redondo –aunque éste viniera para quedarse–, sino de una ruptura mucho más
radical. El torear en redondo, como hacerlo cargando la suerte, de frente o de
perfil, son cambios adjetivos, mientras que los que aportó Juan son totalmente
sustantivos y delimitan una frontera de ruptura con todo lo anterior, además de
crear los cimientos de lo que se ha llamado toreo moderno. Porque el toreo
moderno es erguido y quien yergue el toreo es Juan Belmonte, no Joselito. Porque
el toreo moderno es de brazos y quien trae el toreo de brazos es Juan Belmonte,
no Joselito. Porque el toreo moderno es templado y quien “inventa” el temple es
Juan Belmonte, no Joselito. Porque el toreo moderno busca el deleite estético y
quien mete al toreo por la senda de la estética, hasta hacer olvidar el rústico
impacto de la valentía o la rocosa virtud del dominio, es Juan Belmonte, no
Joselito. Todo ello provoca, no sólo en los espectadores, sino en los propios
toreros que se suman a él, una forma distinta de sentir el toreo, hasta el punto
de que la faena de muleta–por muy cortas que fueran las de Belmonte– arrebata
el protagonismo que hasta entonces había tenido la estocada y convierte lo que
había sido de siempre algo preparatorio para la muerte del toro en finalidad en
sí misma. Muestra de este trasvase del interés del público hacia el toreo en sí
mismo se manifiesta ya en el primer encuentro de Juan y José en el coso
madrileño –2 de mayo de 1914–, cuando el respetable celebra cada uno de los
pinchazos del trianero a “Tallealto”, porque así le da ocasión de seguir
viéndolo torear. Y en la célebre corrida de Beneficencia de 1915 –que le vale
su primera oreja en la Corte–, el público madrileño, al verle montar la espada,
le grita para que no lo haga porque todos están deseando seguir paladeando su
arte. Esto no había ocurrido nunca antes en la Fiesta. Por cierto, cuando estos
apasionamientos tenían lugar, a Chaves Nogales ni por asomo se le había pasado todavía
por la cabeza escribir un libro sobre Belmonte.
Juan
Belmonte es, sin duda, el más revolucionario de los contados diestros capaces
de erigirse en motores del cambio de la Fiesta. Es él y solamente él quien
consigue dar al rumbo del toreo el genial y decisivo golpe de timón que lo
encamine definitivamente hacia los derroteros de las bellas artes, por mucho
que algunos se empeñen en negarlo. Y aún hay más, pues la revolución belmontina
tuvo una enorme incidencia en la evolución de la bravura, pero esa será materia
de un próximo artículo.
Amen.
ResponderEliminarlos Gallos a la cazuela.
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