Por Santi Ortiz
Estampa de ciprés. Ojos de calma. La montera calada hasta los sueños. Un lago, terso y claro, su mirada. Mechón de nieve en su cabello oscuro. Senequismo en su genealogía de Córdoba romana. Parco su verbo, cabal y sentencioso. Cansada su sonrisa, con nostalgia de otoños. Y un misticismo que sube del silencio, con fulgores de El Greco y San Juan de la Cruz.
Capote circunspecto, con más verdad que gracia. Verónica clamor, de manos bajas, embebiendo el firmamento oscuro de los toros con alada y sabia parsimonia. Y la media, como la conclusión de un silogismo que se quedara prendido en la memoria. La verticalidad, de presidenta, meciendo el tornasol de su capote, austero y atrevido. Y ese punto de luz agazapado en las brillantes sombras de su arte, que lo esculpe distinto a todos los demás.
Mudan al tercio de muerte los clarines y él sigue imperturbable, mientras la plaza toda se mantiene en suspenso. La mariposa negra de la espera enmudece hasta el viento. Y la plomada del estatuario, inmóvil, temperada, construye un leve palio para que, bajo la brisa de su rojo paño, pase el toro llameante de fiereza y de casta. Uno, dos, tres, cuatro…, sin enmienda, y el torero, hecho bronce, se eleva un par de palmos por encima de todas las estatuas.
Llega la hora de coger la zurda. Perfil en el cite y de perfil su gloria. Muleta a la altura de las ingles. Seco el ordeno y mando a la espera que el alud se le venga con el incendio de su violencia. Las zapatillas ya han echado raíces sobre la brava arena. Los pétalos del tiempo van desgranando su procesión de angustias hasta el instante de alcanzar la mismísima orilla del embroque. Comienza el natural, y el toro preso, imantado en el arco de Mezquita rotundo de la tela, principia a describir los círculos concéntricos que dibujen el dogal de la tanda. Y lo que antes era morfología, se ha convertido ahora en sintaxis torera gracias a la concatenación de muletazos que su temple consigue con sin par maestría.
Abrocha esta faena-patrón el pase al que diera su nombre. Decir manoletina es decir majestad, empaque, monumento. Una filosofía de la vida y la muerte, del sentir el toreo, se acurruca en esta suerte de adorno, que en él, más que cosa adjetiva se hace fundamental. Y agazapada en su reclamo de entusiasmos, esconde también una estrategia técnica que ahorma la cabeza de los toros a la hora de matar.
Suerte suprema. Verdad por excelencia. Antes de que las musas alentaran su capote y muleta, ya se hacía notar con su letal estoque, legado de Almanzor, para su mayor gloria y, al final, su postrero dolor. Y no sólo era su estoque, sino su forma señorial y sincera de ejecutar la suerte, su modo de entregarse, de irse a por el morrillo con la despaciosidad más exigente, de volcarse en la cuna buscando el corazón de las tinieblas.
Fue en Linares, tal día como hoy –28 de agosto– de 1947. Si la calle Torres Cabrera marca la hora de su nacimiento y La Lagunilla bautiza su ilusión torera, es Linares quien pone el ataúd. Quiso el destino que un miura que iba para Murcia cambiara itinerario y feria y se encajara en la linarense de San Agustín. Cartel de lujo. Entre las monteras de Gitanillo de Triana y Luis Miguel, la triste seriedad de Manolete. Su último paseíllo. Rosa pálido y oro su terno. Y un horizonte que ponía su mirada en la orilla de la retirada. No la alcanzaría nunca. Las lágrimas
de Lupe Sino, dieron cuenta de ello. Y las de Córdoba. Y las de España entera. Y las de México, donde siguieron llamándole “el Gran Ido”. Manolete, que jamás supo de geografía a la hora de entregarse a los públicos, cambió la mortal cornada por su última estocada mortal. Treinta años contaba, la edad a la que los héroes se vuelven inmortales.
Hoy, setenta y tres años después de la tragedia, Manolete sigue tan vivo como siempre. Se habrá apagado el llanto por su pérdida, pero el rescoldo de su arte sigue alimentando nuestros sueños y mitologías. Y, confinado entre los luceros, un cante por serranas pide bordones a las guitarras de la amanecida:
Por la sierra la aurora
Salió llorando…
Excelente trabajo sobre el universal Manolete. Con una narración no sólo brillante, sino también personal y amena se hace un recorrido durante la lidia de las cualidades profesionales del diestro. En este caso hombre y torero, que siempre fueron de la mano quedan retratados donde el estilo es la trama, y el lenguaje, la madeja en que teje las cualidades de este genio cordobés, único e irrepetible. Felicidades.
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