viernes, 7 de agosto de 2020

VENIMOS DE UN LARGO CAMINO

 


Por Santi Ortiz

     Hay palabras que de manoseadas se acartonan, se momifican, se convierten en huecos cascarones por haberles desaparecido la sustancia de su contenido. Una de ellas es “cultura”, término degenerado en tópico, en lugar común, particularmente cuando se lo asocia al mundo de los toros.

     Que los toros son cultura, lo sabemos todos, menos aquellos papanatas que gustan hacer ostentación de su asnería y agnosia; sin embargo, estimo que son pocos quienes reparan en el profundo calado de esta afirmación; en lo que significa; en lo que hay detrás de ella; en la historia que encierra.

     Venimos de un largo camino; un camino que discurre y atrocha por los más diversos lugares de esta piel de toro llamada España; un camino que se desparrama a través de los siglos; un camino en el que es necesario detenerse, aun mínimamente, a fin de ir captando la tremenda carga histórica y cultural que tenemos detrás.

     Tres siglos antes de que se fundara, en 1670, la Real Maestranza de Caballería de Sevilla; esto es: en tiempos de Fernando III el

Santo, ya había en la ciudad del Betis lidias de toros a cargo de la nobleza. Pero sería en los siglos XVI y XVII donde las corporaciones y los particulares, los gremios y hermandades, entablaban porfía para que fueran atendidas sus solicitudes de dar toros en Sevilla. La llegada de Carlos V a la ciudad, en 1517, el casamiento de este monarca nueve años más tarde, la llegada de Felipe II o la toma de Lisboa, en 1580, fueron algunos de los fastos que dieron lugar a suntuosas fiestas de toros y cañas, en la plaza de San Francisco, lugar elegido por entonces para estas lides.

     En 1592, cuando todavía coleaba la bula de Pío V, prohibiendo la fiesta de los toros, vuelta a poner en vigor por Sixto V, y en pleno Jubileo, Sevilla no tuvo reparos en celebrar varias funciones de toros. El entonces cardenal arzobispo, don Rodrigo de Castro, creyendo contar con el apoyo de la corte pontificia, no se le ocurrió otra cosa que excomulgar a todos los que directa o indirectamente habían tomado parte en la fiesta.La medida encrespó a la ciudad, que puso pleito al arzobispo, obligando a intervenir a la diplomacia de Felipe II, quien consiguió que el nuevo papa, Clemente VIII, levantase todas aquellas excomuniones, como, años más tarde, todos los anatemas y censuras a la Fiesta, excepto para los frailes mendicantes, que aún las padecen. Además, la Audiencia absolvió a la ciudad y condenó al arzobispo a pagar una multa de mil ducados y las costas del juicio.Tercio de pinceles: febrero 2013

     La hidalguía y caballerosidad de las fiestas de toros protagonizadas por la nobleza, se prolongaron con el altruismo y la generosidad que siempre distinguió la fiesta brava. Si había que mejorar la situación de los presos en las cárceles, si había que reparar husillos y murallas, si había que dedicar dinero a las obras públicas, ahí estaba el toreo para que los problemas encontrasen remedio.



     (Este episodio, digno de atención, debería servirnos a los taurinos de enseñanza en los tiempos que corren: celebran los sevillanos fiestas condenadas por el Papa, las celebran, además, en tiempo de Jubileo plenísimo, y al verse excomulgados, no piden perdón, no confiesan su yerro, se alzan contra la autoridad eclesiástica y le ponen pleito decididos a no ceder en lo que consideran su derecho. Y lo ganan.)

     También en Aragón las fiestas de toros son antiquísimas. Ya en el siglo XIV, allá por 1385, Carlos II de Navarra pagó 50 libras a dos aragoneses –uno cristiano y otro moro– para que fueran a Pamplona a matar dos toros en esa ciudad, hecho que se repitió en Tudela, primero, y en Castilla, después, lo que viene a poner de manifiesto la importancia de Aragón en el toreo de entonces.

     Como ocurría en el resto de España, las corridas en las tierras mañas encontraban su oportunidad de celebración en la llegada de un rey o un príncipe, en la canonización de un santo o en cualquier otro suceso de fuste, pues no se concebían éstos sin su correspondiente función de toros. Si se agasaja a don Juan de Austria, se casa Carlos II el Hechizado o repite éste la suerte once años después… inevitablemente, toros.

     Quizá, entre otras cosas, por la proximidad de las acreditadas reses que se criaban en la comarca de las Cinco Villas, particularmente en Egea de los Caballeros, la afición que sentía Zaragoza por el toreo era difícil de igualar. 

Para muestra un botón: En 1701, Felipe V emprende un viaje a Barcelona y tiene que pasar por Cariñena, ciudad que le organiza una corrida en su honor. Como el monarca abominara de los toros, decidió no llegar a Cariñena antes de la puesta del sol para hacer inviable el espectáculo; pero los cariñenenses se las arreglaron para que a la luz de la luna, las teas y otras luminarias se celebrase la corrida, que el rey Felipe hubo de “tragarse” íntegra.

     ¡Y qué decir de Valencia! Ya en tiempos de Alfonso X el Sabio, la capital levantina, junto con Zaragoza, fue un plantel de destacados lidiadores. Más tarde, la tauromaquia pasaría a manos de la nobleza y allí se impuso más como pragmática caballeresca que como recreo popular. Pero lo que más distingue a la Valencia taurina de aquellos tiempos es que en ella nacieron los empresarios de toros. El honor del primerazgo corresponde a Ascanio Manchino, que, en 1612, obtuvo de Felipe III una merced en forma de privilegio para dar funciones de toros… ¡por tres vidas! Así cuando aquel murió, gastando la primera, el privilegio pasó a su viuda y ya, cuando se gastó la tercera, fue atendida la demanda del Hospital valenciano que comenzó a beneficiarse de aquellas corridas de toros que se celebrasen en todas las plazas y lugares públicos de Valencia.

     También viene de lejos las lides taurinas en Navarra: documentos de 1628 ya recogen la celebración de fiestas de toros en honor de San Fermín. Y su enorme afición; así lo muestra que, en tiempos del Príncipe de Viana, se fundara una cofradía en honor de la Virgen del Camino, que en el artículo 8 de sus estatutos decía: “non recibir por cofrades si non fuere caballeros de lidiar toros”. A tal punto llegaba esta fiebre que, en 1733, hasta los jesuitas se sintieron toreros, ya que los estudiantes de dicha Compañía protagonizaron una corrida de toros, con mojiganga, en honor de San Luis Gonzaga.

     En los siglos que aquí estamos tocando, la grandeza de Salamanca giraba en torno a su Universidad. La juventud estudiantil, alegre, atrevida y bullanguera, tenía las corridas de toros en el lugar más estimado de su programa de festejos. Tanto es así, que, al menos en el siglo XVI, el grado de doctor llevaba aparejada su juerguecita taurina. Y no sólo eso, sino que los doctores que se graduaran en dicha ciudad, conforme a una muy antigua costumbre, quedaban obligados a dar toros para la fiesta. Si sólo se doctorara un candidato quedaba éste exigido a dar cinco toros, y si se doctoraran dos o más, cada uno debía aportar cuatro.

     También en Toledo, adquirió la Fiesta enorme importancia. El Rey y los nobles organizaron corridas imprimiendo a éstas el sello de la caballerosidad y la hidalguía. Entre ellas, podíamos destacar la celebrada en 1556, con motivo de la abdicación de Carlos V en su hijo Felipe II, para cerrar los diez días de festejos. Se lidiaron ocho toros en la plaza de Zocodover y en ella intervinieron como destacados por la nobleza, el salmantino don Diego de Zúñiga y el conde de Orgaz, cuyo entierro fue inmortalizado por El Greco en uno de sus más célebres lienzos.

     Rayano en el despilfarro fue el lujo derrochado en las fiestas de toros de Valladolid. En 1592, al visitar Felipe II esta población, hubo tal exceso de “alegrías, toros y cañas”, y tanto se prolongaron, que el propio Rey hubo de ponerles término para que no fueran tan desorbitados los gastos. En 1657, por el natalicio de Felipe Próspero, hijo de Felipe IV y Mariana de Austria, también se celebraron, como en el resto de España, notables corridas, así como por la boda de Carlos II y María Luisa de Borbón. Fue una época de grandiosidad que duró hasta caer el último toro rejoneado por los nobles. Después, la Fiesta cambiaría drásticamente y todo lo que ella llevaba aparejada.

     Nada del abolengo del toreo caballeresco encontraremos en Bilbao. Nunca lo hubo. La Fiesta aquí es más moderna, de cuando esta villa heroica y liberal supo extraer el alma de hierro de sus montañas, fundirlo y exportarlo a través de las tierras y los mares, para hacerse rica y presumir de ello, también por medio de sus corridas de toros.

     El caso guipuzcoano es diferente, pues la fiesta de los toros es muy antigua ahí. Y tal fue el grado de afición que alcanzaron sus gentes, que había un dicho muy divulgado en el que se afirmaba que si en el cielo se corrieran toros, los guipuzcoanos todos serían santos por irlos a ver al cielo. En cualquier caso, su visión del toreo era muy particular. Por ejemplo, como detestaban el toreo de capote, se ponían a gritar “fuera capa, fuera capa” y obligaban a los lidiadores a torear a cuerpo limpio con dos banderillas en las manos y a matar sin más defensa que su estoque. Era otra forma de concebir el espectáculo.

     Aunque me deje atrás ciudades con una alcurnia taurina similar o superior a algunas de las citadas, como Córdoba, Granada, Cádiz, El Puerto de Santa María, etc. para no hacer interminable este variopinto ápice histórico, remataré deteniéndome en Madrid, ciudad que, en el siglo XVII, acaparó la gran mayoría de corridas celebradas y marcó el rumbo que habrían de seguir éstas en toda España.

     El brío, la bizarría, el señorío, la hidalguía y magnificencia que habían distinguido a la España de Carlos V y que después se fueron perdiendo, encontró refugio en las corridas de toros. Las Cortes se ocupaban constantemente de la Fiesta; los nobles se mostraban en continua rivalidad tratando de ser los primeros en todo después de haber sobresalido en la lidia; los mejores poetas –entre ellos Quevedo– se ocupaban de dar relación de los festejos.

     Todo continuó así hasta que, con la llegada de la dinastía borbónica en el siglo XVIII, la fiesta de los nobles fue yendo muy a menos y la lidia perdió su grandiosidad. Sin embargo, fue entonces cuando aparecen los primeros nombres reseñables del toreo a pie, sirviendo de chulos a los rejoneadores. No tardarían mucho tiempo en brillar con luz propia dando lugar a la primera terna señera del nuevo toreo: Costillares, Pedro Romero y Pepe Illo. Pero ésta ya es otra historia. Aquí lo que he pretendido es darle cierto contenido al concepto de cultura taurina, dejando la Tauromaquia orillada en el amanecer del toreo a pie; ese que, a través de los siglos XIX y XX, nos ha traído el espectáculo lleno de arte, conocimiento y emociones que hoy podemos disfrutar en nuestras plazas.

     Somos fruto de un largo camino, de un legado cultural maravilloso, que, bajo ningún concepto, podemos permitir nos arrebaten. Impedirlo es nuestro deber de herederos. Mantenerlo vivo y vigente es nuestra obligación de aficionados.

     Qué nadie se duerma y… ¡cada uno a su puesto!

 

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