lunes, 21 de septiembre de 2020

EL ÚLTIMO “NO HAY BILLETES” DE LA PLAZA VIEJA

Por Santi Ortiz

Sin que sirva de precedente, voy a romper una costumbre que

he llevado a rajatabla hasta hoy: no escribir de mi paso por los ruedos. Sin
embargo, en este caso haré una excepción por tratarse de una efeméride onubense que circunstancialmente me tuvo por uno de sus protagonistas: el último cartel de “No hay billetes” que registró la plaza que inaugurara en 1902, Miguel Báez Quintero –tronco de la dinastía Litri– y que cerró sus puertas definitivamente el 13 de julio de 1968 –novillos de Moreno Santamaría, para Isaías González, Joselito Cuevas y Pepe Muriel–, cuando ya casi estaban en la calle los carteles que iniciarían la historia de la ya hace años fenecida Monumental.

Ocurrió el hecho, el domingo 24 de septiembre de 1967, en un momento en que Huelva trasminaba taurinismo por todos sus poros, gracias, en primer lugar, al ambiente que la genial inteligencia de Rafael Sánchez, Pipo –taurino único e irrepetible– había sabido crear con sus toreros y su modo imaginativo de entender y desarrollar la labor empresarial y, en segundo, por las buenas actuaciones que sumamos entre Paco Torres (que después se haría matador de toros anunciándose Curro Méndez), Manolo Vázquez (el que todos conocéis como Curro Vázquez) y un servidor de ustedes, que era tan Santi Ortiz entonces como ahora.

Con su personalidad arrolladora, El Pipo desembarcó en Huelva y la puso a cavilar taurinamente hablando. El manantial inagotable de su sabiduría se hizo cauce a través de la publicidad, que conquistaba todo cuanto tocaba con la varita mágica de su simpatía: así la redacción y operarios de talleres del diario Odiel, los puestos del mercado, a los que acudía cada mañana llevando al rubito chiquillo de Linares, para que las mujeres del pescado y la verdura exclamaran… ¡Pero si es un niño!, y él se las metiera en el bolsillo haciéndoles prometer que acudirían a la plaza a verle; así los distintos mentideros onubenses, que acaparaba con su labia y prodigalidad, o la propaganda impresa con que inundaba las calles de la ciudad para dar a conocer individualmente a sus poderdantes: “Lo haré matador de toros sin torear con picadores”, rezaban los carteles de Paco Torres; “Tengo cita con el arte. Oro puro de las minas de Linares”, hablaban los de Manolo Vázquez. Para redondear la obra, subió al doble los gastos de imprenta –con el fin de que no quedara nadie en toda la provincia sin saber que había toros– y redujo el precio de las localidades.

Aumento continuado de la difusión y disminución de los precios es una fórmula idónea para que la plaza registrara el extraordinario aspecto que tenía el 13 de agosto, cuando, con novillos de Guardiola, anunció El Pipo a los tres novilleros que llevaba: los dos antedichos y Luis Arcángel, un muchacho venezolano al que también ayudaba. Esa tarde triunfaron Paco y Manolo y, estando yo en un tendido, me mandaron razón con un banderillero –creo que era Juan Pérez Recio– para que saltara al callejón y fuera a hablar con El Pipo, que me pidió le llevara un juego de contratos firmado para torear el festejo que iba a dar dos días después, 15 de agosto. Sin embargo, estando ya en El Suizo Chico, me dijo que no daba tiempo en dos días a arreglar todo el papeleo de la novillada y que se celebraría el domingo siguiente, día 20. Y así fue. A plaza llena, toreamos Paco Torres, Manolo Vázquez y yo, con otra novillada de Guardiola, y salimos triunfantes los dos de Huelva, en una tarde para mí inolvidable pues supuso uno de los mayores éxitos de mi carrera.

Con nuestros partidarios y detractores –Paco por la senda del valor, yo por la del clasicismo; él ayudado por la casa Chamaco, yo por la de Litri–, se formaron banderías que revitalizaron la afición en nuestra ciudad. En los cafés, bares y tabernas, en los tajos, comercios, barberías y otros ambientes, incluso alejados del mundo taurino, se volvía a hablar de toros. La gente especulaba, discutía, alimentaba esperanzas o pronosticaba fracasos; pero el toreo relumbraba de vitalidad en el día a día de una Huelva que perfumaba sus veranos con aroma de jazmines y damas de noche, cuando no con el salitre que traía de Bacuta la brisa de la atardecida; una Huelva que cogía la canoa como único medio para ir a Punta Umbría; que pateaba incansable arriba y abajo, abajo y arriba, la calle Concepción o hacía parada en los soportales frente al bar Pelayo hasta la hora de la cena; que formaba tertulias hasta la madrugada en la Plaza de las Monjas; que asistía complacida al ruidoso cruce de pregones que poblaban sus calles más céntricas: las sultanas, de coco y huevo; los cangrejos y camarones, de El Lepero; las cañaíllas y bocas; la voz aguardentosa de El Nini, rifando sus muñecas chochonas…; una Huelva bien surtida de cines: el Gran Teatro, el Oriente, el Rábida, el Apolo, el Mora, el Emperador, el Palacio del Cine, el Fantasio, el Odiel, por no hablar de sus salas de verano como el Jardín Cinema, el Park o el Central Cinema, donde vi por primera vez “Aprendiendo a morir”, de El Cordobés, para llegar a mi casa de la calle Ginés Martín con la afición saliéndoseme por las orejas; una Huelva que reñía gallos en casa Alpresa, bebía “peseteros” o aguardiente en el Ventura, el Pechuguita y tantas otras tascas, que tomaba el aperitivo en el Onuba, Las Columnas o la Cervecería Viena; una Huelva que tapeaba en Agmanir o los Hermanos Mesa –para los niños un godovi, el refresco de la tierra, y la tapita de pavía–, que hacía mofa del poco fondo del Bar-bi, pero alababa sus inigualables coquinas al vapor y al ajillo; que “mojarreaba” en La Placeta en torno a la tertulia de Correbulla o tomaba su café en Los Amarillos o el Catedral, camino de los toros los días de corrida; una Huelva que mostraba su efervescencia taurómaca con el nutrido elenco de nuevos chavales que querían ser toreros y que se habían puesto ya las primeras veces el vestido de luces o estaban próximos a ponérselo; entre ellos, y cito de memoria: Paco Pirfo, Paquili, Enrique Jara, El Palermo, El Tinajón, Manuel García Venancio, El Piri, Toni Garzón, José Cunquero, Alín, Pedro Muriel, Paco Alcántara, El Cascarilla, los Peti, El Nené, Pedro González, Miguelito Conde y algunos otros a los que pido disculpas por haberlos extraviados en mi olvido.

Ese clímax de pasión taurina que había instalado El Pipo y nosotros habíamos sabido alimentar, fue aprovechado por Manolo Roig, Niño de la Isla, taurino, antiguo novillero y hombre de confianza de Litri, para organizar –ahí le ganó el tirón a El Pipo– el mano a mano que había de enfrentarnos a Paco y a mí. Era el momento idóneo para aquel desafío, pues la rivalidad estaba servida y las ganas de vernos de nuevo en la plaza rozaba lo extraordinario. Por si fuera poco, al Niño de la Isla se le ocurrió acrecentar el aliciente que ya de por sí tenía el festejo añadiendo a nuestras cuadrillas de luces, la colaboración de los tres banderilleros que se acuadrillaban con Litri aquel año y eran nada menos que Luis González, Finito de Triana y Juani Vázquez; los cuales, vestidos de corto, en principio iban a intervenir con los dos novilleros. Sin embargo, tanto Paco Torres como su cuadrilla se negaron a que aquellos actuaran en sus reses y, al final, sólo lo hicieron en dos de las mías. Esto dio lugar a cierto malestar en parte del público y de la prensa, que tomaron por trato injusto a Paco el que torearan conmigo y no con él, ignorando que era su negativa la que había dado lugar a tal comportamiento. Pero, por encima de todo, lo importante fue que, a la hora del paseíllo –nos acompañó Manuel Benítez, El Peti, como sobresaliente–, el entradón era impresionante y reflejaba el cartelito de “No hay billetes” que se había colgado en taquillas dando fe de que los organizadores habían acertado de pleno.

No así con el ganado. Para la ocasión, se trajeron seis novillos de don José Rufino Moreno Santamaría, de cuya buena presentación da cuenta la anécdota –que presencié al desembarcar la novillada–, protagonizada por el delegado gubernativo, don José López, cuando al salir el primero, pidió que se pesara creyendo que la novillada era con picadores. El encierro, no obstante y como ya hemos apuntado, quitando el primero mío y otro de Paco Torres, fue complicado y deslucido, a destacar el que cerró plaza, cuya listeza –nos echó mano a todos los que nos pusimos delante incluyendo a Luis González– nos hizo sospechar que pudiera haber estado toreado, cosa nada improbable por ser una ganadería muy castigada por los aficionados a torear furtivamente con la luna.

Como afirma el dicho: “corrida de expectación, corrida de decepción”, y un poco de eso hubo, ya que sólo se cortó una oreja. La obtuve yo del cuarto, un novillo violento que me desencuadernó con una tremenda voltereta nada más iniciar la faena de muleta en los medios por estatuarios. Ese, sin embargo, no fue el novillo que mejor toreé, pues a mi primero pude cortarle las orejas e incluso el rabo de no estar pinchándolo todavía. También Paco pudo lograr un triunfo importante –no recuerdo si en el tercero o en el quinto–, pero de nuevo no funcionaron las espadas y la cosa quedó en ovación.

Como ven, no fue el resultado artístico del festejo el que queda reflejado como efeméride, pero sí ese “No hay billetes”, que, pese a las novilladas que se dieron el año siguiente –yo toreé dos–, no volvió a colgarse nunca más mientras la plaza vieja estuvo en pie.


 

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