lunes, 7 de septiembre de 2020

SEPTIEMBRE 1960

Por SANTI ORTIZ.


De un manotazo, barremos de la mesa sesenta tacos de almanaque y nos situamos en este mismo mes de 1960. Medio siglo y una década dan juego para que la Fiesta haya experimentado cambios notables. Por ejemplo, constatar el hecho doloroso de que entonces había mucha más afición a los toros que ahora. Para muestra un botón: en aquella temporada, La Maestranza de Sevilla no cerró sus puertas una sola vez en ningún domingo ni festivo desde que iniciara su andadura el 17 de abril, con la corrida del Domingo de Resurrección. Y así continuó hasta el broche oficial del 12 de octubre, con la novillada de la Prensa. ¡Igualito que estos últimos años!

Fue un septiembre aquél muy alternativero. Tomó el doctorado en Aranjuez, de manos de Curro Girón con Paco Camino de testigo, el hijo homónimo del genial Victoriano de la Serna. En la Monumental de Barcelona, recibiría la alternativa Manolo Carra, llevando por padrino a Antoñete con Dámaso Gómez dando fe. Y en la siempre muy notoria corrida goyesca, la plaza de Ronda se pondría de gala –9 de septiembre– para presenciar la cesión de trastos que el poderío castellano de Julio Aparicio, en presencia del arte de Antonio Ordóñez, le hizo al duende gitano de Rafael de Paula, quien el día anterior se había despedido de novillero en Ayamonte.

Sin embargo, el horizonte del futuro no estaba situado en ninguna de esas coordenadas. Aunque nadie lo advirtiera todavía, el toro de una nueva época ya correteaba por la plaza de la historia tomando por marco la provincia de Córdoba. Palma del Río, Belmez, Priego, Lucena, Pozoblanco y la mismísima plaza de Los Tejares, entre otras, acogen el impetuoso crepitar de una llama nueva, viva, desconcertante e incontenible, que extiende el reguero de su asombro por Écija, Lora del Río, Andújar y otras poblaciones del sur de España. Los resultados son escandalosos. En este mes de septiembre, el causante del “incendio” se anuncia “solo ante el peligro” en su pueblo –Palma del Río–, con el prólogo ecuestre de Alvarito Domecq, mata tres novillos y se lleva en el esportón seis orejas y el rabo del tercero. En Belmez –el día de la alternativa de Paula–, gana la Oreja de Oro en litigio con Curro Montes y Manuel Sánchez Saco, después de cortarle las orejas, el rabo y la pata a cada uno de sus dos astados. Y cuatro orejas, dos rabos y una pata, se lleva de Priego unos días después. Su temporada, iniciada el 15 de mayo en el coso de Los Tejares –el día de la célebre y premonitoria crónica de José Luis de Córdoba, titulada “¡Tila!”–, se cerrará el 4 de diciembre, sumando 33 festejos –16 novilladas sin picadores, 14 con caballos y 3 festivales–, en los que estoquea 72 novillos, a los que corta 90 orejas, 31 rabos y 13 patas. ¡Un festín!

En su pueblo, al fenómeno lo conocen por El Renco, única herencia que le dejó su padre, José Benítez, al que apodaban así por una dolencia que le hacía renquear; un obrero republicano al que las autoridades franquistas solo permitieron salir de la cárcel donde lo habían metido, cuando la tuberculosis que le pudría el pecho estaba a punto de asestarle el último derrote.

Como Renco se anunció el fenómeno en sus primeros carteles. Luego fue Palmeño, hasta que Rafael Sánchez, El Pipo, se embarcó en la aventura de apoderarle –proyecto en el que, salvo él y el torero, nadie creía– y le cambió el apodo –y con él sigue hoy– por el de El Cordobés. 


¿De dónde venía ese Cordobés que El Pipo se había sacado de la manga?... Venía de la extrema pobreza, del descarrío, del furtivismo y el vagabundeo. Venía de la orfandad, del abandono, de la soledad y el desamparo. Y sobre todo… ¡del hambre! Un hambre crónica de veinticuatro años, añeja, capaz de arrancar de sus tripas vacías una sórdida música de miseria. Un hambre que le afila los pómulos, aflora sus costillas y agalga su cuerpo, flexible y correoso, hecho al palo y la huida, al desprecio y a la rebeldía. Un hambre que agazapa en lo más profundo de sus ojos un centelleo salvaje de brasa y pedernal y le coloca entre los dientes una faca que presta ferocidad a su sonrisa.

He ahí el motor de su afición: quitarse el hambre a manotazos; o mejor: pegándole lances y pases a los toros. No le pregunten quién fue Mazzantini o Cúchares o El Espartero. A Manolete llega y pare usted. De los cánones del toreo no sabe ni como se pronuncia la palabra. Ni marcar los tiempos de la suerte suprema. Ni entiende de pureza y clasicismo. Pero tiene dos armas que maneja y apura hasta lo inverosímil con personalidad arrolladora: un valor increíble y una capacidad superlativa para sorprender. Le gusta poner a los públicos fuera de sí –ponerlos “cardiacos”, según sus palabras– y con las dos piezas artilleras, bien conjuntadas, lo logra cada tarde. Entre el abanico del “chalao” y del “genio” se mueven las trifulcas. Unos lo califican de suicida, de “carne de toro”, otros ven en él la premonición de un torero de época. Es cuestión de tiempo, coinciden los dos bandos. Depende si se salen con la suya los reporteros del Paris Match, que le persiguen de plaza en plaza para fotografiar su cogida y muerte, o la providencia le concede el tiempo suficiente para que vaya adquiriendo el oficio necesario que le permita depurar su toreo e imponer su heterodoxa tauromaquia a los toros.

Lo cierto es que, en este 1960, Manuel Benítez, El Cordobés, de luces y frente al toro, ha conseguido transformar su pasado en campana; una campana cuyo revuelo pone en movimiento paganas muchedumbres que hasta peregrinan de un pueblo a otro, incluso a pie o en bicicleta, por ver, conmocionadas y con una admiración teñida de horror, cómo en ese muchacho rubianco y desgreñado, la dureza del silencio pare cada tarde un fulgor de alardes y locuras que estrangula sus corazones hasta dejarlos sin aliento y con una sed infinita de volverlo a ver.

Aquel muchacho era el mismo que, no hacía ni tres años y medio, impulsado por un cóctel de cansancio y desesperación, se tiraba de espontáneo en Las Ventas –la tarde en que Pablo Lozano le confirmara la alternativa al jerezano Juan Antonio Romero–, en el segundo toro de Antonio del Olivar salvando la pelleja de milagro. “Consejero”, del hierro de Escudero Calvo y la misma sangre que hoy portan los victorinos, fue el elegido por Manolo para saltar al ruedo, mas, con tan mala fortuna, que, por huir de un guardia que casi le había echado mano en el callejón, se tiró literalmente encima del astado, que lo campaneó a placer dándole una soberana paliza de la que sólo el favor de los dioses hizo que saliera ileso con algunas leves erosiones. Detenido de nuevo, retornó a la espesura que había sido su vida desde aquel lejano día en que sus lágrimas se le volvieron piedras y ya no lloró más. Una vida guiada por la promesa que le hiciera a Ángela, la hermana que lo había criado: “O te visto de luto, o te compro una casa”. Una vida de fugitivo, de persecuciones, cárceles y calabozos; una vida de pícaro, yendo de sombra en sombra, de tapia en tapia, de cerrado en cerrado; una vida en la que todo se le volvía puertas cerradas, mientras sentía cernirse sobre su cabeza la amenazadora ley de vagos y maleantes con agravante de reincidente.

Este hombre, salido de las páginas del Buscón o el Lazarillo, perito cum laude, con su colega Horrillo, en el arte de afanar gallinas, al punto de presumir después que “con sólo oírlas cantar, ya sabían el peso que tenían y hasta el color de su plumaje”. El hombre que, un año antes, en Loeches, había visto morir a su compañero de cartel, Manolo Gómez, y sentido el hálito helado de la Dama de Negro con otra cornada de caballo tomada, esa misma tarde, de un zamacuco de siete años licenciado en latines; cornada tan gravísima o más que la que recibiera, fama adelante, en Granada poniendo las banderillas cortas: las más cortas de la historia, pues le cabían en la palma de la mano.


Este hombre, en el año de gracia de 1964 –cuatro almanaques después de donde ahora nos situamos–, tras haber alcanzado el pináculo de la fama, depurado sus formas, tomado la alternativa, cortado un rabo en La Maestranza y triunfado, con moneda de sangre, en su presentación en Madrid, en una corrida cuya retransmisión televisiva paralizó a España por completo, era proclamado por la prestigiosa revista Life nada menos que “el hombre más popular del mundo”. Así de rotundo.

Este hombre había convertido el mes de septiembre de 1960 en el punto de inflexión que cambiaría radicalmente su vida y la de los suyos. Entonces, como ya hemos señalado, el toro de la nueva época –a la que El Cordobés pondría nombre– acababa de saltar al ruedo de la historia. No obstante, oídos expertos –como los del viejo Balañá– ya percibían que algo distinto y sustancioso se estaba cociendo por las plazas del sur, por eso mandó a su hijo Pedrito a verlo a Jaén. Su dictamen ahí queda: “Es una cosa rara… Pero una cosa rara… que llena la plaza hasta la bandera”.

Ya lo avala el refranero: Cuando el río suena…

 

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