Por Santi Ortiz.
Año 2011. El 29 de julio se oficializa el traspaso de competencias taurinas del Ministerio del Interior al de Cultura. Las negociaciones emprendidas con buen pie nueve meses antes entre el llamado G-10 –Ponce, Morante, El Juli, El Cid, El Fandi, César Jiménez, Manzanares, Perera, Talavante y Cayetano– y el ministro de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba –curiosamente, una semana después de que, en el Senado, el PSOE votase en bloque contra la declaración de la Fiesta como Bien de Interés Cultural–, llegaban a buen fin. El toreo estaba donde tenía que estar. Para unos era un reconocimiento implícito de los hombres de luces como artistas y un primer paso para que la UNESCO reconociera a la Tauromaquia como Patrimonio Cultural Inmaterial. Para otros, el cambio de ministerio no dejaba de ser una mera cuestión de estética política, con todas las competencias del sector transferidas a las Comunidades Autónomas. Dentro del mundillo taurino, también se respiraba un cierto escepticismo respecto al beneficio que dicho cambio podía reportar a la Fiesta. Los que presentían que todo dependería de la voluntad política del Gobierno de turno acertaron de pleno. Tampoco fallaron los agoreros presagios que surgieron al final de aquella temporada: el 25 de septiembre, instada por la prohibición de los toros, la Monumental de Barcelona echaba el cierre a su andadura –con Juan Mora, José Tomás y Serafín Marín en cartel– tras casi un siglo de historia; de una historia comenzada el 27 de febrero de 1916, cuando se abrió su portón de cuadrillas por vez primera para que pisaran el ruedo Joselito, Curro Posada y Saleri II. Para rematar el mal agüero, doce días después de esta clausura, “Marqués”, de Ana Romero, cogía de manera espeluznante a Juan José Padilla en Zaragoza, infiriéndole graves heridas en la cara y dejándolo tuerto del ojo izquierdo. Malas señales para que las sibilas formularan conjuros.
Han pasado los días y las noches, las semanas, los meses y los años. El tribunal Constitucional declaró inconstitucional la prohibición de los toros en Cataluña, pero la Monumental barcelonesa sigue tan cerrada al toreo como entonces. Padilla, sin embargo, comiéndose a mordiscos quebrantos y dolores, alzando victoriosa su voluntad indomable, su tremenda afición, cumplió su promesa de vestirse de luces y, con un solo ojo y un parche de pirata, recorrió en triunfo todo el orbe taurino hasta que decidió retirarse en la feria del Pilar de hace dos años. Ahora, 2020 es el que muestra sus hojas de calendario. Una pandemia nos restringe la vida y afila las aristas de los puñales que nos hieren a todos; aquí, concretamente, que hieren al toreo. Como vaticinaban los peores augures, el Ministerio de Cultura nos sigue tratando –mejor decir ignorando– como a un pariente molesto y advenedizo al que hay que postergar en un rincón. Para colmo, el pariente casi ni se queja. Sus tragaderas son amplias y todo ese valor que le echan los suyos a los toros se reduce ahora a versallescas cartitas de protesta y a una sumisión más digna de oscuros chupatintas que de hombres que salen al ruedo vestidos de luz a jugarse la vida.
Para tan grande agravio, muy menguada respuesta. Las escasas convocatorias reivindicativas del sector sólo han obtenido pírricas asistencias. Ni siquiera el peligro de desaparecer –latente, pero real– consigue aunar esfuerzos. El toreo continúa desmembrado y, por tanto, sin ímpetu, sin brío, sin esa energía necesaria que ponga a cavilar sus enemigos. Hay que ser muy cándido para creer que las cosas las van a arreglar otros. Hay que ser muy ingenuo para concederle al Ministro de Cultura la mínima credibilidad o confianza.
José Manuel Rodríguez Uribes, doctor en Derecho, ex director de gabinete del Alto Comisionado de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo del Ministerio del Interior, posteriormente Secretario de Laicidad y más tarde Delegado del Gobierno en la Comunidad de Madrid, de donde, de manera sorpresiva, dio el salto a Ministro de Cultura y Deporte, es un hombre en el que se cumple a la perfección la ley de Peter. Esta ley afirma que el ser humano va ascendiendo hasta alcanzar los niveles de máxima incompetencia. De eso, no hay mejor ejemplo que Uribes. Como demuestra su formación académica y los puestos que sucesivamente ha ido ocupando hasta llegar aquí, no posee la menor vinculación con el mundo de la cultura –tampoco del deporte– ni con la gestión cultural. El señor Uribes no tiene otro mérito para desempeñar el cargo que ostenta que ser un hombre de partido, un allegado a Pedro Sánchez y protegido por éste. Rodríguez Uribes no es más que un peón todoterreno que, como todo hombre de partido, encuentra en el servilismo su mejor cualidad. Por eso está donde está: para servir a su señor.
Que le venga grande el complejo mundo de la Cultura, da lo mismo. Que meta puerilmente la pata afirmando que no debe fomentar el ir a los toros y sí al teatro, porque es más pacífico (¡), no le quita el sueño. Va a estar en el cargo mientras su señorito quiera. De ahí, su pérdida de perspectiva. Seguro de sí mismo y de su impunidad, se cree el señor de su feudo y lo pone al servicio de aquello que le gusta. Sin embargo, aunque no lo perciba no es más que un servidor del ciudadano. Ni su Ministerio es su cortijo ni está a las órdenes del Presidente de Gobierno, sino que, tanto uno como otro, deben ponerse firmes para cumplir las nuestras, que somos, con nuestros impuestos, los que les damos de comer y vivir. Ni ellos ni nosotros deberíamos olvidarlo. Uribes no es más que un político intruso en el extenso bazar antropológico de la cultura; una mentira inmersa en una verdad de mil aristas; una verdad que calla, que siente, que padece, que se esfuerza, que goza, que imagina, que se engalla y se crece por encima de miedos, dolores y reveses, y amasa con sus sueños y musas, con su sangre y su fuego, ese universo mágico que, trémulo de vida, nos descubre el toreo, la pintura, el teatro, el cine, la poesía, la narrativa, la música, el cante, el ballet, la danza, la escultura y la fotografía.
Que el Ministro responda a Pablo Aguado diciendo que su voluntad no es marginar ni excluir a nadie, después de lo que ha hecho, en comandita con su colega de Trabajo, negándole las ayudas –concedidas a los demás sectores culturales– a los profesionales del toreo, y afirme que tampoco le parece que deba fomentar ir a los toros, cuando el artículo 5 de la ley que regula la Tauromaquia como Patrimonio Cultural obliga a la Administración General del Estado –y por lo tanto a él y a su Ministerio– a garantizar la conservación y promoción (el subrayado es mío) de la Tauromaquia como patrimonio cultural de todos los españoles, nos da la medida del menosprecio que siente por la fiesta de los toros, de cómo atiende sectariamente sus obligaciones y de su incompetencia para gestionar un mundo tan caleidoscópico y complejo como el de la Cultura; un mundo en el que hay demasiados sobresaltos, demasiados escalofríos, demasiado drama, demasiada fatiga, demasiados temores y sobrada grandeza, para alguien tan sordo, tan ciego, tan duro de sensibilidad.
Al señor Uribes lo que hay que pedirle o, en su caso exigirle, es que se vaya; que continúe prestando sus servicios como hombre de partido a disposición de Pedro Sánchez, pero en otro lugar más afín a sus capacidades. Sólo un Gobierno como éste, tan refractario a la Cultura –sólo le interesa gobernar y tener el poder–, se atrevería a poner un inexperto de esta estofa al frente de su ministerio.
Señor Rodríguez Uribes, váyase de una vez, deje en paz a la Cultura y permita al toreo seguir con sus heridas, sus flaquezas, su bizarría y su arte, a la espera de alguien que sienta tales heridas, flaquezas, arte y bizarría como propios. Así tal vez podamos congratularnos de ver a la tauromaquia reconocida y asentada ya por fin en Cultura.
Buen artículo, otra vez has dado en el clavo
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