POR SANTI ORTIZ.
La frase que titula este artículo es de Curro Romero y está sacada de la entrevista que el pasado lunes, día 5, el artista camero concedió, para el diario El Mundo, a Antonio Lucas –alma de poeta en pluma periodística– y Vicente Zabala de la Serna, lúcido crítico taurino de abolengo y prosapia. Se quejaba con ella Curro del abandono, la desatención, la deslealtad y el olvido que los poderes públicos y, en concreto, el pomposamente titulado Ministerio de Cultura, muestran negligentemente por esos dos pilares fundamentales de nuestro acervo cultural como son el flamenco y los toros. Con todo lo que nos costó salir de Interior para buscar nuestro rescoldito hogareño en Cultura –nuestra humilde tierra prometida–, y no hay ni un despacho en el citado Ministerio dedicado al toreo. Ni un solo funcionario especializado en llevar los asuntos de la tauromaquia. Tampoco el flamenco dispone de un lugar propio y se hunde asfixiado entre el tropel de manifestaciones musicales que lo desplazan y marginan.
Que por culpa de estos capitostes de la insensibilidad, la mala gestión, la censura y la inepcia, el flamenco y el toreo yazcan desvencijados y humillados de polvo en el desván de las antiguallas y los juguetes rotos, de los cachivaches y los trastos inútiles, es –como bien decía Curro– toda una derrota de la Cultura. No puede concebirse de otra forma, pues el abandono –dejándolas morir– de estas dos maneras de sentir y crear de nuestro pueblo, de estas dos manifestaciones dramáticas, desgarradas, hondas y palpitantes de nuestras bellas artes, suponen una mengua, un empequeñecimiento de la Cultura, una depredación, un robo, una amputación de dos de sus facetas y esplendores más genuinos y raciales, y eso no supone otra cosa para la Cultura que una triste, irreversible y dolorosa derrota.
Que la guitarra haga llorar a los sueños, como apuntaba Lorca en su poema “Las seis cuerdas”, o que un quejío salido de la tierra nos arañe la memoria y la vida dejándonos desnudos, a campo traviesa, ante el llanto sin lágrimas del hombre; que las fatigas que nos pueblan por dentro se estremezcan gozosas en el sonido oscuro de un corazón herido; que te canten poemas con la sangre ahíta de tinieblas y toquen a rebato seguiriyas, soleares, martinetes, deblas y malagueñas para ponerte los sentidos de punta y en el pecho una losa doliente, son tragos de un vino demasiado áspero para tomarlo a broma o arrojarlo sin más en un rincón. Repárese que con él, con este vino espeso del flamenco más jondo, postergan y desprecian un bastión importante del alma de este pueblo.
Igual ocurre con el toreo. Que un capote se desperece, al mágico latido del instante, prendiendo entre sus alas de lenta parsimonia la fogosa embestida de un furor desatado, o que con un trozo de tela roja como la sangre empape la bravura hasta dejarla dócil; que los alamares tomen forma, cadencia, dibujo y dancen bracialzados, citando a cuerpo limpio para prender en la muerte un par de banderillas; que una vez queda sola, cara y cruz, la moneda en el último tercio y la música callada se hace dueña de la luz y la sombra y se recitan cantes y oraciones por naturales, redondos, estatuarios, pases de pecho, ayudados por bajo, molinetes, hasta dejar cuadrado al luto astado para arrancarse en corto y por derecho a matar o morir sin concesiones, son verdades profundas, medulares, de extrema moralidad y fundamento, como para que se arrinconen y desdeñen tal que fueran banales mojigangas.
Con cuántos sordos se tropieza el flamenco y con cuántos ciegos el toreo en ese Ministerio llamado de Cultura, que no escucha ni mira ni sabe de cipreses ni de angustias. Ni de esas malas brasas, que achicharran los sueños y las almas. Hay mucha noche y mucho sacrificio, mucho dolor y muerte y sufrimiento ocultos tras los pliegues de una capa torera o del grito terrible de un cantaor traspasado por el puñal del duende. Hay mucha historia, mucho desvalimiento, muchas copas de lágrimas apuradas al compás del silencio en el camino amargo –una cuesta de siglos– del cante y el toreo, como para no exigir hacia ellos el máximo respeto.
Los sonidos negros de estos dos troncos de cultura se mecen en una verónica de Curro Puya o en una seguiriya de Manuel Torre, en el poderío claro de una malagueña de Chacón o unos doblones de Domingo Ortega, en la entrega valiente de un fandango alosnero de Toronjo o el natural señor de Manolete, en la musicalidad más exquisita de una bulería de Camarón o en la pureza de José Tomás, en el señorío de Pepe Marchena o en el crujir torero de Antonio Ordóñez, en el duende sangrante de Silverio o en la estocada recibiendo de Manuel Domínguez, en la gracia flamenca del Beni o la que derramaba la capa de Chicuelo, en el dominio métrico de Antonio Mairena o en la sabiduría de Joselito, en la jocundia de Pericón de Cádiz o en la alegría rondeña del Niño de la Palma, en el patetismo de Agujetas o el que transfiguraba a Juan Belmonte, en la casta jornalera de Meneses o en el parco misticismo de Chamaco; en el oscuro plañir de Chocolate o en el claro silogismo de Camino, en la ferocidad electrizante de Terremoto o la que El Cordobés trajo a la Fiesta para comerse el mundo, en la serena maestría de Fosforito o en el magistral acento castellano de El Viti, en la herencia inmemorial de Juan Talega o en la imperturbabilidad de Litri, en la desgarradura de Caracol o en el temple gitano –sin serlo– de Curro Romero…
Interminable sería la doble lista, pletórica de nombres insignes, pues esa capacidad para transformar el dolor en cultura ha ido pasando de generación en generación, de garganta en garganta, de muñeca en muñeca. Cuando le preguntaron al gran cantaor de Alcalá de Guadaira, Manolito el de María, por qué cantaba, el viejo gitano fusiló su respuesta como una sentencia: “Porque me acuerdo de lo que he vivido.” Esa memoria, cimiento de una creación artística, es la memoria de un individuo, pero también de un pueblo. Igualmente la poseen los toreros porque el toreo asimismo se lleva en la masa de la sangre y unos y otros –cantaores y espadas– han transitado por las peores fatigas, se han curtido en territorio hostil, conocen los mordiscos de la soledad y han padecido la afrenta del desprecio. Y es el milagro, que de esta simiente, tan dura, tan ingrata, han conseguido levantar dos templos del arte más auténtico, nidal ambos de la belleza más dramática y sobrecogedora. (Eso sí, aunque parientes, cada uno por su lado, porque esa invasión de cantaores espontáneos en las plazas de toros, además de resultar un emplasto inoportuno, cateto e insufrible, debería estar contemplada como delito en el Código Penal).
En cualquier caso, insistamos: los toros y el flamenco constituyen dos fuentes artísticas vitales de extraordinaria magnitud. Y sus artífices son los toreros y cantaores, que se dan por entero –salpicados de sangre y de penas: salpicados de vida– a la tarea de buscar la llave del corazón de la belleza enriqueciendo –sí, enriqueciendo–la cultura culta con su cultura popular. ¡Cómo para que vengan ahora cuatro pijosprogres, alguno con galones de vicepresidente y otra de ministra, y todos con sus pagas pornográficas, a poner en cuestión su condición de artistas! Pero esto es lo que hay. Estamos en manos de un progresismo puritano que parece mirarse en el espejo de la mayoría de la generación del 98, cuyos prejuicios antiflamencos y antitaurinos les condujo a cargar en la factura de ambas artes prácticamente toda la culpa de los males de España.
Estos de hoy, se las dan de ilustrados, pero en materia taurina y flamenca no dejan de ser unos perfectos analfabetos. Sin embargo, en vez de despojarse de su soberbia altanería y sus huecas ínfulas de modernidad, para acceder con humildad a aprender algo del toro y del cante a través de nuestra cultura –les guste o no, el toreo y el flamenco son cosas de España y tienen una larga historia–, arremeten contra ambos como si por brindar una mueca de repugnancia a los toros y al cante, consiguieran ese prurito de refinamiento, intelectualidad y modernez que los afianzara en la moda homologada del hombre siglo XXI.
Tales censores beatos proliferan –los hay hasta en el Gobierno, manejando los hilos y las redes en su afán de acabar con el toreo y dejar morir de inanición al flamenco– y son los que están derrotando a la Cultura; derrota que se consumará como no tomemos clara conciencia de ello –Curro lo ha visto con agudeza– y pongamos todos los medios a nuestro alcance para impedirlo
Muy buen artículo, Santi, un abrazo
ResponderEliminar