sábado, 7 de noviembre de 2020

FRASES (TAURINAS) PARA PENSAR


POR SANTI ORTIZ.

El toreo es un cosmos donde cada cual cumple una función especificada a priori en las reglas de su arte. En el ruedo todo debe ser orden a pesar del caos que el toro trae consigo; el caos debe quedarse para la capea.

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Al toro, el hombre que lo cría para su lidia y muerte en el ruedo, le da un nombre. Le dota con ello de una individualidad de la que carece el resto de animales no domesticados, lo convierte en un individuo, algo inmenso que comienza y acaba en sí mismo.

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Al toro se le distingue, pues, con un nombre propio que le eleva al rango de sujeto único e irrepetible. Del plano puramente biológico se le lleva así a una dimensión simbólica superior. Este comportamiento ganadero debe entenderse como categórica muestra de respeto hacia el animal que cría y ama, y representa un proceder antagónico al que degradaba al hombre a simple cosa cuando prisionero en el campo de concentración se le identificaba por un simple número marcado a fuego sobre su piel.

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El toreo conserva íntegro la dignidad de la forma y la actitud solemne de su ceremonial.

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Esa naturalidad y apostura del torero ante el peligro y la muerte de las astas nos impresionan como contraste del comportamiento natural ante las mismas situaciones del común de los hombres. ¡Ahí precisamente es donde el torero contradice a la naturaleza!

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El deseo de torear surge de un misterio del alma, de la necesidad de aquietar un desasosiego interior nacido de lo más arcano de la condición humana. Para el torero torear es eso: una necesidad. Una necesidad mucho más profunda que un simple alarde de valor o una demostración de la capacidad de destreza.

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La chicuelina nació hija de la intuición y el sentimiento, sin que medie idea previa de su realización ni el mínimo auxilio del conocimiento. Esto que acabamos de decir posee manifiesta importancia en relación con la manera en que el toreo, como “arte en peligro”, matiza lo que la Estética entiende por proceso de creación artística, ya que prescinde de una de las etapas capitales en que esta disciplina suele diseccionar la secuencia que desemboca en la obra de arte; a saber: inspiración, conocimiento y sentimiento.

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He visto a muchos hombres empeñar su palabra y a muy pocos cumplirla; mas no he visto a ninguno empeñar su silencio, como José Tomás, y cumplirlo después con sin par elocuencia ante los toros.

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En el toreo hay funciones defensivas (para librarse del toro), ofensivas (para atacar al toro) y creativas (para expresar el sentimiento estético frente al toro).

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El toreo del nuevo José Tomás reaparecido en 2007 evoca una dulce –pero decidida– voluntad de liberarse de cualquier atadura del entorno, de independizarse radicalmente de la condición del toro al que se enfrenta, de lograr anteponer el simbolismo y la metáfora que el toreo real encierra al toreo particular y objetivo que en dicho momento está ejecutando.

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Si la evolución pictórica puede sintetizarse afirmando que primeramente se pintan cosas; luego, sensaciones, y, por último, ideas, podríamos establecer cierto paralelismo con el devenir taurómaco señalando que si en un principio el toreo estuvo regido por la emoción del riesgo y que a ésta se le sumó, con el tiempo, la emoción estética, ahora, el nuevo José Tomás une a ambas un universo metafísico que impacta sobre la pura racionalidad.

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En el nuevo José Tomás existe una faceta de su toreo que es invisible para nosotros, pero que nuestro intelecto percibe claramente. Hay, pues, una componente intelectual en su forma de torear; en ella reside el metalenguaje de su toreo.

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El toreo, que primeramente había sido una ocultación –desde su inicio, ocultación del miedo torero ante las astas, y, después, ocultación del caos mediante la técnica que va reglando pautas de comportamiento–, a partir de que Belmonte lo convierte en una gimnasia espiritual, se vuelve también revelación: la del sentimiento que late en el alma del artista.

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Si en sus orígenes, lo que prestaba coherencia de conjunto al toreo de muleta era la estocada, de la que aquel se revelaba simple preparación; la ligazón posterior de los pases presta una nueva coherencia al toreo: el postulado racional de la unificación que pone fin a la primacía individualista del muletazo, porque a partir de ella los pases no tienen interés en sí mismos, sino como eslabones de una unidad más compleja –la tanda– y, por tanto, de rango superior.

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Cuando Chicuelo ante “Corchaíto” encadena los pases naturales o cuando, posteriormente, Manolete eleva el verbo “ligar” a cuarto canon del toreo, los públicos perciben un fenómeno nuevo: sobre las formas analíticas de los pases cae, imperativa, la forma sintética de la tanda, de la composición, que no es forma visible de objeto, sino puro esquema racional.

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Correr los toros es correr el riesgo. He aquí la semilla de la aventura que da a luz al toreo.

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En el acto de torear se oponen dos contrarios: el apetito de ejecutarlo y el temor del peligro que ocasiona. El torero es un hombre cuyo estado de ánimo habitual no encuentra en el riesgo de enfrentarse al toro motivo suficiente para evitarlo; antes al contrario, entristece, se inquieta e incomoda si pasa largo tiempo sin poder jugarse la vida ante las astas.

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El ánimo torero, pletórico de apetito vital, se bebe la existencia a tragantones sin que el dolor y el riesgo que conlleva lo haga pestañear.

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Un torero progresa en el toreo si gana independencia respecto a la incertidumbre de la Fiesta.

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La selección cultural del toreo es un filtro que deja pasar las innovaciones que favorecen la independencia de alguna clase de individualidad (torero, ganadero,…) respecto de la incertidumbre del entorno (de la Fiesta).

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Para el torero, la incertidumbre del entorno abarca distintas escalas de tiempo. La incertidumbre más próxima e inmediata es la que supone el par de toros de cada corrida. Existe otra que abarca la temporada y concierne a contratos, plazas, dinero, categoría, cornadas, etc., y viene reflejada como un resumen global de la misma. Por último, la más larga, nos va contando la evolución del torero a través de distintas temporadas. La respuesta a esta última es la que sitúa al torero en la historia y la que le asigna su techo artístico. Cada una de dichas incertidumbres contribuye a la valoración del progreso puntual y evolutivo del torero.

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Escuchando al ganadero Fernando Cuadri hablar del canario rizado del norte, del rizado del sur, de la variedad blanca que él ha conseguido genéticamente y de todo el mundo que se mueve en torno a la cría del canario y a sus competiciones, donde jueces de Holanda y de Francia vienen a evaluar las numerosas características que se contemplan, o con la cría de gallinas enanas, de la que también participa, me doy cuenta de cuántos mundos invisibles conviven con nosotros sin ni siquiera tener la más remota idea de que existen y son contemporáneos nuestros.

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Parafraseando a Freud, el antitaurinismo se me antoja uno de esos “atrevidos intentos con vistas a asegurar un dominio sobre el mundo exterior de las apariencias por parte del mundo interno de los deseos”.

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Los antitaurinos abolicionistas no dejan de ser una nueva especie de inquisidores, aunque ellos no se den cuenta.

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En este tiempo de reformas tocante a lo taurino, se me viene a la mente aquellas frases que Machado ponía en boca de su Juan de Mairena advirtiendo a los reformadores de oficio: que no basta renovar para mejorar y que no hay nada que no sea absolutamente empeorable.

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Por ejemplo, quieren abolir el orden de lidia por grado de antigüedad. Y no dejo de preguntarme a quién beneficia tal medida. La respuesta la sé: a los toreros veteranos, que quieren durar más que un notario. Si, encima, le quitamos la incomodidad de tener que abrir plaza, poniendo a uno más nuevo por delante, y además, así se libran de tener que vérselas con otro toro en caso de cogida de un compañero, los vamos a ver haciendo el paseíllo hasta con bastón.

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Todo lo contrario de lo que necesita la Fiesta: savia nueva y aire fresco en carteles y plazas.

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Se diga lo que se diga, el discurso animalista y antitaurino ha calado entre los propios aficionados, que se plantean lo que viene llamándose “la sangre innecesaria”. Quieren para ello, entre otras medidas, dejar de contar la muerte del toro por tiempo, sustituyéndola por un número máximo de veces que el torero podría entrar a matar. En teoría, la cosa tiene su lógica; pero…, ¿y en la práctica? ¿Cómo se completa el cuadro? ¿Se imaginan un día en que no funcionen bien los estoques y los toreros se vean imposibilitados de matar los toros? ¿Qué ocurrirá?... ¿Nos eternizamos viendo salir a los cabestros y devolviendo toros al corral? ¿No sería en ese caso el remedio peor que la enfermedad? Como decía Machado: todo es manifiestamente empeorable. ¡Mucho ojo!

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¡Seguimos en la lucha!

 

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