domingo, 21 de febrero de 2021

BARCELONA, INVIERNO DE 1931

 Por Santi Ortiz

En su desvergonzada manera de fabricarse un relato que justificara su reivindicación secesionista, el nacionalismo independentista catalán no ha sentido escrúpulos a la hora de tergiversar burdamente la Historia, manipular a tal fin los libros de texto y construir toda una teleología que viniera a desembocar en la ineludible independencia de Cataluña, a guisa de la que en los libros de texto franquistas encaminaba todo lo acontecido en España, desde los iberos y celtas a Zumalacárregui, desde Viriato a Agustina de Aragón o desde Don Pelayo a Alfonso XIII, a justificar el advenimiento del glorioso Alzamiento Nacional que elevaría al caudillo Francisco Franco a Generalísimo de todos los ejércitos y a omnímodo Jefe del Estado.

Entre las mentiras con que el independentismo catalán ha pretendido distanciarse de España, figura la de sostener que las corridas de toros son algo netamente español, pero no de Cataluña. Lo malo de decir sandeces es que el pasado es terco y el fortísimo arraigo de la fiesta de los toros en esta comunidad autónoma es algo tan documentado que sólo un granuja osaría negarlo y un necio creerle.

Tomando a Barcelona de epicentro, tenemos muchas épocas adonde acudir para ilustrar su apasionada afición a los toros. Podríamos dirigirnos a los años cuarenta, con Manolete; a los cincuenta, con Chamaco; a los sesenta, con El Cordobés, y así sucesivamente hasta llegar a los fervores desatados por José Tomás. Sin embargo, voy a hacer que la máquina del tiempo remonte hasta el invierno de 1931; esto es: hace noventa años.


El ambiente taurino de la Ciudad Condal es en esos momentos tan extraordinario, que si la temporada de 1930
la Monumental estuvo celebrando festejos hasta el 16 de noviembre, el 15 de febrero de 1931 abrió otra vez sus puertas para inaugurar su nueva campaña. Vamos, que faltó poco para que una temporada se empalmara con la otra. De ahí, que a la Barcelona taurina de entonces fuera pertinente dedicarle esa coplilla que dice: “Eres la estrella del Norte/ la primerita que sale/ la última que se esconde”. Y era cierto, porque hacía sonar sus primeros clarines cuando todas las demás plazas tenían aún echado el cerrojo, y clausuraba el curso mucho después de que los demás cosos de la Península habían cerrado.

Detrás de tal proliferación de festejos, es inevitable percibir la batuta maestra de don Pedro Balañá Espinós, árbitro irreemplazable del cotarro taurino barcelonés, cuyo ingenio y sabiduría como hombre público le permitía dar en aquel tiempo tres vueltas y media al catalanista y conservador Cambó y al conde de Romanones juntos. ¡Qué lástima que no podamos gozar hoy de su habilidad y perspicacia empresarial! Estoy convencido de que, con él al frente, la Monumental de Barcelona ya habría vuelto a dar toros, pese a todos los rufianes y sin necesidad de llevar la Legión como chuleaba hace una década el impresentable Joan Tardá.

Con Balañá se daban por aquellos años en Barcelona más corridas que en cualquier otra localidad, actuaban las principales figuras del toreo muchísimas más veces que en parte alguna y cuando, al abrir la campaña de 1931 con una novillada a base de los aztecas Carnicerito de México y Luciano Contreras, y el debutante de la Isla, Leopoldo Blanco, y pese a soportar un frío polar, se cifraban en 18.000 los espectadores que había en el coso, no era descabellado hablar de la supremacía de la afición barcelonesa sobre las del resto de España.

El ambiente ya venía caldeado de las postrimerías de la temporada
anterior, con las cuatro novilladas que torearon
Carnicerito de México y Domingo Ortega. Se presentaron ambos el mismo día –26 de octubre– en un improvisado mano a mano ya que en el cartel también figuraba Luciano Contreras, que por sufrir una pertinaz lesión en un pie no pudo torear. Los novillos de Terrones –y el remiendo de Villarroel– colaboraron y la tarde fue apoteósica. Los debutantes les cortaron las orejas y los rabos… ¡a los seis astados! y fueron sacados en hombros entre el entusiasmo general. ¡Como para cortar la temporada! Y el domingo siguiente –2 de noviembre–, ahora sí anunciados mano a mano desde el primer momento, tornaron a hacer el paseíllo los dos triunfadores con la meteorología en contra. Llovió el sábado, llovió el domingo por la mañana y al mediodía, con la gente haciendo cola en las taquillas; llovió durante el apartado y continuó lloviendo hasta dos horas antes del comienzo; mas cuando se abrió el portón de cuadrillas no quedaba en taquillas ni una entrada por vender. De nuevo, asombró el valor del mexicano, que resultó lesionado y sólo pudo estoquear dos toros, y la majestad, el temple y suavidad de Domingo Ortega, que apuntaba a torero caro, muy caro. Mató cuatro toros y se llevó seis orejas y tres rabos, mientras que Carnicerito obtuvo los máximos trofeos en los dos que estoqueó. Como ven, otra novillada memorable y dos toreros a los que no se podía dejar de repetir. A ello se puso don Pedro, y una semana más tarde hacían ambos muchachos su tercer paseíllo, acompañados esta vez por El Niño de la Brocha –que sustituía al lesionado Contreras–, con otro llenazo imponente, un nuevo “No hay billetes” en taquillas y la reventa luciendo una sonrisa de oreja a oreja. Esta vez, los que se pusieron a la contra fueron los mansos salmantinos de don Gabriel González, empeñados en dar al traste con la tarde, cosa que no consiguieron dada la voluntad y afición de la terna actuante. Carnicerito supo mantener su cartel de torero pundonoroso y temerario, llevando la emoción a los tendidos en no pocas ocasiones, mientras Domingo Ortega robustecía su cartel. Volvió a triunfar el de Borox y esta vez con mayor trascendencia porque con los bueyes cobardones, de lidia incierta, que le correspondieron, evidenció que a su magnífico estilo unía un poderío digno de asombro. Esta vez, la presidencia no quiso otorgar las orejas que insistentemente demandaba el respetable, lo cual no menguó un ápice la rotundidad de su éxito. De hecho, anunciado el domingo siguiente con Carnicerito y Luciano Contreras, que por fin pudo debutar, volvió a ponerse el cartel de “No hay billetes”, mientras más de mil personas se daban a todos los demonios por quedarse en la calle sin entrada. De los que entraron, nadie salió defraudado. Si Carnicerito volvió a asustar con su toreo temerario, Ortega completó el cuadro de su sapiencia y poderío. Habiéndosele visto triunfar con astados bravos y nobles, con los de genio y temperamento excesivos y con los mansos difíciles y con nervio de la novillada anterior, esta vez demostró que sabía consentirles y tirar de los toros quedados, aplomados, hasta lograr el lucimiento que consiguió. Sería ésta su despedida de novillero en Barcelona, la plaza que lo catapultó a la fama, después de sus cuatro actuaciones, a las que llegó con tan sólo tres novilladas picadas toreadas; la plaza a la que, ahora sí, dio don Pedro permiso para un breve descanso, sin que su magín dejara de elucubrar el modo y la forma de traerse el doctorado del torero borojeño a la Monumental –Domingo Dominguín, su apoderado, ya lo veía capacitado para saltar de escalafón– a principios de la siguiente temporada.

Por un lado Toledo y por otro Valencia, pujaban por llevarse a sus feudos respectivos el acontecimiento, pero era muy difícil ganarle la partida al empresario de Sants, que al final fue quien acabó llevándose el gato al agua. Y después de tres novilladas, en dos de las cuales volvió a repetir Carnicerito de México, la Monumental anunció para el 8 de marzo –cuarto festejo de la temporada– su primera corrida de toros de 1931; corrida en la que Domingo Ortega sería investido doctor en tauromaquia. Lo apadrinó –con Vicente Barrera dando fe– Gitanillo de Triana, autor de la verónica con más duende y templado misterio de toda la historia del toreo, 84 días antes de que el graciliano “Fandanguero” lo hiriera mortalmente en Madrid.

La alternativa de Ortega supuso la confirmación del torero grande que había mostrado ser en las novilladas. Su éxito fue mayúsculo tanto por su tirón taquillero –taurinos y aficionados de toda España acudieron a verle, la plaza se llenó y si no se puso el “No hay billetes” (hubo algún clarito en la andanada de sombra) fue por el altísimo precio de las localidades–, como en el plano puramente artístico. La duda de si era capaz de hacerle a los toros lo que le había hecho a los novillos quedó despejada satisfactoriamente ya en el astado de la ceremonia, “Valenciano” de nombre, número 43; un buen mozo, cárdeno y bizco del izquierdo, con el pial de Albaserrada –entonces en poder de don José Bueno– como todos sus hermanos, que salió venciéndose por el pitón derecho y llegó incierto a la muleta, para encontrarse con una serie de ayudados por bajo, de pausado trazo y alto dominio, que lo hizo doblar y someterse. Ortega –blanco y oro– sacaba a relucir su látigo de seda. Faena sobria e inteligente, más propia de torero cuajado que de neófito, rubricada con un estoconazo que tiró al toro patas arriba y puso en sus manos la primera oreja de su andadura como matador de toros. Pero la faena cumbre vendría en el sexto, que brindó a Celia Gámez. Su labor, desde el quite por fregolinas hasta los ayudados finales rodilla en tierra, enloqueció a la plaza. Lástima que con la espada no estuviera certero, no obstante, la Monumental, satisfecha, había dado su inquebrantable veredicto: ¡Torero habemus!


Aún iban desfilando los espectadores rezagados, cuando en las paredes de la Monumental ya aparecían engrudados los carteles que para el domingo siguiente –15 de marzo– anunciaban la segunda corrida de toros del año: ocho astados de don Vicente Muriel, para Vicente Barrera, Jesús Solórzano, Manolo Bienvenida y la repetición de Domingo Ortega. Como era costumbre, Barcelona, sustentada en la solidez de su magnífica afición y en el interés suscitado por el torero toledano, no paraba. Si los cenutrios del independentismo y de la libertad de expresión selectiva –reivindicada para el rapero Hasél; negada para la foto de Juan José Padilla de World Press y el mural del Morante daliniano– tuvieran una mínima idea de la historia taurina de su tierra, no caerían en el ridículo que caen al negar las realidades que niegan.

Aquel domingo, sin embargo, la corrida hubo de suspenderse. Zeus metió el tiempo en agua y llovió sobre Barcelona toda la semana, obligando a Balañá a trasladar el festejo al día de San José y a modificar el cuarteto de matadores, ya que Armillita Chico vino a parchear el nombre de Barrera, que dicho día toreaba en Valencia, plaza donde la víspera había debutado Ortega para poner de acuerdo a Tirios y Troyanos y llevarse en el esportón las cuatro orejas y los dos rabos de sus enemigos.

En cualquier caso, la corrida de la Monumental parecía estar gafada, pues, si el día del festejo Zeus concedió un descanso con amenaza de diluvio, envió en su lugar a Eolo que liberó todos los vientos que había en sus dominios. Huracanados fueron los que pusieron a los toreros en un peligrosísimo compromiso agravado por la condición de algunos toros de Muriel, sobre todo el que cerró plaza, que venía a quitarle a Ortega el dinero de la temporada. Más que contra viento y marea, fue contra el viento y el frío siberiano, que tuvo la Empresa que dar la corrida, esta vez con menos actividad en taquillas de la deseada, dada la adversidad de las condiciones meteorológicas. La tarde fue para Armillita, que le cortó las orejas al quinto, toreando al viento, al toro y al frío, y para su compatriota Solórzano fue la cornada. Manolito Bienvenida sufrió las “inclemencias” del público y Domingo Ortega, sereno toda la tarde, puso de manifiesto poseer cabeza y oficio para navegar con soltura en la nueva categoría. Macheteó con casta y poderío a su primero, que le hirió en la frente, para tumbarlo de una gran estocada. Con el otro, salir por su pie de la plaza era un triunfo y eso hizo.

Con este festejo, se nos acabó el invierno, pues dos días después florecería la primavera que, en lo político y social, nos traería la República, y en lo taurino, metería de lleno a la temporada en materia. Pero, como diría Rudyard Kipling, eso ya es otra historia.

1 comentario:

  1. Extraordinario el artículo, no me canso de leerlo, y tal como lo cuentas parece que son acontecimientos que has vivido hace una semana.

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