Por Santi Ortiz
“¡Puente de Triana,/ yo he visto un lucero muerto/ que se lo llevaba el agua!”
Un hombre
que escribe versos como estos no puede tener sensibilidad menguada ni sentir indolencia
ante el contrato que todos firmamos al nacer y nos pasan al cobro al final del
camino. Tal vez por eso, pidió que lo enterraran con su reloj en marcha, para
que su tictac le acompañase en el oscuro silencio de la nada.
Un
día le faltaba para cumplir trece años cuando se dio de cara con la muerte por
primera vez; una muerte multitudinaria que echó a la calle a una Sevilla
doliente y conmovida, herida en su enlutado corazón, por la pérdida del más
querido de sus hijos; el hijo que ahora acompañaba en el postrer paseo que lo
llevaba de la estación de Córdoba al cementerio de San Fernando. Más de cien
mil personas y un mar de lágrimas se sumaron a este último homenaje a Manuel
García, El Espartero, muerto en la plaza de Madrid por el miura “Perdigón”,
tres fechas antes, e ídolo queridísimo de la afición y el pueblo de Sevilla.
Entre la muchedumbre estaba él, con los ojos anegados de asombro y de curiosidad, viendo pasar el féretro que en su interior portaba 28 años de vida truncada por el fatal destino que los toros llevan en los pitones, para desmentir que el toreo sea tortura, como afirman los advenedizos que no saben de toros ni de hombres.
En
la memoria de ese chiquillo, quedaría tatuada la imagen de aquel momento
impresionante, que, pasados los años inspiraría su pluma con otros versos
inmortales: “Negras gualdrapas llevaban/ los ocho caballos negros;/ negros son
sus atalajes/ y negros son sus plumeros./ De negro los mayorales/ y en la fusta
un lazo negro. ]…[ Ocho caballos llevaba/ el coche del Espartero.”
El
poema, forma parte del libro “Romances del 800”, firmado por Fernando Villalón
Daoiz y Halcón, que heredaría de su padre el título de conde de Miraflores de
los Ángeles, aunque nació divorciado del refinamiento de la aristocracia y
aquerenciado a la intemperie de los grandes espacios, al caballo, la garrocha y
los toros.
Vino al mundo en Sevilla, pero su vida transcurrió en Morón, que le dedicó una calle de empinada cuesta, peinada en una doble escalinata, con medianera de geranios, rosas y otras flores, presidida en su extremo inferior por un murete de azulejos que recreaba fragmentos de sus poemas y ante el que a mí me gustaba pararme para gozar de su lectura, durante el año que viví allí.
Mucho más tarde, en la popular plaza del Polvorón, su pueblo le levantaría un monumento que haría bronce una célebre foto, donde Fernando, sombrero alado y garrocha descansada, montaba la escultórica representación de “Clavileño”, aquel caballo suyo, del hierro de Parladé, que pasó en su tiempo por ser el mejor que corría las reses en los tentaderos a campo abierto de Andalucía y que él reventó en un tentadero de Miura, haciéndolo acosar becerros dos días sin relevo. “Mi caballo se ha cansado –escribiría luego–,/ mi caballo el marismeño,/ que no le teme a los toros/ ni a los jinetes de acero.”
Al
decir de los que lo conocieron, Fernando era una fuerza de la naturaleza.
Cuando entraba –mejor decir, irrumpía– en la casa de sus padres; una de esas
mansiones sosegadas, mecidas en penumbras y silencios, era como si pasase un
torbellino, una torre de humanidad dando zancadas que ponían a vibrar los
maceteros y las figuritas que adornaban estantes y repisas, y un vozarrón que
hacía añicos el recogimiento de la estancia. Sus piernas arqueadas parecían
reservar un espacio al ausente caballo, y aquellas manos suyas, capaces de
escribir los poemas más sensibles, asemejaban mazas curtidas en el trato con las
bridas y riendas, y encalladas por el manejo de aquellas garrochas de majagua
con las que acosaba o conducía el ganado.
Volviendo a aquel chiquillo que asistía atónito al entierro del
Espartero, no podía saber que, el día antes, en la conducción del cadáver del
malogrado espada por las calles de Madrid, una de las cintas que partían del
mismo féretro que él contemplaba ahora, era portada, en representación de los
ganaderos andaluces, por don José Antonio Adalid, el mismo que, diez años
después; esto es: en 1904, iba a venderle parte de su ganadería para que
hiciera sus primeros pinitos como criador de reses bravas.
El
ganado adquirido por Villalón procedía en origen del conde de Vistahermosa, a
través del lote que, a su muerte, adquirió don Juan Domínguez Ortiz, más
conocido por el Barbero de Utrera; ganadería que fue heredada por su yerno don
José Arias de Saavedra, quien la vendió a don Ildefonso Núñez de Prado, siendo
dividida, a su fallecimiento, entre sus descendientes, uno de cuyos lotes fue
enajenado al ya mentado don José Antonio Adalid.
Dice la leyenda, que Fernando Villalón quería engendrar toros con los
ojos verdes, algo que desmiente su primo, el académico y escritor Manuel
Halcón, en el libro de su autoría “Recuerdos de Fernando Villalón”. En
cualquier caso, sea o no cierto lo dicho, la verdad es que Fernando fracasó
como ganadero, sobre todo por querer buscar un tipo de toro que iba a
contracorriente del curso que, a partir de Belmonte, había tomado el toreo. Hombre
indómito, explosivo, jinete de acero, duro con las espuelas y cultivador de un
arte ingrato y difícil como es el de la autenticidad sin fisuras, quería reses –tal
vez, afines a su carácter– con fiereza, que no permitiesen al torero hacer
ninguna monería con ellas. Nada de cogerles el pitón ni ninguna otra suerte de
humillación. Había que volver a los viejos tiempos de antes del Guerra. Así,
rumiando su fracaso y ante el asco que a sus toros les hacían los toreros, se
consolaba diciendo: “Me basta con saber que Curro Cúchares los hubiera
preferido”. Suposición con la que, por lo que uno sabe de Cúchares y del
comportamiento de los toros de Villalón, me cuesta trabajo estar de acuerdo.
Lo
que no ofrece dudas es que Joselito y Belmonte no los querían. El menor de los
Gallos, quizá por mediación de Ignacio Sánchez Mejías, por entonces
banderillero suyo y buen amigo del ganadero, más de una vez tomó, en compañía
de Ignacio, la canoa de las Obras del Puerto, para desembarcar en La Ciñuela,
finca próxima a Lebrija y ribereña del Guadalquivir, donde Fernando hacía los
tentaderos, para participar en ellos; pero en toda su carrera sólo le mató
cuatro corridas de toros: la primera, el 9 de septiembre de 1913, mano a mano
con Limeño, en Alcázar de San Juan, y la última justo cuatro años más tarde, en
la inauguración de la plaza de Albacete, alternando con Gaona y Saleri. De ese
día, y dada la mansedumbre del encierro, data el comentario de uno de los
peones, que, de oírlo, hubiese llevado al ganadero a subirse por las paredes:
“Antes que un toro de don Fernando, se arrancan los botones der capote de un sordao”. En cuanto a Belmonte, una sola vez se anunció con dicha
ganadería. Fue en Morón, el 18 de septiembre de 1915, formando terna con
Joselito y Alcalareño.
Tampoco aquellos reveses hacían perder al ganadero su vena socarrona y
humorística. Tras una corrida desastrosa en Cádiz –corrida que él mismo había
conducido a caballo hasta la Tacita de Plata–, envió a su padre un telegrama,
cuyo texto revela Manuel Halcón en su libro: “Corrida celebrada hoy. Tres toros
fogueados. Uno al corral. Público pide cabeza de ganadero. Dime qué hago.–
Fernando.”
En Madrid, Villalón debutó el 11 de mayo de 1913, sin tener la satisfacción de ver su nombre impreso en los carteles, ya que su corrida entró la misma mañana del festejo sustituyendo a la anunciada de Antonio Flores (antes duque de Braganza), rechazada en el reconocimiento. La torearon Minuto, Morenito de Algeciras –que resultó herido– y Chiquito de Begoña. El primer toro de su divisa que holló la arena capitalina atendió por “Dirigido”, un cárdeno bragado bien puesto de pitones, que tomó seis varas y mató dos caballos y con el que Minuto fue muy aplaudido.
Más que hacerlo en Madrid, la máxima ilusión de Fernando era lidiar sus toros en Sevilla, uno de los dos hemisferios –el otro era Cádiz– en que el ganadero dividía su mundo; el mundo donde se sentía libre y feliz. Traer sus bureles a caballo, con la tropa de cabestros y su gente de garrocha, a través de cañadas y veredas reales, cruzar de madrugada las calles de Sevilla –“Ya mis cabestros pasaron/ por el puente de Triana,/ seis toros negros en medio/ y mi novia en la ventana”, cantaría el poeta– hasta enfilar la manga que los llevara a los corrales de La Maestranza, más que una aventura, era un rasgo de orgullo; orgullo de ganadero y de caballista: “La corrida del domingo/ no se encierra sin mi jaca./ Mi jaca la marismeña,/ que por piernas tiene alas.” ¡Ay, aquellos viejos encierros! Prohibidos definitivamente en 1915, pero que aún Fernando Villalón pudo alcanzar, para gozar de toda su atmósfera romántica, de su pintoresca estampa, del paisaje nocturno embriagado de aromas de jazmín y azahares una vez pasada la Venta vieja de Eritaña y percibida la distante bienvenida de la Torre del Oro. Todo medido, preciso, sin premuras; con esa calma aprendida en la inmensidad de la marisma, donde la prisa se revela inútil. Y un silencio sólo roto por el golpear sobre el piso de cascos y pezuñas y el campero cencerreo de los bueyes. Así hasta que, a unas decenas de metros del destino, una algarabía de gritos y órdenes impelía a galopar al ganado, entre nubes de polvo, en el arreón final.
La
fama de broncos y difíciles que fueron adquiriendo sus toros tuvo la culpa de
que sólo en muy contadas ocasiones lidiara Villalón en La Maestranza; en total:
dos corridas de toros, tres novilladas picadas y un novillo que toreó Sánchez
Mejías –10 de febrero de 1918– en el festival organizado por el Club Gallito, a
beneficio del veterano banderillero Blanquito.
Su debut –29 de mayo de 1910– no se hizo con buen pie. En aquella corrida, estoqueada por Guerrerito, Gaona y Capita, el toro que abrió plaza, negro y cornalón, huía hasta de su sombra, y, aunque a la trágala aceptó cuatro varas, Guerrerito se las vio y se las deseó para sujetar al fugitivo. Algo parecido le pasó al segundo en el capote de Gaona y la crítica, tal vez pecando de benévola, calificó la corrida nada más que de regular.
La
segunda y última corrida de toros se lidió el 22 de mayo de 1913. Aquí ya la
mala fama de los astados villalonianos pasó factura, pues los tres espadas que
habían de estoquearlos –Manolo Bombita, Curro Martín Vázquez y Joselito–
presentaron parte médico y hubieron de ser sustituidos por Moreno de Alcalá,
Luis Freg y Manuel Martín Vázquez. En ella, destacaron dos toros: el quinto,
muy bravo en varas –tomó cinco, arrojó a un picador de cabeza al callejón y
mató un caballo–, y el sexto, por manso.
Menos de un mes después –primero de junio–, se estrenaba en Sevilla con
novillada. Esta vez a la mansedumbre se unió la blandura; así y todo, las reses
mandaron dos picadores a la enfermería. En cuanto a los toreros, Corcito y
Abaíto, que debutaba, estuvieron bien, mientras Redondo, tuvo una tarde
desgraciada y oyó los tres avisos en el único que toreó.
Dos años después, Fernando se deshace de lo de Adalid y compra 200 vacas
y 100 machos a don Eduardo Olea, vacada que provenía, a través de don Juan
Vázquez, del otro lote vendido por los descendientes de Núñez de Prado. Pero
aquello tampoco le daría resultado. Lo cierto es que ya no lidiaría más en
Sevilla hasta la temporada 1925, prácticamente el año antes de que, acuciado
por las deudas, le vendiera parte del ganado a Juan Belmonte –el resto fue al
matadero–, antes de meterse de lleno en la literatura.
La última vez que el nombre de Villalón apareció impreso en los carteles maestrantes fue el 5 de julio de 1925, con una novillada que estoquearon Raimundo Tato, Ruiz Vela y Martínez Vera, tarde en la que, fuera de la lidia ordinaria y con ganado de Salas, actuaron los niños del Papa Negro, Manolito y Pepito Bienvenida. Dos semanas antes, Fernando había lidiado otra en el mismo coso, que pasaportaron Corcito, Andrés Mérida y Rayito.
Lo mismo que el cazador entregó los trastos al ganadero, éste cedió los suyos al poeta. Sus tres libros de poemas: “Andalucía la Baja”, “La Toriada” y “Romances del 800”, vieron la luz en 1926, 28 y 29, respectivamente, y su más destacada obra en prosa –“Taurofilia racial”– fue escrita en 1926, aunque no sería publicada, ya póstumamente, hasta 1956. En esos, sus años literarios, estaba Fernando prácticamente arruinado. Llevar a la práctica sus particulares ideas sobre el toro de lidia y su afán por hallar, en su concepto mítico de Andalucía, la ubicación de Tartesos, donde el rey Gerión criaba aquellos fieros toros colorados, cuya posesión le fue arrebatada por Hércules, le habían costado la ruina. A finales de 1929, tras vender su casa de Sevilla, se fue a vivir a Madrid, con Conchita, su inseparable compañera, y allí permaneció hasta que el 8 de marzo de 1930 cerró sus ojos para siempre, cumpliéndose su voluntad –“Que me entierren con espuelas/ y el barbuquejo en la barba,/ que siempre fue un mal nacido/ quien renegó de su casta.”–, expresada en su testamento, de recibir sepultura “con ropa de campo, botas de montar y espuelas”. Y con su reloj en marcha, para que su tictac supliera el latido de su ya inerte corazón.
Muy bueno tu artículo, como siempre, pero me ha gustado especialmente el octavo párrafo que hace el retrato de Villalón ( Al decir de los que lo conocieron, Fernando era una fuerza de la naturaleza...) que podía haber sido escrito por García Márquez, buenísima tu descripción, leyéndola lo veo entrando como una tromba en su casa, Enhorabuena, ¿No te animas a escribir un libro?
ResponderEliminarUn abrazo