INICIOS DE LUNA Y PUEBLOS
Silencio. Luna llena. Una sombra cautelosa traspasa las lindes del vallado. Camina agazapada, sigilosa, como lo hubiese hecho un cazador remoto. Lleva el músculo tenso y los ojos alerta; la determinación le encaja las mandíbulas mientras avanza resuelta hacia el cerrado donde barrunta la presencia del toro. Cruje una rama seca. Un cuatreño se encampana inquieto. Silencio... Las dos de la mañana. De pronto, el fucilazo sonoro de una honda que restalla. Zumba el proyectil su curva trayectoria. Un nervioso rumor de pisadas acompaña al revuelo que la pedrada produce en la piara...
–Ahí está ya, don Antonio –cuchichea al oído del ganadero desde su escondite, Frasquito, el conocedor de la ganadería–; ese es el zagalete que me tiene en jaque de un tiempo a esta parte; ese es el condenao que cada luna remueve el ganao de un lao pa otro hasta que consigue apartar un toro pa liarse con él y torearlo con una muletiya más chica que una almeja. ¡Y que no he podío cogerlo, don Antonio!... Maldita sea su estampa, es escurridizo como una anguila.
–Tranquilo, Frasquito, que hoy no se nos escapa; para eso estamos aquí tú, yo y todo el personal del cortijo, desde los garrochistas a los manijeros. A ése esta noche le echamos el guante.
Efectivamente. No había hecho el chiquillo más que comenzar su tarea de apartado cuando los centinelas se le han venido encima haciendo infructuoso todo intento de escape.
–Ven acá, granuja –avanza hacia él un Frasquito cargado de amenazas–, que te voy a mondar el pellejo. Verás cómo te quito yo las ganas de toros pa los restos.
El mozuelo, seco como una tomiza, vislumbrando detrás del furibundo mayoral al propietario de la ganadería, implora:
–¡Don Antonio, por su madre, no permita usted que me peguen! Si vengo aquí es porque quiero ser torero.
–¿Torero tú, con esa cara que tienes de enterraó?
–Sí, don Antonio –sentencia con firmeza el muchacho–: o soy torero o me parte el corazón un toro.
Don Antonio Miura acusa en sus ojos el lacerante cabrilleo de los del torerillo. Su mirada es un pleonasmo del convencimiento que late en sus palabras. “Otro loco poseído por el gusanillo del toreo”, se dice mientras corta con un gesto el agresivo avance del mayoral. Sin poderlo evitar se le viene a la mente lo que el propio Frasquito le ha contado acerca de las correrías nocturnas del mozuelo y recuerda que el tono de enfado con que su mayoral narra sus fechorías no ha podido disimular un inequívoco trasfondo de admiración: “Ese niño maneja la muleta como los ángeles, don Antonio. Ayer se lió con el “Relicario” y lo dejó tonto; y misté, don Antonio, que el “Relicario” es pegajoso...; ahora, que más listo es él todavía pa juí: en cuanto nos endiqueló ganó er vayao y se perdió de vista”.
El hijo de don Juan Miura –aquel sombrerero fundador de la célebre divisa–, hombre irremisiblemente enamorado del campo y de la Fiesta, siente cómo le invade un sentimiento de conmiseración por aquel chiquillo y se resiste en su fuero interno a entregarlo a la guardia civil.
–Encerradle en el pajar. Que pase aquí la noche y mañana ya veremos qué hacemos con él. Pero que nadie le toque un pelo, ¿eh?
A la mañana siguiente el muchacho es conducido a la plaza de tientas donde lo esperan don Antonio y el personal de la finca. En los corrales hay encerrado un utrero. El ganadero le suelta: “Vamos a ver si de día toreas tan bien como dicen que lo haces de noche”.
Cuando el torerillo concluye su faena al ganadero no le caben dudas sobre el valor y las condiciones excepcionales que éste posee.
–A ver hijo, ¿cómo te llamas?
–Manuel García Cuesta, don Antonio.
–¿Y de dónde eres?
–De Sevilla. Mis padres poseen una espartería en la plaza de la Alfalfa.
–Pues se ha terminado eso de torear de furtivo en mi casa. Creo que puedes ser torero y, de aquí en adelante, voy a ayudarte a serlo.
De este modo comenzaba la andadura taurina de El Espartero. Inicios de aguafuerte en luna y madrugada bajo el silencio maestrante de la noche. Idénticos comienzos que pasados los años dictarán sus lecciones a Belmonte en Tablada, a El Cordobés en las dehesas de Palma del Río, al Marismeño y Paco Ojeda en la marisma sanluqueña o a tantos y tantos otros que acabaron engullidos por las sombras del anonimato.
Pero la historia de El Espartero comienza antes, concretamente a las dos de la mañana del miércoles, 18 de enero de 1865, cuando entonó el llanto de su entrada en el mundo. Lo hizo bajo el signo de capricornio, décimo del zodiaco y gobernado por Saturno, en el que los creyentes de la astrología pueden advertir cierta premonición, por ser este planeta mitológico devorador de sus hijos, habida cuenta del trágico final del recién nacido. Como a augurio puede tomarse que naciera en una época prerrevolucionaria –acababan de descubrirse en Alicante, Sevilla y Olivenza, conspiraciones militares de signo republicano–, el que luego sería auténtico revolucionario del toreo. Bautizado con el nombre de Manuel en la sevillana Iglesia Parroquial de San Marcos, su padre –natural de Fuentes de Andalucía y de oficio espartero– le aportó el García de su primer apellido, mientras Josefa, su madre, hispalense y de profesión sus labores, completaba la filiación con el Cuesta que habría de figurar como apellido materno.
Tal vez, su irrupción en la vida en plena madrugada tuviera algo que ver con la vinculación que siempre sintió hacia la noche. En su negro secreto, recorrió los caminos de sus sueños insomnes, las largas caminatas guiadas por una sola brújula: el toro; caminatas mitigadas por una borriquita inseparable, compañera de aquellas fatigas sin gloria y mudo testigo de sus furtivas aventuras lunarias. Una burrita a la que el generoso corazón de Manuel, una vez conseguida la fama y el dinero, guardó eterno agradecimiento tratándola a cuerpo de reina hasta que se murió de vieja.
Suele ponderarse, cayendo a veces en el tópico, la afición “desmedida” de los aspirantes a la gloria, de los soñadores de triunfos y palmas, de los esforzados novicios que no reparan en dificultades, peligros y zozobras, con tal de pegar un par de capotazos a una res sin importarle la edad, el peso y los pitones. Qué duda cabe de que han sido muchos los que así han pretendido abrirse camino hacia la gloria; pero es difícil encontrar alguien tan osado, tan dispuesto, tan estoico, tan entero ante los contratiempos, tan firme en su afición, tan valiente, tan duro ante los golpes y palizas, como este Manuel García Cuesta, al que el mundo del toreo conocería más tarde por el apodo de Espartero.
Cuando le “picó el gusanillo”, allá por 1881 y decidió meterse a torero, o como decía por entonces la gente de coleta: “a dejarse el pelo”, tuvo afición y coraje suficiente para echarse a la espalda cuantas dificultades le surgieron con tal de satisfacer sus insobornables ganas de torear. En primer lugar, venció la oposición paterna, con los castigos y reconvenciones que llevó aparejada, y no hubo dehesa en los alrededores de Sevilla, ni capeas pueblerinas, ni tentaderos, ni ganado bravo que fuera al matadero, que no supiera de las andanzas y fechorías del mocito de la Alfalfa. Tanto furtivismo, tantas correrías e incursiones, le habían traído, amén de cierta fama, toda una cohorte de vaqueros, mayorales, guardas forestales, mozos de matadero, gañanes, boyeros y hasta ganaderos, que, como Frasquito, el conocedor de Miura, ardían en deseos de ponerle la mano encima por ver si escarmentaba de una vez por todas. Y eso que varias veces habían sido sorprendidos él y sus compañeros de luna por los guardias rurales y conducidos a la “casilla”, que es como vulgarmente se conocía la prevención municipal. Una de estas ocasiones fue muy comentada en Sevilla.
Cierta noche, cuando lo tenían todo preparado para torear en la dehesa de Tablada y como la luna no quisiera salir, decidieron esperar las claras del amanecer para llevar a cabo su empeño. Vencidos por el sueño, se quedaron dormidos menos uno, que dejó libre su espíritu travieso, y aprovechando el letargo de sus colegas, les tiznó la cara grotescamente. Las risas y burlas mutuas que se intercambiaron al despertar quedó interrumpida al verse rodeados por los guardas de la dehesa a caballo que, sin darles tiempo a reaccionar, los amarraron de dos en dos para formar con ellos una cuerda de presos que, con las caras pintarrajeadas y los capotes al hombro, fue conducida por las calles de Sevilla hasta la “casilla” de la Alhóndiga entre la chanza de los vecinos y las puyas que éstos dirigían a los caballistas por haber detenido “a los toreros del mañana”. Gracias a las generosas gestiones de don Antonio Miura, Manuel fue puesto en libertad al día siguiente; mas no por ello desistió el mozo de sus tropelías. Entre sus preferidas, se encontraba la de apostarse con su cuadrilla en las inmediaciones del matadero público y espantar a las reses que a sus naves llevaban, para
posteriormente perseguirlas y torearlas. En una de ellas, de no mediar la fortuna, tal vez esta historia hubiese acabado antes de comenzar. Enterados de que iban a llegar al matadero una tropilla de reses bravas de la señora de Ibarra, se situaron al acecho del ganado en el prado de San Sebastián para después espantarlo y, una vez desbaratada la piara, cada torerillo se dio en perseguir una de ellas dándole igual que fuese vaca, toro, buey o becerro. En su persecución, el Espartero creyó distinguir en la oscuridad de la noche la silueta de un toro a la altura de las caballerizas de San Telmo y allí se dirigió a torearlo. En cuanto el burel sintió la presencia del intruso, se le arrancó a cuatro patas y, burlado su intento, acometió de nuevo, dándole Manuel dos o tres lances más, hasta que, orientada la res, lo encunó y volteó arrojándolo contra un árbol donde quedó semiinconsciente, aunque con la suficiente lucidez para resguardarse en la cuneta que formaban sus raíces, donde, aunque el toro hizo por él, no pudo alcanzarle. Y allí permaneció largo rato hasta que, aburrido y desorientado en medio de la oscuridad, el astado volvió la culata y reemprendió la huida.El 17 de junio de 1883, después de haber participado en todas las capeas celebradas en los alrededores de Sevilla, consigue, a través del banderillero Manuel Garroche, su íntimo amigo y compañero de fatigas, el primer contrato de su vida para matar un toro en Cazalla de la Sierra. El empresario, al ver su aspecto aniñado y lo desmedrado de su figurilla, optó por encerrarle un añojo flaco y sin defensas; pero cuando Garroche fue a los corrales y vio al “enemigo”, aconsejó a Manuel que se negase a matar aquella “mona”, porque, además de no proporcionarle honra alguna, estoquear una “babosa” como aquella era indigno de un matador escriturado. Estuvo de acuerdo Manuel y pidió al empresario sustituir la “cabra” por otro astado de mayor trapío, a lo que accedió aquel enchiquerando un señor toro conocido por su bravura por aquellos contornos y que pastaba en tierras de El Pedroso. La actuación de El Espartero fue tan del agrado de los lugareños, que se hizo imprescindible en los festejos de dicha localidad. Del mismo modo, Manuel siempre llevaría a Cazalla dentro de su corazón. La prueba es que, siendo ya famoso matador de toros y anunciado –16 de agosto de 1891– como único espada para matar cuatro toros de doña Celsa Fontfrede, tuvo la desgracia de que el primer toro le infiriera una cornada en el pecho de diez centímetros de extensión por dos de profundidad, por cuya extremidad superior tuvo salida el pitón. Desencantado, ya daba el público por finalizada la oportunidad de ver a su ídolo, cuando Manuel, uniendo a su proverbial generosidad el cariño que sentía por el primer pueblo que lo contrató y que tan bien se portó siempre con él, pidió un pañuelo para frenar la hemorragia y prosiguió la lidia, pese a las protestas de los espectadores, matando superiormente aquel toro y a los tres restantes sin volver a preocuparse del hondo taladro que llevaba en el pecho.
El Espartero agradeció siempre aquel obsequio y nunca olvidó aquellos consejos, que venían de un matador, cuyos proverbiales arranques de valor, admiró siempre. Pero el Señó Domínguez podía estar tranquilo, porque nunca lo defraudó. Es más, hubo de sentirse orgulloso cuando se enteró de que toreando en Sanlúcar de Barrameda, el 5 de julio de 1885, por caer heridos la mayor parte de los toreros y negarse los que no lo fueron a salir del callejón, tuvo Manuel que banderillear y matar toda la corrida, para agradecimiento y entusiasmo de público y empresario al que salvó de un conflicto serio. Aunque acopiaba con anterioridad mil pruebas de su arrojo y valentía, esta hazaña de Sanlúcar hubiese bastado para cimentar sólidamente su fama.
¡¡¡Épico!!!
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