Por Santi Ortiz
Que eso lo sostenga cualquier aficionadillo del tres al cuarto, no está
bien, pero puede pasar; mas que lo diga alguien que se viste de luces desde
hace tanto tiempo; alguien que pomposamente sostiene que “ser torero es una
vida muy intensa en la que continuamente estás dialogando con la muerte”, no
tiene perdón. Él, que tanto presume de ser admirador de Joselito el Gallo,
aquel dechado de afición, que vestía, pensaba y hablaba siempre en torero, no
puede manifestarse de esa forma. Joselito sería el primero en reprochárselo
porque eso no es hablar en torero, eso es hacer el chufla, algo a lo que cada
vez nos tiene más acostumbrado el patilludo de La Puebla. Parece mentira que
todo un matador de toros haga pasar como defecto –defecto que, según él, “vive”
del morbo de los espectadores– el que un hombre tenga la suficiente vergüenza
torera –¿sabe Morante lo que es eso?– para anteponer el respeto al público, el
no defraudar las expectativas, a su propia seguridad y a su instinto de
conservación. Ningún torero, José Tomás incluido, sale al ruedo a que lo coja
el toro; pero a veces, y eso lo sabe Morante igual que cualquier montera, el
triunfo se sitúa al lado de la puerta de la enfermería y hay que asumir el
riesgo de la cornada si se quiere abrir la Puerta Grande. Eso lo hacen los
toreros que pueden, los que tienen suficiente valor para ello, como el
Espartero, como Belmonte, como Manolete, como El Cordobés, como Paco Ojeda…,
como La Estatua de Galapagar o Roca Rey, entre otros. Gracias a su valor y a la
asunción del riesgo, no sólo complacieron al público, sino que hicieron
evolucionar el toreo, descubriendo secretos de los toros que, luego, otros
toreros, como Morante, se dedicaron a colonizar.
Eso que Morante critica se llama “grandeza”. Y si Morante tuviera
memoria y no se le hubiera descosido la alforja del agradecimiento perdiendo la
gratitud por el camino, en vez de desdeñar la grandeza de José Tomás,
recordaría aquel mano a mano de ambos en El Puerto de Santa María, donde
precisamente esa grandeza, esa vergüenza torera, ese respeto por la profesión,
llevó al Monstruo de Galapagar a
aguantar en el ruedo toda la corrida con dos cornadas pegadas desde el primer
toro –una en la axila y otra en un glúteo–, para no dejarle la corrida entera
al “compañero” que ahora lo critica; el mismo que mantuvo interrumpida la lidia
cerca de un cuarto de hora al tener que pasar a la enfermería “porque le
faltaba el aire”.
De
todas formas, Morante nos tiene cada vez más acostumbrados a sus salidas de
tono; aún me carcajeo recordando cuando dijo que lo de Belmonte, eso de
quedarse quieto, no tenía mérito, pues lo hacía todo el mundo, que lo difícil
era torear en movimiento, como Joselito. Que diga esto Morante, con el
trabajito que le cuesta quedarse quieto cuando un toro le mueve la oreja, es de
poca vergüenza. Y lo que cuesta enterrar las zapatillas, lo que cuesta cruzarse
o aguantar a pie firme las probaturas de los astados, lo sabemos de sobra todos
los que nos hemos puesto delante de los toros, para que venga ahora don José
Antonio a equivocar al personal. Dicen que no hay cosa peor que un ignorante
que se cree sabio por leer un solo libro. Y Morante parece haberse quedado
atrapado en el bergaminiano “El arte de birlibirloque”, feroz diatriba contra
Belmonte y apología de Joselito, obra que el propio autor refuta implícitamente
en otra –“La música callada del toreo”–, donde le hace la debida justicia al
Pasmo de Triana, al que califica de “excepcionalísimo y extraordinario torero.”
En
fin, dejemos a Morante con sus “morantadas” y aterricemos de lleno en el pasado,
en aquel año 1915 –segundo triunfal de la llamada Edad de Oro–, de caluroso
invierno en la meteorología taurina por apasionada subida del mercurio
partidista a la espera del primer duelo entre los dos colosos –primer mano a
mano de la historia entre José y Juan–, en una abarrotada Malagueta, para
despedir febrero con empate a uno en el casillero de orejas y decepción en el
público, dada la pequeñez y falta de remate de los bovinos de Murube que
saltaron al ruedo. Tampoco el joven talentoso, el de las facultades y la
sabiduría, se “merendó” al ignorante, al desgarbilado, al torero corto, como
auguraba el gallismo militante. Belmonte se encerró a solas con Joselito, mató
sus tres toros y nadie se comió a nadie.
Con los azahares de abril, la efervescencia subió de tono. Nunca se había dado en Sevilla tan abundante ración taurómaca. Nada menos que… ¡seis corridas de toros! Y para la hora del vermut, el aperitivo de otros dos vis a vis entre el de Gelves y el trianero: el primero con guindas de Santa Coloma, el segundo con aceitunas de Gamero Cívico, saldados ambos con la
multitudinaria salida en hombros de los dos contendientes. Y a la tercera de la pareja –21 de abril– fueron los miuras, llevando a Rafael el Gallo como telón para tomar aliento y descanso de la esforzada competencia del famoso dúo. Igual que en la miurada del año anterior, éxito mayúsculo de Juan Belmonte –malva y oro–, tanto frente al entrepelado “Regadero”, como al negro meano y listón “Cordelero”, con los que realiza dos faenas soberanas, rubricadas por sendas estocadas “de libro”. Final feliz con tres vueltas en volandas al redondel, antes de atravesar la del Príncipe y comenzar la delirante travesía del puente de Triana, a hombros de una muchedumbre cuyo fervor y entusiasmo le hizo llorar de emoción. Por su parte, José no tuvo su tarde y hubo de marcharse a la Alameda con la bandera a media asta rumiando su frustración.
Aunque todavía quedaba la corrida de Murube, la feria había acabado
virtualmente con los miuras. No obstante, tras el cierre murubeño, Belmonte fue
agasajado con un banquete por su hazaña
con los astados del Cortijo del Cuarto, en cuyo transcurso se dio
lectura a la siguiente carta: “Sr. D. Juan Belmonte. Querido amigo: de veras
lamento no acompañarte esta noche, porque mi deseo era agradecerte como
ex-torero y felicitarte como aficionado, porque gracias a ti puede seguir
llamándose la fiesta de los toros la fiesta del valor. Aquí me bebo una copa
por tu salud y porque se repita lo de
Sevilla en todas partes. Tu amigo, RICARDO TORRES, BOMBITA.” Ni que decir tiene
que la carta del “detestado” Bombita levantó ampollas en José y en todo su
gallinero, provocando una anómala segregación de bilis necesitada de un rápido
tratamiento a base de sopicaldos, tónicos y elixires mientras llegaba el impacientemente
esperado cacareo triunfal.
De
los farolillos sevillanos, las ansias de revancha joselistas se trasladaron a
la madrileña corrida de Beneficencia, anunciada para cuatro fechas después de
la miurada ferial, con ocho toros de Murube, para Vicente Pastor, Rafael el
Gallo, Joselito y Belmonte. De nuevo, las huestes gallistas tuvieron que salir
de la plaza buscando paliativos para el dolor de estómago y algo bebible para
quitarse de la boca el sabor a jabón, salpicado del “baño” que el fenómeno de
Triana le había dado a las dos fraternas y gallináceas crestas. Otra vez tocaba
tragar quina y aplazar la revancha a mejor ocasión.
A Belmonte, llegado a la Corte con la
moral en pleamar tras el éxito de Sevilla, lo único que necesitaba es que le
saliera “su” toro. Y le salió. Se corrió en cuarto lugar para que fuera lidiado
por Belmonte y Pastor (Tal vez sepan ustedes que en las corridas de ocho toros,
los matadores actuaban por parejas, rimando como los versos de una redondilla:
primero con cuarto y segundo con tercero). El de Murube atendía por
“Escondido”, llevaba marcado el número 52, era negro mulato y bragado, largo de
lomo y corto de cuerna. Seis verónicas mayúsculas, belmontinas, puras, incopiables,
pusieron al cónclave en pie. El reloj de los prodigios se había puesto en
marcha y así continuaría hasta el punto final de su estocada. Al decir de la
crítica, la faena fue una borrachera de toreo parado. Porque torear es parar,
con todas las complicaciones de templar, mandar y hacer de la gimnasia del
espíritu en que Belmonte convertía el toreo un himno heroico y gigantesco. El
mismo Juan parecía transmutar su figurilla endeble y desmedrada creciéndose
hasta alcanzar la talla de un coloso dionisiaco.
De
su labor muleteril, cabe destacar los naturales: cuatro, ligados sin solución
de continuidad; serenísimo el torero, cargando la suerte, erguido y gravitando
el peso de su cuerpo sobre la pierna de salida; naturales trazados con el
concurso de su juego de brazo y de cintura, dejando que “Escondido” rozara los
alamares de su chaquetilla para atenazar de angustia el corazón de los
espectadores. Sin embargo, no había temeridad, hay valentía, elegancia, arte. Y
es tal la sencillez de su trazo, son tan verdaderamente naturales, que más que
torear, Belmonte parece dialogar con el toro indicándole lo que debería hacer
para que el pase salga perfecto, de ahí que cada muletazo sea coronado por un
alarido de entusiasmo. Uno de esos naturales es el que ilustra la foto que
acompaña el texto. Instantánea archifamosa captada por el objetivo de
Baldomero, que se hartó de venderla a muy buen precio. Ojo al dato: la del
tamaño 50x60 cm. costaba 20 pesetas; la de 24x30, 12 ptas., y la de 18x24, un
durito. Eso cuando el ejemplar de un diario o una revista de toros costaba 5
céntimos.
De
cómo Juan ha cambiado el panorama del toreo –la faena de muleta tradicionalmente
se consideraba únicamente como algo preparatorio para la muerte–, da cuenta el
griterío del público cuando lo ve perfilarse para matar, porque quería seguir
paladeando el néctar de aquella faena memorable; faena considerada como la más
grande y completa de cuantas llevaba realizada Belmonte en Madrid hasta
entonces, incluyendo la del 2 de mayo del año anterior. Llegada la hora, el
torero se echa la escopeta a la cara y tirándose por derecho logra un volapié
en lo alto, algo tendido, que basta para que se desate el delirio. Sin embargo,
hay una sensación rara, porque nadie aplaude. ¡Claro, como que no tienen manos
para hacerlo, pues todas están ocupadas ondeando los pañuelos al viento! Oreja
indiscutible, que para Belmonte supone el más preciado galardón de su carrera
hasta ese momento. Y es cuando la alza en su mano –ahora sí–, que estalla la
ovación apoteósica.
Del toro que cerró plaza, un manso y huido que se libró del tueste por los pelos, poco hay más que
contar salvo los esfuerzos que hizo el trianero por sujetarle y el mérito de
lograrlo. En cuanto a Joselito, tuvo el de Gelves otra tarde ingrata donde no
salió de encorvamientos, pases por la cara y algunas “candonguerías de torero
malo y mucho postín” –señalaba un crítico–, salvo un buen tercio de banderillas
en el toro séptimo, que sólo sirvió para que le hiriera en lo más hondo de su
amor propio la voz de un aficionado que le gritó. “¡Qué gran banderillero para
Belmonte!”. Éste, convertido en ídolo de tabaco y oro, abandonó la plaza por la
Puerta de Madrid para ser llevado en hombros del apasionamiento popular hasta
su mismo domicilio.
Para finalizar, léanse las palabras de Paco Media Luna, director de la
revista El Toreo, en la apreciación final de su crónica: “Hablando a los que
entienden de medidas longitudinales, diremos que siendo Joselito torero largo y Belmonte torero corto, éste entusiasmará siempre más que
aquél porque es la verdad.”
¿Se entera usted, señor Morante?
¡Ah! Y en esa fecha, Manuel Chaves Nogales todavía no había publicado ni
un artículo en El Noticiero Sevillano, su primer empleo periodístico. Lo digo
para los revisionistas que gustan de afirmar que Belmonte fue en buena parte un
invento literario del que en 1935 escribiría “Juan Belmonte, matador de toros”.
Buen artículo, al leerlo casi me siento transportado a la plaza.
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