Sin llegar a adivinar el grado, algo de ese desgaste, de ese decaimiento, hizo presa en Victoriano de la Serna después de atravesar el bienio cenital de su carrera, frenándola, mustiándola, oscureciéndola. Las causas más inmediatas fueron dos: la gravísima cornada que le pegó “Manguero”, un ensabanado capirote, de Encinas, el 13 de abril de 1935 en Vista Alegre y, un año más tarde, el inicio de la Guerra Civil. La primera, no sólo tiñó de sangre el raso grosella bordado en oro que vestía el torero, sino que exigió un dilatado intervalo de tiempo para que su ánimo cicatrizara; esto es: para que a sus ilusiones le retoñaran nuevos brotes verdes; proceso que le ocupó buena parte de la temporada. La segunda paralizó la vida de todos los españoles, subordinándola a las terribles exigencias que cualquier guerra –más aún si es cainita– inscribe en el corazón de su barbarie. Aquí, Victoriano decidió cambiar el estoque por el bisturí y oficiar, por única vez en su vida, como médico, en el Hospital Alfonso Carlos, de Pamplona. No obstante, siempre que las circunstancias lo permiten corre a vestir el traje corto de los festivales.
Victoriano se retira en 1941, para volver dos años más tarde y comprobar la profunda transformación que ha sufrido la Fiesta. Ni el público ni el toro son los mismos ni la suerte de varas tiene nada que ver con aquella de antes de la guerra, que permitía tercios de quites tan maravillosos. De la mano de Manolete –con el que compartió cartel en cuatro corridas y un festival–, el toreo se ha metido por la exigente senda de la regularidad. Ya no sólo hay que estar el día y la hora prefijados en el portón de cuadrillas, sin saber si la inspiración acudiría a la cita, sino que, para estar arriba, se exige hacer faena lucida al noventa por ciento de los toros, sea cual fuere su condición.
No sé hasta qué punto, Victoriano se sintió ajeno al nuevo rumbo tomado por la Fiesta, lo cierto es que el 23 de junio de 1944, estando cenando con Domingo Ortega, después de haber matado ambos en La Línea una corrida de éste, con Miguel del Pino, experimentó uno de esos fogonazos de inspiración que habían marcado siempre las grandes decisiones de su vida, y ante la sorpresa de Domingo, pidió al camarero una botella de champán. “¿Se puede saber qué se celebra, Victoriano?” –preguntó el de Borox –“Se celebra que me retiro definitivamente de los toros. Así que vamos a brindar”– contestó el aludido. Y ya no volvió a vestirse de luces.
Su canto del cisne había tenido lugar doce fechas antes en Las Ventas, estoqueando una corrida del duque de Tovar, junto a Manolo Escudero y Rafael Albaicín. No fue aquella la tarde declinante de un rescoldo de llama, fue la constatación maciza y cierta de una genialidad que se pone el tiempo por montera y continúa surgiendo exaltada, vibrante, pletórica de vida, tremenda a veces y siempre heterodoxa. La Serna mostró al público venteño por qué su toreo ha quedado consignado como el de mayor personalidad que se conoce; tanto que apenas cupo en la plaza, tan desbordada de él por momentos que parecía ahogarse ante su figura. Como era de esperar, tuvo altibajos; pero en los altos elevó el toreo a cumbres que nadie más que él osó pisar. Esta vez descolló con la muleta, que dibujó su trazo, su rareza, su singularidad, para invadir la plaza de dramatismo, de prestancia, de un énfasis que se atropellaba por sacar de sí las suertes que se le apelotonaban en los pulsos. Cinco o seis pases fueron únicos, incopiables de entonces para siempre y tras descabellar de un modo frenético, ahogado, extraño, cortó la única oreja de la tarde. Pero no es La Serna alguien para medir con galardones normales. Como escribía El Cachetero en su crónica de El Ruedo: “Ganó las grandes ovaciones; pero yo prefiero decir que los que lo vieron no podrán olvidarlo, ni sabría si fue mejor o peor, sino que fue único.” Mejor no se puede definir a este torero indefinible.
Ha llegado la hora de hacer recuento. Victoriano de la Serna ha sido un torero reñido con la vulgaridad y las medias tintas. También con la indiferencia. El maniqueísmo le ha seguido los pasos generando seguidores incondicionales y férreos detractores; pero a nadie dejó indiferente. Se ha posado con igual majestad en abismos y cimas; ha brillado con luz propia, bien entre soles, bien entre tinieblas, y ha sido un autodidacta que ha surcado el toreo a golpes de inspiración y sentimientos, cultivando la impagable flor de la genialidad. Victoriano ha sido la heterodoxia y ha encarnado una singularidad tan acusada en el toreo, que ni creó escuela ni podía crearla. La Serna era una especie de Auróboros –la serpiente que se muerde la cola, de los egipcios–, cuyo toreo nacía y moría en él mismo, por ser radicalmente intransferible. “Sólo La Serna torea como La Serna”, afirmaba Pepe Alameda. Y aunque para otros, como Néstor Luján, fue un precursor del toreo de Manolete, estimo que la tauromaquia de La Serna se esparce y ramifica por diversos acentos. De ahí que, antes de terminar, me parezca oportuno extenderme en este punto a fin de esclarecerlo y concretarlo, comentando la serie de fotografías que a continuación se exponen:
1ª) Dominio
“Estoy harto que se me encasille única y exclusivamente como un torero artista. Cuando había que lidiar yo también he lidiado con el mejor de los oficios, lo que ocurría es que a mí no me hacía falta enseñar los tirantes para poder con los toros.”, afirmaba, quejoso, Victoriano. Y tenía razón. Para muestra, esta fotografía que funde el castigo, el dominio, con una estética de suprema elegancia. Como decía La Serna, él no tenía necesidad de forzar la figura, de “enseñar los tirantes”, para poder con los toros y dominarlos.
2ª) El toro de entonces
De nuevo, el dominio presidido por la estética en la arrogante apostura que hace girar, en torno al trincherazo, seco, mandón, a todo un señor toro, prototipo de los que salían por los chiqueros en los años treinta. La foto es de la feria de Córdoba de 1934 y el hermoso ejemplar pertenece al hierro de don Indalecio García Mateo, de procedencia Rincón. Obsérvese cómo La Serna lleva la muleta a la altura de la cara del toro para forzarlo a volver. En aquella época, muy pocos humillaban.
3ª) Precursor de Manolete
Hay una vertiente de quietud, hieratismo y elegancia, en la tauromaquia de Victoriano, precursora del toreo que, más tarde, impondría el Monstruo de Córdoba. En esta imagen, el diestro de Sepúlveda incluso adopta ese toreo casi de perfil, ajustado y solemne, que, un lustro después, se señalaría como uno de los rasgos capitales del toreo manoletino.
Dentro de su indiscutible heterodoxia, Victoriano de la Serna también supo imprimir, cuando la inspiración lo demandaba, un rancio clasicismo a suertes del toreo fundamental, como ese ayudado por bajo, abierto el compás, zapatillas asentadas, barbilla hundida en el pecho, que muestra la foto, y en el que se puede paladear el añejo regusto del toreo a dos manos.
5ª) Toreo trágico
Aquí la vertiente hierática ha desaparecido. En este molinete, arrebatado, con La Serna totalmente refundido con el toro, la mano infinitamente baja que lo obliga a humillar, al tiempo que se lo enrosca en torno a su cintura con un ajuste escalofriante, palpita el aire trágico que Juan Belmonte trajo al toreo y que solía poner en práctica en una suerte tan suya como la aquí mostrada. Como observamos, también habitaba en Victoriano ese acento de trágico dinamismo con que mostraba otra de las múltiples aristas de su compleja personalidad.
¡Tómame! ¡Aquí estoy! De rodillas, pero más altivo que torre alguna pudo soñar nunca. ¡Aquí me tienes! El pecho por delante, la decisión asomada a los ojos y la entrega absoluta nimbando mi figura. Parece que soy tuyo y, sin embargo, el que eres mío eres tú.
7ª) Traspasando fronteras
No hay límites para la imaginación del creador. Y la vena creativa de La Serna fue asombrosamente exuberante. Mimado por las musas, el torero de Sepúlveda dejó que le corrieran corazón abajo hasta las muñecas, todas las innovaciones que chisporroteaban por su imaginación calenturienta, frenética, insaciable. Como tenía valor y personalidad para ponerlas en práctica, sorprendía al público, e incluso a sí mismo, con lo que, de pronto, le surgía del espíritu. Así este cite sentado en la arena, epílogo indudable de una obra pletórica donde el artista se ha encontrado a sí mismo. Fíjense en el toro, lo dominado, lo podido que está. Es algo que me ha llamado la atención en los desplantes de La Serna o en estas suertes de final de faena. Tómenlo como una muestra más de cómo Victoriano dominaba a los toros sin necesidad de enseñar los tirantes.
8ª) La protomanoletina
Dentro del innumerable caudal de suertes inventadas –la mayoría como efímero soplo de una única tarde irrepetible– por Victoriano de la Serna, figura el pase al que, con sello senequista y solemne, pondría nombre Manolete para siempre: la manoletina. Ese adorno, de frente y por detrás con la muleta, ya lo daba Victoriano en 1932 –de entonces es la foto que reproducimos–; esto es: dos años antes de que Manolete comenzara a torear novilladas sin picadores. Hay quien opina que dicha suerte fue creada por Llapisera, dentro de su repertorio de torero bufo; pero quien la introdujo como novedad en el toreo serio fue el diestro de Sepúlveda; torero que, con el tiempo, llegaría a repudiarla al verla convertida en falsedad y abuso. Victoriano no podía admitir que un pase de adorno –como fue la manoletina para él y para Manolete– llegara a convertirse en base de una faena y, además, la adulteraran tanto.
Llegamos al final. Demasiado breve se me antoja este esbozo para perfilar tan siquiera un atisbo de la personalidad de un torero tan único, tan complejo, tan grande; un torero que, tras su retirada, quedó recluido en un hombre con una profunda vida interior; un hombre “mezcla de temperamento, ternuras y silencios”, como acertó a definirlo su yerno Vicente Zabala, el que fuera crítico taurino de ABC y padre del periodista y escritor Vicente Zabala de la Serna. Un hombre, este Victoriano, que se llevó las nostalgias a su finca “Hato de Garro”, para rumiarlas en la paz del campo, rodeado de encinas y pastizales, acariciado por los vientos nublados del invierno o curtido al calor del verano; un hombre que rebobinaría sus recuerdos dejándolos derrotar por la cuadrada arena de su plaza de tientas. En sus meditaciones, supo llevar la vida con sabia torería. Hasta que un día de mayo de 1981–aún no había cumplido 71 años–, la inspiración se le volvió horizonte.
Y apagó la luz.
Enhorabuena.
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