DE COGIDAS Y MUERTE
Viendo cómo un banderillero suyo pasaba fatigas para meterle los brazos a un toro, El Espartero se dirigió a él sugiriéndole la forma de ejecutar la suerte.
–Pero, si hago lo que me mandas –respondió el banderillero– es seguro que me coge el toro.
–Y eso, ¿qué importa? –contestó El Espartero como si tal cosa.
La respuesta no sólo es admirable, sino que sintetiza toda una filosofía de la lidia: la que El Espartero llevó a cabo desde que comenzó a vestirse de luces. En esas palabras se encierra su heroico modo de concebir el toreo. En ellas descansa su alma aventurera, el bronce sublime de sus sueños, el jugador de la ruleta rusa poniendo la vida en la balanza, pero no por un estéril afán de desafío al destino, sino para robarles a los dioses el secreto de la tauromaquia. Ante la satisfacción de lograr lo deseado, qué importa el daño, qué importa el dolor, qué importa la angustia, qué importa el martirio, qué importa morir. Dicho por otro, nos haría pensar en lo fácil que es echar a los leones al prójimo; pero con El Espartero eso no cabía. Más de ochenta caricias de los toros tatuando su cuerpo avalaban la veracidad de sus palabras, sin dejar lugar a dudas de la cantidad de veces que arrojó la moneda al albur de la suerte o la muerte, mientras tal vez pensara para sí, ¡qué importa!
Desde los orígenes del toreo a pie hasta su figura no hubo otro torero al que los toros castigaran tanto, aunque más tarde sería superado por el mexicano Luis Freg. El Espartero fue cogido con el capote, con la muleta, 27 veces al entrar a matar y en 7 ocasiones cuando preparaba la suerte que, entonces, con toda propiedad podía calificarse de suprema. Tuvo heridas de todos los tamaños y diagnósticos, pero lo más impresionante de este afrontar la cara amarga de la Fiesta es que abandonaba el lecho del dolor más animoso que antes. Volvía a caer y tornaba a levantarse, sin jamás volver la cara, sin manifestar la mínima muestra de inseguridad o miedo. Era como si las cornadas se las pegaran a otro, como si no le hicieran mella alguna. Después de sufrirlas, volvía a la cara del toro tan confiado como siempre. Sin ser un insensible, lo parecía. Sufriendo, como no tenía más remedio, no lo manifestaba. Con las carnes abiertas y los vendajes puestos, volvía a enfundarse el vestido de luces sin reserva alguna. Era un caso único, que, en este aspecto, sólo ha conocido un parangón: José Tomás; otro al que los toros pegaron fuerte y flojo y regresó de cada percance con la misma frescura, la misma quietud, la misma entrega y la misma firmeza, que antes de padecerlo.
Muchos podrían ser los lances que ilustraran la hombría de El Espartero a la hora de afrontar el dolor y mostrar su insobornable vergüenza torera, pero de todos ellos, hay uno que dejó honda impresión entre los aficionados de toda España y más aún en los testigos que lo presenciaron. Marcaba el calendario el 23 de octubre de 1892. Los carteles de La Maestranza anunciaban el único mano a mano que El Espartero y el Guerra torearían ese año en Sevilla. Para la ocasión se había elegido una corrida del duque de Veragua; ganadería que hacía su debut en el coso maestrante. Fue éste un día de debut y despedida, pues decía adiós a la plaza su empresario, don Bartolomé Muñoz –el popular Bartolo–, después de quince años consecutivos explotando dicho circo taurino. El tercer toro de la tarde –“Tesorero”, berrendo en negro y bien puesto de pitones– se puso dificultoso a la hora de entrarle a matar y en una de las veces que lo intentó Espartero fue éste cogido y derribado, resultando con una cornada en el pecho, de la que los médicos en primera instancia se reservaron el pronóstico, pero que resultaría gravísima. El hecho fue que, con la sangre empapándole visiblemente la camisa, el torero se negó a abandonar el ruedo hasta dar muerte al toro. Ignorando la magnitud de la herida, pero visto el delicado sitio en que la tenía y lo escandaloso de la sangre que de ella manaba, Guerrita y su cuadrilla se obstinaron en que Manuel se retirase a la enfermería, pero éste continuó negándose y entró de nuevo a herir dejando media estocada caída. Estaba claro que mientras su corazón continuara latiendo y sus fuerzas no le abandonaran para coger la espada y la muleta, no iba a anteponer su vida a su honra. En vista de la actitud de Espartero, mandó el presidente salir al ruedo algunos guardias municipales y agentes de la autoridad para que se llevasen por la fuerza al espada a la enfermería ya que éste se empeñaba en seguir toreando. Es entonces cuando se produjo el altercado que enzarzó a los banderilleros de Espartero y la policía, mientras el de la Alfalfa, herido como estaba, luchaba a brazo partido para que no lo retiraran del ruedo. Fue finalmente su hermano, que presenciaba la corrida en el tendido y se echó al ruedo, quien consiguió apartarlo del toro para que fuera puesto en manos de los médicos. Todavía no había abandonado El Espartero el redondel, cuando el toro doblaba sin necesidad de que Guerrita interviniera en su muerte.
Aparte de la herida en la región mamaria derecha, que le interesó la pleura, el resultado del escándalo fue un banderillero de Espartero conducido a la cárcel y la imposición al torero de una multa de 125 pesetas por parte del marqués de Esquivel, presidente del festejo. Como la sanción se consideró injusta, acordaron los amigos del diestro, en acto de protesta, abrir una suscripción voluntaria para pagar la multa, con la expresa condición de que no se admitiera ninguna donación que excediese de los cinco céntimos. Y aquí volvió a ponerse de manifiesto el amor de Sevilla por su torero, porque a los cuatro días de abrirse se tuvo que cerrar la suscripción por quedar plenamente satisfecha la cantidad. En una carta abierta enviada a la revista El Arte Taurino, El Espartero expresaba su profunda gratitud por las muestras de cariño recibidas.
Con heroicidades como la narrada, El Espartero tenía que hacer sentir a los espectadores el oscuro paso de la muerte. A influjo de su valor granítico, saltaban por los aires las losas de los sepulcros de los toreros muertos en la arena, haciendo desfilar sus fantasmas por el subconsciente de la plaza. Alumbrándola con la luz negra de su temeridad, obligaba al público a mirarse en ese espejo que refleja el tenebroso tuétano del toreo: su ineludible condición de lucha a muerte. Todo un ejército de sombras, silencios, oraciones, campanas, soledades y fuerza –difusas objeciones a la vanidad humana– parecía hallarse preso en la quietud del alma del torero. En la mirada de Manuel García brillaba un no sé qué que hacía evocar el vértigo de la tragedia, transfigurado por una melancólica serenidad de predestinado que dotaba a su figura de sublime armonía.
Llegaba El Espartero a la temporada de 1894 con 336 corridas de toros toreadas y 939 toros estoqueados, casi a una media de tres astados por tarde. Se le contrató ese año para el abono madrileño junto a Guerrita y Reverte como trío de figuras estelares. Ninguno de ellos podía imaginar ni la próxima trágica muerte del torero sevillano ni que al acaecer ésta iban a concedérseles la muleta utilizada ese día por Manuel al primero, y su montera, al segundo; impagables reliquias que habrían de reforzar aún más el imborrable recuerdo que guardarían de él sus compañeros
Dio comienzo su campaña Manuel, alternando con Guerrita y Reverte, el Domingo de Resurrección –25 de marzo–, en Madrid; plaza que iba a tratarlo con un rigor y una injusticia fuera de toda lógica, a la que se sumó parte de la crítica madrileña, que ya ese día comenzó a insinuar que debía irse del toreo. En su segunda actuación –la misma plaza y los mismos compañeros–, tuvo que ver cómo las ovaciones que premiaban sus dos faenas, eran contrarrestadas por los siseos de los detractores, que instaban al resto del público a dejar quietas las manos. Sin embargo, lejos de la hostil escenografía de la plaza madrileña, su temporada no podía ir mejor. En la Feria de Sevilla, había obtenido un sonado éxito las tres tardes –18, 19 y 20 de abril– que hizo el paseíllo, sobresaliendo en el quinto toro de Ibarra, el quinto de doña Celsa Fontfrede y el primero de Miura, donde cosechó entusiastas ovaciones y música. (Por cierto: nadie podía imaginar que esta corrida de Miura iba a ser la última de su vida en La Maestranza, pues aunque luego se anunciaría mano a mano con Jarana para el día del Corpus –tres fechas antes de su muerte–, la lluvia obligó a suspender la corrida). En Barcelona, toreó dos veces sumando otros tantos triunfos: en el mano a mano con Reverte y toros de doña Celsa, cortó la oreja de cada uno de los tres toros que mató, y eso que en aquella época el corte de oreja era un suceso insólito. Otra más se llevaría de un burel de José Clemente en su segunda actuación barcelonesa. Inauguró la plaza de Figueras haciendo doblete: la primera tarde, como único espada, mató cinco toros de cinco volapiés que hubieran firmado El Tato o Costillares, cortando la oreja de los dos primeros y siendo muy ovacionado en el resto, igual que lo sería en los dos que mató la segunda tarde. Por último, tras la suspensión de Sevilla, figuró con Mazzantini y Guerrita en las dos corridas de la feria de Córdoba, toreadas el 25 y 26 de mayo, destacando sus faenas de muleta con los toros de Ibarra en la primera y no pasando de voluntarioso con los de Barrionuevo.
Volvamos a Madrid. Como el fuerte varetazo sufrido al entrar a matar su segundo miura de Sevilla le impidió figurar en la segunda corrida del abono madrileño, no volvió a hacer el paseíllo en el coso de la carretera de Aragón hasta la sexta del abono –13 de mayo–, de nuevo con Guerrita y Reverte. Aunque Paco Media Luna reconoce en su atalaya de El Toreo que El Espartero estuvo mejor que en corridas anteriores, no duda en hacer pasar de contrabando el alijo tóxico de sus palabras –“si se repiten estos movimientos, más vale que se corte el pelo (la coleta)”– con objeto de continuar machacando sibilinamente al torero advenedizo que un día osó ponerse a matar toros sin antes realizar la travesía dictada por la tradición. En esta corrida, el destino jugó otra de sus bazas haciendo que Reverte sufriera una fractura de peroné que le mantuvo bastante tiempo apartado de los ruedos.
Los días 17 y 20 de mayo se celebran la séptima y octava corridas de abono, con la misma terna de matadores: Espartero, Guerrita y Fuentes. Entiendo que la primera de ellas resultara descorazonadora para Manuel. Con un ambiente tan adverso, no es de extrañar que se mostrara frío y apático en su primero; pero en el cuarto buscó las palmas, aunque no las encontró; antes al contrario, pese a su esfuerzo, fue despedido con pitos y frases ofensivas. Sin embargo, en la siguiente consiguió cambiar la decoración y se llevó la tarde de pitón a rabo, como reconocía Achares en su crónica de El Enano, después de unir a su consabido valor, el estoquear de modo sorprendente a “Arbolario” y “Gineto”, los dos toros de Salas que le correspondieron. En cambio, Paco Media Luna, impenitente y taimado detractor del torero, tan sólo llegaba a reconocer, y muy a regañadientes, que “si no mucho, algo hizo digno de aplausos.”
Llegamos así a la corrida fatal: la novena de abono, del domingo 27 de mayo de 1894. La decimoquinta de El Espartero aquella temporada. No negaré que el destino viniera de antemano tejiendo su red de circunstancias, tapiando puertas hasta dejar una única salida, aquella que habría de desembocar en el gran grito horrible por el que la muerte entrara a saco a llevarse el botín de su lascivia. No sabemos por qué resortes, la prevista corrida de Ibarra, sin que su nombre saliera en los carteles, cedió el puesto a la de Eduardo Miura, que no aparecía en las combinaciones. Tampoco a qué hado se debió que “Perdigón” fuese rechazado por chico en Madrid el año anterior, que permaneciera once meses pastando en los campos de Faustino Udaeta –donde incluso padreó–, que lo asignaran para esta corrida y que el ganadero dispusiera se corriese en primer lugar –aún no había sorteo– para que lo lidiase Espartero. Por otra parte, el percance de Reverte –que en principio figuraba en el cartel– hizo que ocupara su puesto Carlos Borrego, Zocato, un torero de segunda fila, designado por Reverte para que capitaneara su cuadrilla. Dado que el tercer espada era Antonio Fuentes, que sólo contaba con ocho meses de alternativa, El Espartero quedaba como única figura del cartel y sobre quien recaía el peso del mismo. Para completar el puzle, el tren de Sevilla a Madrid sufrió una avería que lo hizo permanecer media hora en Córdoba, donde debía tomarlo El Espartero y su cuadrilla, que habían toreado esa tarde en el coso de Los Tejares. Todos estos hechos, algunos aparentemente inconexos, encajan sus piezas para que el destino de Manuel García Cuesta no tuerza su designio. A la estación cordobesa, fue Guerrita, más que a despedir a su amigo Manuel, a convencerlo para que se quedara en Córdoba y no toreara al día siguiente en Madrid. A esta petición, se sumó el más tarde ganadero de bravo e íntimo amigo y seguidor infatigable de El Espartero, don Félix Urcola, quien le puso el señuelo de asistir al día siguiente a una riña de pollos ingleses, a las que Maoliyo era muy aficionado. Tanto insistieron ambos, que Manuel acabó accediendo a la pretensión de sus amigos. Pero llegó el tren averiado y con él el empresario que organizaba la corrida de Madrid, don Bartolomé Muñoz, el cual aprovechó la media hora que tardaría la locomotora en reemprender la marcha para hacerle ver al torero la ruina que le originaría de causar baja en un cartel que se mantenía gracias a él; por otra parte le advierte que si no va será duramente censurado, escarnecido y apuñalado sin piedad en su reputación por quienes esperan la mínima oportunidad de hacerle daño. Manuel lo sabe. No hace falta que nadie le recuerde el tremendo dilema en que lo han colocado sus sistemáticos detractores: o se entrega derrochando a manos llenas su vida, o será blanco de todas las injurias, denuestos y desprecios de que éstos son capaces. Tenía que torear. Y cuando el tren se pone en marcha, lleva en su interior a Espartero y Urcola, ignorante el primero de que emprende el último viaje de su vida, y fiel el segundo a su entrañable amistad.
A las cuatro de la tarde del domingo, El Espartero está acabando de vestir su terno verde y oro en la casa de su picador, Manuel Rodríguez, Cantares, como siempre que torea en Madrid. A las cuatro y media está haciendo el paseíllo y, a partir de ahí, todo se desarrolla con una espeluznante rapidez. Rompe plaza “Perdigón”, que toma cinco varas por cuatro tumbos y tres caballos muertos. Quedado, incierto y con dificultades, pone en apuros a José Roger, Valencia, y Manuel Antolín en banderillas. Instantes después, El Espartero alza su montera en brindis al señor Leopoldo Gálvez Holguín, que preside el festejo, y con su decisión característica se va a por “Perdigón”, que lo aguarda receloso y a la defensiva metida la cara entre las manos. Aquí no alumbra a Manuel la piadosa luna ni lo espera paciente su burrita ni se llena los pulmones con aromas de campo ni despliega sus sueños inocentes bajo la protectora oscuridad redonda de la noche. Todo eso está muy lejos. Aquí, a pleno sol y vestido de luces, no existe camuflaje ni el refugio de la soledad amiga. Aquí está en un juicio: el suyo. Aquí está siendo juzgado por miles de miradas que esperan el menor desliz para escupirle en la cara que no sirve, que no torea ni mata, que debe cortarse la coleta y no aparecer más por la Corte. Manuel lo sabe y está dispuesto a morir gloriosamente antes que vivir escarnecido. Pero no es eso lo que ocupa su mente cuando cubre la distancia que le separa del miura: su objetivo es vencer, alzarse victorioso sobre la fiera del tendido, como hiciera una semana antes. Y se concentra en el nexo común de la aventura, sea con luna o con sol, en la noche o la tarde: el furioso resuello del toro que lo espera, la ira respirada de la casta que lucha por su vida.
“Fresco y de cerca”, dicen las crónicas de sus primeros pases, donde “Perdigón” exhibe todos los defectos apuntados en banderillas. Lo pasa con la derecha y por alto, con cambiados y de pecho, en alguno de los cuales aguanta las coladas del miura. Junto a las tablas del 9, consigue cuadrarlo, y allí arranca a matar con coraje para pinchar en lo alto y salir enganchado por la entrepierna y volteado a gran altura sin más consecuencias que el golpe y que se le encabrite el valor. Enrabietado, con esa casta suya que ni los más enconados detractores osaron nunca poner en duda, volvió a pasarlo cinco veces y en el tendido 1, frente a la llamada Puerta de Madrid, tornó a entrarle a matar en la querencia de un caballo muerto, poniendo el corazón en la espada y la vida en el pitón del toro. La estocada es magnífica, pero sale arrollado por “Perdigón” que, una vez en el suelo, lo cornea calándolo por encima del ombligo. Una tremenda contracción sacude el cuerpo de Manuel haciéndole unir las rodillas con la barba, como si un dolor vivísimo le retorciera el cuerpo en la crispación de la última agonía. Eran las cinco menos cuarto. Dicen que, cuando lo llevaban a la enfermería, volvió la cara hacia “Perdigón”, que doblaba en aquellos momentos. Se mataron los dos, porque Manuel llegó prácticamente muerto a las manos del doctor Marcelino Fuertes, aunque éste por motivos legales y religiosos le otorgase en el parte facultativo veinte minutos más de vida.
De lo que ocurrió después, prefiero no ocuparme. En el segundo toro, ya sabía toda la plaza que Manuel había muerto, a pesar de ello, y aunque hubo personas sensibles que abandonaron el coso, el señor presidente, exhibiendo una crueldad sin entrañas, y el “respetable”, degenerado en populacho, consintieron y exigieron que continuara la corrida, aplaudiendo, pitando, vociferando, hasta que las mulillas arrastraron el último toro, sin mostrar el mínimo respeto por el hombre joven, el torero valiente, que yacía cadáver a escasos metros del ruedo, ni tener el menor miramiento hacia los que estaban vivos vestidos de torero y se les obligaba a torear en tan penosas circunstancias.
Detrás de la tragedia, quedaban unos padres desconsolados, una familia rota, un país entero –particularmente, Sevilla– conmocionado por la desgracia y una mujer que veía cómo la muerte le arrebataba el anhelo de una próxima boda. En este sentido, es curioso el nexo común que une a El Espartero con Joselito y Manolete: cuando en el horizonte cercano de sus ilusiones aparecía el contraer matrimonio con la persona amada –Joselito con Guadalupe de Pablo Romero; Manolete con Lupe Sino y Manuel con Celsa Fontfrede, la viuda de Fernando de la Concha y Sierra–, un toro vino a cruzarse en sus caminos y los sacó del mundo. También los enlazaba el hecho de que ninguno de los tres abortados casamientos fuese bien acogido por los prejuicios sociales de sus respectivas épocas.
El Espartero fue la coherencia; un fugaz resplandor adelantado del amanecer belmontino que más tarde vendría; la sencillez para llevar humilde los bronces de lo heroico; la dignidad de impedirle a la vida arrastrarse en el cieno; la honradez de afrontar su pelea sin trucos ni ventajas; la inocencia de unos sueños indómitos trasegados de la noche a la tarde, del silencio al ruido, de lo íntimo a lo público… El Espartero fue una herida abierta en el alma de la tauromaquia, que el tiempo iría suturando con puntos de leyenda hasta cicatrizarla en la memoria como pleno vestigio de inmortalidad.
Un final épico, enhorabuena
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