Por Santi Ortiz
La irracionalidad gana una nueva batalla. Desde el pasado miércoles queda terminantemente prohibido matar lobos en España. De esta forma, el lobo pasa de ser especie protegida a especie privilegiada, con todas las opciones de convertirse en plaga, gracias al desquiciado y antiecológico buenismo animalista encabezado por la Ministra de Transición Ecológica y Reto Demográfico, Teresa Rivera, defensora y auspiciadora de la irracional medida.
¿Acaso está el lobo en peligro de extinción? En la actualidad no, en absoluto. Gracias a las leyes proteccionistas que han venido amparándolo, el lobo se ha expandido por otros territorios aumentando considerablemente el número de individuos y manadas; es más, al parecer, en España tenemos, detrás de Rumanía, la cabaña más importante de lobos de Europa. Desde ese punto de vista, pues, no existía necesidad alguna de llegar a este extremo tan lesivo para los hombres y mujeres que viven de la ganadería extensiva en los territorios amenazados por el lobo.
¿Qué se consigue con esta prohibición? Dejar en total desamparo a los ganaderos afectados por las incursiones lobunas y eliminar al único depredador que tiene el lobo en este país: el hombre. Esto último nos lleva a una ruptura del equilibrio ecológico que convierte al lobo, privado de los potenciales enemigos que podrían controlarlo, en una plaga en potencia. Cosa en la cual, si la ley sigue adelante, y no se frena de algún modo, el tiempo se encargará de darme la razón.
El equilibrio de un ecosistema se basa en una relación entre la vida y la muerte que controla las poblaciones de los distintos animales y plantas que se hallan en interacción. Si ese equilibrio se rompe, como esta ley auspicia, la especie beneficiada pasa a proliferar sin freno alguno convirtiéndose en una plaga, nociva como todas ellas. Recuerden lo que ocurrió en Australia, cuando se soltaron en sus campos algunas parejas de conejos, animal no autóctono de aquel país y, por ello, carente de depredadores que pudieran poner freno a su proliferación. El resultado: la creación de un gravísimo problema nacional, no sólo ecológico, sino económico, que llevó a tener que emplear múltiples recursos para eliminar todos los conejos posibles y pagar precios exorbitantes por cada pieza cobrada.