Por Santi Ortiz
A veces me dejo conducir al bazar de los sueños para montarme en mi máquina del tiempo y transgredir en ella la dictadura de los calendarios, acercándome a momentos imposibles de alcanzar físicamente, que, sin embargo, estimulan mi imaginación y la ilusión de “vivir” sucesos ocurridos fuera de la contemporaneidad de mi existencia.
Supongo que a ustedes les pasará lo mismo, pero a mí, de vez en cuando, me entran unos deseos irresistibles de poder presenciar algunas de esas faenas cruciales, ocurridas antes de yo nacer, que se han ganado el derecho a la inmortalidad. Ante la imposibilidad del hecho, enciendo los motores de mi máquina, sitúo el cursor temporal en la fecha adecuada, determino la ubicación del lugar adonde quiero dirigirme y dejo que la ciencia ficción atraviese el pasado hasta situarme en el momento y paraje elegidos.
Y para verlos en acción, nada mejor que recrearnos en el sueño de esas faenas suyas que quedaron grabadas de manera indeleble en la memoria de la Tauromaquia; a saber: El Gallo con el toro de la Guerrero; Belmonte con “Barbero”, de Concha y Sierra; Chicuelo con “Corchaíto”, de Graciliano, y Manolete con “Ratón”, de Pinto Barreiro.
Haré la primera estación en el punto más remoto, para luego irme acercando progresivamente al presente. Así que la parada inicial me deja en el 20 de abril de 1915, en una Sevilla en feria; una feria que al reclamo de Joselito y Belmonte anuncia por primera vez en su historia seis corridas. La que nos ocupa hace la cuarta del serial: toros de Salas, para Rafael El Gallo y Curro Posada, en improvisado mano a mano, por haberse caído del cartel Manolo Bomba a consecuencia de la paliza que el día anterior y en el mismo ruedo le propinara un toro de Guadalest. La ausencia de los dos ases y la irregularidad del Gallo propicia lo flojo de la entrada, aunque luego se lamentaran de no haber ido los que no asistieron, por haberse perdido una faena histórica.
Ocurrió en el tercer toro, “Ravachol”, berrendo en negro y feo de hechuras, que se mostró manso en el primer tercio, tomando a duras penas tres varas sin que los piqueros sufrieran caídas ni pérdidas equinas, lo que no evitó que Rafael realizara dos magníficos quites, uno recortando y el otro con una larga afarolada de su orfebrería.
Para mí, El Gallo ha sido un enigma tapizado de anécdotas. Dejando éstas a un lado y penetrando en la médula de su personalidad para tratar de hurgar en el oscuro laberinto de su arcano, pienso que Rafael, pese a enfrentarse siempre con el toro de carne y huesos que le tocaba en suerte o en desgracia, durante toda su vida sólo toreó su toro interior, el que su fecunda imaginación le hacía ver; el que en unos casos le quitaba a derrotes los cerrojos al miedo y, en otros, le metía la cabeza a su gusto para que la tauromaquia que le corría en la sangre desplegara todo su brillante firmamento. Ese toro íntimo e invisible es el que él siempre lidió, el que a veces coincidía con el toro real que percibían los demás y a veces no.
Pese a su fea presencia, a “Ravachol” lo miró con buenos ojos, mientras las musas le pedían sitio en sus muñecas. Ya en el segundo tercio había abierto la espita del entusiasmo quebrando un par superior y otro del trapecio, prologado con todo el preciosismo de que hacía gala El Gallo en su preparación. De verde nilo y oro, se dirigió bajo el palco que ocupaban la famosa actriz María Guerrero y su esposo y alzó su montera en brindis. Debió de ser un brindis de condolencia por el incendio que cuarenta y ocho horas antes había destruido totalmente el madrileño teatro de la Comedia, tan querido para ella por ser el lugar donde se dio a conocer al público, donde le acarició la gloria de sus primeros éxitos y donde educó su espíritu y su gusto artístico admirando la labor de las grandes figuras que por él desfilaron.
Había que hacer honor al brindis y Rafael se fue a por el berrendo dispuesto a desplegar ante él el florido espacio de su imaginación, ese territorio onírico donde sus faenas se convertían en fábulas capaces de narrar asombros y maravillas. Un pase cambiado de inicio, seguido de otro por alto colosal comienzan a encender los chispeantes puntos de luz de su faena, que prosiguen cabrilleando por una concatenación de pases por bajo, para dar paso a la tríada de “F” con que El Gallo da rienda suelta a su juego de imágenes; a saber: Fantasía, Filigrana y Fantasmagoría. Con la primera, su mente da rienda suelta a la creatividad, que engendra ese toreo fino y delicadamente trabajado y que culmina haciendo aparecer figuras que parecen fruto de ilusiones ópticas: las que el torero crea pasándose la muleta por la espalda, encadenando molinetes, alguno con las dos rodillas en tierra, y llenando la plaza de ese código secreto con que hace de la tauromaquia una vistosa y abigarrada fantasmagoría. Presa del encantamiento, cuando el torero se perfila para matar, la plaza entera le pide que siga toreando. Reparen ustedes en la magnitud del hecho porque nos indica la dimensión artística que debió alcanzar la faena para que el público pidiera postergar la estocada, en una época donde ésta seguía siendo la suerte suprema.
Entrando bien y saliendo luego limpiamente por el costillar, Rafael deja una superior estocada que da con “Ravachol” en tierra. Las aclamaciones son delirantes, la ovación inmensa y la plaza toda se cubre de pañuelos solicitando el premio nunca concedido aún en Sevilla de la oreja. Poco faltó para que El Gallo se adelantara cinco meses y diez días al premio que en San Miguel conseguiría Joselito, pero el presidente se mantuvo terco y no cedió a la petición. Ya pueden imaginarse como fue la vuelta al ruedo y el entusiasmo del respetable, que con el toro siguiente ya en la arena continuó ovacionando al gitano hasta hacerlo salir a saludar desde el tercio, cosa que aprovechó Rafael para sortear la embestida del toro de Posada recortándolo ceñidamente capote al brazo.
El hecho acabó ahí, pero su estela continuó perviviendo en el tiempo hasta llegar al presente, cuando todavía hay en Sevilla quien rememora la que armó Rafael El Gallo con “el toro de la Guerrero”.
Segunda parada. Madrid. 21 de junio de 1917. Corrida del Montepío de Toreros. Toro quinto bis en el ruedo, un torillo de Salas que ha puesto remiendo a otro de Concha y Sierra lastimado de una pata, en una corrida ya remendada de antemano, pues tres de los toros titulares tuvieron que ser sustituidos –escasez de presencia– por tres boyancones de don
Gregorio Campos. Tercio de banderillas. Gaona y Joselito han cambiado el signo tedioso de la tarde haciendo saltar el entusiasmo con cuatro pares colosales, mientras no pocos espectadores aprovechan la ocasión para chillarle a Belmonte, diciéndole que está borrado y pidiendo una corrida para que la toreen solos Gaona y José. ¡Los dos solos! ¡Los dos solos!, grita la muchedumbre. Juan aguanta el chaparrón semioculto tras un burladero, mientras siente desvanecerse en sombras agoreras los sueños que han alimentado su ayer y su aventura. ¿De verdad –se pregunta– estoy acabado, como dicen? ¿Tan hundido estoy que ya no soy nadie?... Una certeza se abre paso entre sus cuitas: está expulsado de la plaza de Madrid. No hay duda. El público lo ha echado implícitamente con su ninguneo. Su parte de razón no le falta. La temporada lejos está de ser buena, tan lejos como van quedando las hazañas de aquel Belmonte trágico que trajo al continente del toreo unos nuevos modos revolucionarios que transgredieron todos los preceptos en que se basaba el arte de la lidia desde su nacimiento. Demasiada apatía, demasiada irregularidad, demasiada carencia de aquel fuego, amor, música, borrachera, adquiridos en las noches de luna, con los que él supo enamorar a los astifinos soles de la tarde. Para colmo, en su primer toro –un manso de Campos con poder y guasa– no ha estado bien y, para rizar el rizo de la desventura, se había echado al público encima por lo que éste juzgó indolencia intolerable ante el apuro de un picador caído.
Arrastrado el quinto, suenan clarines y timbales. Me imagino a Belmonte absorto, recostado en la duda, clavada la vista en el chiquero y esperando la hora de brindarle a la plaza el dolor de sentirse. No sabe todavía si el futuro inmediato es un tiempo que acaba o que comienza. Lo que sí sabe es que es definitivo, porque la oscura soledad que le embarga debe desembocar en algún sitio y ya. Es ahora o nunca. Y sale el toro. Atiende por “Barbero”, lleva marcados el número 53 y el pial de Concha y Sierra. Es negro mohíno, recogido de cuerna, cornidelantero y terciado. Sin mostrar poder, toma cinco puyazos y proporciona uno de los tercios de quites más lucidos que ha visto Madrid. Con dos verónicas marca de la casa inicia el turno Belmonte, aunque, reacia, la gente no se entrega. Le sigue Gaona, que saca al toro con un suavísimo pase de rodillas y remata de pie con una tijerilla. Al tercer puyazo responde Joselito con dos medias verónicas supremas. Vuelve a entrar Belmonte, con una verónica ceñidísima y un farol en el que el toro va pasando debajo de la tela tan despacio como si fuera guiado por un imán. Por último, Gaona abrocha el tercio con cuatro lances capote a la espalda de los que él diera nombre. No han acabado los aplausos cuando la plaza vuelve a rugir de entusiasmo por el excelente par que Magritas –mejor que el de los matadores en el quinto, dicen algunas críticas– le ha soplado al astado.
Tocan a muerte. De pronto, un espeso silencio se adueña de la plaza, como si en la atmósfera se palpara el advenimiento de algo grande, tremendo, impredecible. Belmonte –gris azulado y plata– se va en busca del toro. Junta los pies y cita para el ayudado por alto sin enmienda y a la vuelta ya tiene la muleta en la izquierda para acariciar el pase natural; ese pase natural asombroso, impecable, concebido en la médula del toreo moderno que el trajera a las plazas: el que, olvidado de las piernas, se mece en la cintura y se vale del juego de brazos para templar y mandar al astado. Después lo liga con un escultórico pase de pecho. El denostado pelele del tercer toro ha experimentado ese tránzito que decía Valle Inclán y se ha recrecido hasta salirse incluso de sí mismo. Una sosegada vehemencia impregna toda su faena, valiente, reposada, ceñida… ¡belmontina! Además de los naturales y los pases de pecho, hubo en ella redondos y por alto con la diestra, molinetes arrebatados en la misma cuna y alarde temerario en unos ayudados por bajo muy comprometidos y algún que otro rodillazo de los suyos. Pero, como decía en su crónica el recalcitrante gallista Don Pío –ese día tan belmontista como toda la plaza– “necio empeño, lector mío, el querer describirte puntualmente esta enorme faena del enorme Juan Belmonte, porque pertenece a la envidiable, altísima y poco alcanzada categoría de aquellas que se compendian en una fecha y se pintan con una larga serie de exclamaciones de asombro. Se juntaron en ella un gran toro y un gran torero, que hizo honor a aquel y a su fama.” Es prácticamente imposible plasmar sobre el papel la emoción, el clima de locura que hizo perder la compostura hasta los más impasibles críticos y aficionados. Eso queda para los afortunados que la vivieron. En lo que sí hubo unanimidad y así lo dejaron reflejados en sus crónicas, es que esta de “Barbero” era la faena más grande de Juan Belmonte. La rubricó de pinchazo, media y descabello. Y nadie pidió la oreja porque todo el mundo estaba en otra cosa: tal vez tratando de ordenar sus sentimientos, el cúmulo de sensaciones que habían tenido. Así y todo, no fueron pocos los que se tiraron al ruedo y después de pasearlo en hombros, tiraron con él por la Puerta de Madrid adelante hasta el coche que lo aguardaba, haciendo necesaria la intervención de los guardias para proteger al fenómeno del entusiasmo de los espectadores.
Aquel día, el torero Belmonte había vuelto a nacer. Con “Barbero” se jugó
Magnifico el artículo, como siempre me siento transportado a la misma plaza del relato.
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