Por Santi Ortiz
Tertulias de vecinos tomando el fresquito en las noches estivales en torno al boletín radiofónico de noticias taurinas. Manolete nunca falta en la conversación. Cercano el luctuoso suceso de Linares, todos coinciden en una afirmación: era el más grande. A la hora del ocaso, la pirotecnia litrista dispara sus cohetes contra el cielo de Huelva. A estallido por trofeo, contabiliza la gente los triunfos de Litri. Amorosamente, plancha mi madre el “pañuelo para pedir la oreja” y lo coloca en el bolsillo superior de la chaqueta paterna, dejando sólo la blancura de un triángulo visible. Mi padre y yo nos vamos a los toros. Como cada víspera de novillada, descienden por mi calle –Cuesta del Carnicero– las cansinas moles berrendas en colorao de los cabestros. Al reclamo de sus cencerros, bajo corriendo la escalera, con la montera y el capote de juguete que me trajo mi tía Dolores de Madrid, y cito a los mansos con la determinación de la inocencia: ¡Eje, toro! Los cabestreros me tocan las palmas. Pero lo que se me queda clavado es el brillo extraño y misterioso que palpita en la ciruela negra de los ojos del toro que se queda mirándome. Conmoción de orejas, rabo y pata de Chamaco en Huelva ante un novillo colorao ojo de perdiz, de Domecq, sobre un ruedo con charcos. Hay alborozo en el corazón chamaquista de mi padre cuando nos da la noticia del “lío” que ha formado “su” torero en su presentación en Barcelona. Don Pedro Balañá augura lo que sobrevendrá después: “He encontrado el Kubala taurino”. Y bien que lo fue. Día del Corpus de 1954, primer luto de mi infantil memoria: un novillo de doña Rocío Martín Carmona ha matado en la plaza onubense al torero paisano Rafael Carbonell. Como una lágrima gigantesca, Huelva entera se echa a la calle para despedir los restos del infortunado muchacho. Y el corazón del toreo, siempre caritativo y solidario, queda representado por el gesto del torero “cañaílla” Rafael Ortega, que, pese a vivir lejos de la riqueza, generosamente cede íntegros sus honorarios de la corrida que ese día ha toreado en Cádiz a la necesitada familia del novillero muerto. Lo mismo hace su banderillero y hermano Baldomero. Mas las desgracias nunca vienen solas. No había abandonado ese nefasto mes de junio todavía el calendario, cuando un novillo de Bohórquez hiere gravísimamente a Chamaco en Córdoba. Cornada que le echa las tripas fuera y lo pone al borde de la muerte. Pero esa vez gana la vida, y el novillero onubense muestra en triunfos sucesivos que su sanar no sólo es físico, sino también anímico. Convertido en novillero de fama e ídolo taurino de la ciudad Condal, Antonio Borrero se doctora matador de toros en la Monumental barcelonesa dos años después. Litri le cede los trastos en presencia de Antonio Ordóñez, a la postre triunfador del festejo. Me “cargo” íntegra la retransmisión radiofónica de la corrida, sentadito y en silencio en la cruceta de la mesa de comedor. Llega el colegio y la obligación de hacer la tarea, pero a mí me gusta más acercarme los jueves al kiosco de Agustín por si ha recibido ya El Ruedo, la revista donde me empapo de todo lo que se dice y cuenta de la temporada taurina, de las historias y biografías de los viejos toreros, en tanto que sus fotos me ilustran sobre el estilo y la forma que tienen de plasmar el toreo los diestros actuales. Mis compañeros de clase me preguntan que si quiero ser torero. Les digo que no. Me gustan los toros, pero torero no, porque los toreros están locos. No me doy cuenta de que yo ya tengo esa bendita locura metida en el fondo del alma. Mis profesores se quejan de que, en vez de atender en clase, me paso todas ellas dibujando toros en el cuaderno. Los castigos no me hacen mella y tampoco las broncas de mi padre cuando les llevo mis deplorables notas. En primavera, me asfixian las aulas. Hago la rabona y me voy al campo. Al cabezo del Instituto, desde donde se ve la plaza de toros y parte de su ruedo, donde entrenan aficionados y banderilleros. Me tiendo en la hierba y dejo volar mi imaginación. Necesito estar en contacto con el ganado y busco vaquerías, como la de Tejero, para ver de cerca las vacas, aunque sean de leche. Al final, ya ni me presento a los exámenes. Mi padre me quita del colegio y me pone a trabajar en su tienda. Allí conozco a un aprendiz que es hijo de un torilero de la plaza. Junto a él, piso por vez primera la arena, para mí sagrada, del ruedo. Y visito los corrales y me lleva a los chiqueros y me deja encerrado en uno, broma habitual gastada a los novatos. Me impregno del olor a toro y a zotal. Me gusta colocarme en el portón de cuadrillas y mirar el vacío graderío, que mi fantasía llena de público y sonidos. Lo veo tan lejano como imposible, pero un día me gustaría estar ahí vestido de seda y oro, liado en un capote de paseo. Sin embargo, para eso hay que ponerse delante del toro. Y no sé si seré capaz o no. ¡Si ni siquiera sé torear de salón! Luis –que así se llamaba el aprendiz– dura poco en la tienda y lo reemplaza otro, que –cosas del destino– es primo de un novillero de Huelva y también alienta el sueño de ser torero. Nos hacemos compinches y con un trozo de tela roja manchada de pintura verde nos fabricamos una muleta. Una noche, al salir del trabajo me lleva hasta el viejo campo del Velódromo, donde su primo –Diego Gómez Maldonado– entrena de salón en la explanada donde montan el ring para las veladas de boxeo. Me lo presenta y por vez primera en mi vida tengo en mis manos un capote de verdad. Me impresiona lo mucho que pesa y admiro la facilidad con que lo manejan los toreros como si fuera etéreo. Por las mañanas, horas antes de que entremos en la tienda, me encamino a su casa y en un terrenito que tiene ante su puerta nos turnamos en embestir y torear con nuestra muletilla común. Ya nos empieza a sonar el nombre de un novillero al que todos tachan de charlot, pero que pone los cosos a revienta caldera y hace peregrinar de plaza en plaza a la gente que no quiere dejar de verlo. Le llaman El Cordobés y deambula entre los territorios del payaso y el genio. Dicen que no sabe torear, pero triunfa cada vez que se anuncia. Tengo que probarme. Hay que ponerse delante sin más dilación y medir lo que cada uno es capaz. Maldonado, el aprendiz, está de acuerdo conmigo. Por septiembre, se celebran –se celebraban– las capeas de Trigueros. Teníamos que ir sin que se enteraran en casa. Por si volvíamos tarde, pedí permiso para ir al cine de verano de la plaza de toros –donde ponían la versión en blanco y negro de King Kong–, que empezaba a las once de la noche. Me lo dieron, y con el dinerillo que habíamos ahorrado cogimos la camioneta –el autobús– que nos llevaba al pueblo. Como las capeas comenzaban bastante más tarde, nosotros, precavidos, fuimos a las taquillas de los autobuses para sacar el billete de vuelta. Nos encontramos que el último viaje para Huelva salía antes de que comenzaran las capeas. Maldonado me dijo que se quedaba. Yo decidí lo mismo. Ya nos las arreglaríamos. Habíamos venido a torear y no nos íbamos a volver sin hacerlo. Me veo larguirucho, canijo, con mis pantalones cortos, llamando a una vaca que por lo menos me sacaba la cabeza. Venía pegada al vallado y yo, ignorante de los terrenos, me puse de cara a los palos para que pasara entre ellos y yo. Faltarían menos de dos metros para llegar a mí, cuando un gracioso de los que estaban viendo la fiesta no se le ocurrió otra cosa que tirar del pitón de la vaca hacia donde él estaba, con lo que consiguió que el animal tirara un violento derrote en la dirección donde yo me encontraba pasándome el pitón a dos dedos de los ojos. Esa fue mi primera experiencia taurina. Me puse delante de todas las reses que pude, y no digo que las toreé porque yo no sabía torear. Les aprovechaba el viaje y le pegaba pases por alto. Pero sobre todo veía sus corpachones pasarme junto a mi cuerpo y sentir sus bufidos y fuerza. Creo que es la vez que he pasado más miedo en mi vida, pero no me arrugué; es más, puedo afirmar que fue entonces cuando me entró de verdad el veneno de los toros. Acabada la fiesta, andandito cogimos el camino para Huelva. Hicimos una parada en una viña para agenciarnos un racimo de uvas y a los pocos kilómetros, haciendo auto stop, nos paró el coche de unas francesas que iban para Sevilla y se ofrecieron a llevarnos hasta San Juan del Puerto a cambio de que tiráramos las uvas que nos quedaban. Una vez en San Juan, nos dirigimos rápidamente a la estación de trenes. Y nos sonrió la fortuna, porque en aquel momento se disponía a salir en dirección a Huelva un tren de mercancías. Casi ya en marcha, nos colamos en un vagón y en él hicimos tranquilamente el viaje hasta nuestro destino. Una vez en él, nos dirigimos a la plaza de toros. Y hasta nos dio tiempo de ver la película.
Trigueros está a unos 28 kilómetros de Huelva. Para un niño de once años como era yo entonces, me parecía tan lejos como las Indias occidentales. Por eso, la decisión de dejar partir el único autobús que salía para Huelva y jugarnos nuestra vuelta a la aventura, con tal de no traicionar el propósito de torear que nos había llevado al pueblo, creo que fue la primera decisión de hombre que tomé en mi vida. Con ella, comprendo que quedó clausurada mi infancia.
Que bonito este articulo y cuantos recuerdos me trae, gracias por compartirlo, un abrazo.
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