martes, 1 de febrero de 2022

CASTA DE TORERO DE CASTA


 Por Santi Ortiz

Hacía mucho tiempo que no veía un partido de tenis. Tendría que remontarme a aquellos duelos entre Iván Lendl y John McEnroe, hace no sé cuántos años. Pero el pasado domingo me enganché en la tele para ver la final de Nadal y Medvedev en el Abierto de Australia. Cerca de cinco horas y media de partido para sufrir, gozar y quedar admirado de la capacidad de un hombre, un deportista, tallado en el mármol de los héroes. Un hombre con casta de torero, de torero de casta.

Un hombre que a sus 35 años –diez más que su rival– había visto cómo los dioses le espesaban el celaje y le enviaban huracanados vientos en forma de lesiones, dolencias y desdichas, que le habían hecho dudar de seguir navegando y, tan sólo meses antes, de su participación en el torneo. Un hombre capaz de sobreponerse ante el destino para transustanciar su fatiga en asombro, su cansancio en prodigio. Un hombre indomable, capaz de extraer de su derrota en los dos primeros sets, el orgullo de raza necesario para auparse en una fuerza mental impresionante, pulverizar todas las estadísticas, burlar todos los vaticinios y alzarse en la felicidad de la victoria; de una victoria que, mediado el encuentro, todos –menos él– colocábamos en el anaquel de lo imposible.

Rafa Nadal ganó por casta, por su confianza en sí mismo, por no permitirse el lujo de dar el partido por perdido, incluso cuando perdido lo tenía; por saber sufrir hasta la extenuación, por aferrarse a la épica de la heroicidad. Viéndolo crecerse, agigantarse ante la adversidad y la indudable capacidad de su rival, logró que me embargara la emoción; una emoción que me trasladó a otros archivos de mi memoria, donde aparecen otros hombres que en vez de una raqueta y pantalones cortos visten de luces y portan muleta y estoque; otros hombres que igual ponen la vida en el empeño de lograr sus sueños, no ante otro hombre, sino ante la mole noble y fiera, temible y tremebunda, de un astado de lidia. Me acordé de aquel duelo titánico de César Rincón con “Bastonito”, de Baltasar Ibán; del de Paquirri y el torrestrella “Buena suerte”, y de tantos otros. Pero sobre todo, se me vino a la cabeza José Tomás, el vencedor del instinto de conservación. Otro raro espécimen con una fuerza mental más allá de lo extraordinario. Me sigo acordando de aquella lucha suya, descarnada, mortal, con el sobrero de El Sierro, en el San Isidro de 1999, para arrancar su tercera Puerta Grande, de Las Ventas. La paciencia y la voluntad que Nadal derrochó en su partido para darle la vuelta a una situación que se le había puesto muy adversa, las echó José Tomás ante aquel toro del averno, que pegaba puñetazos en vez de embestidas y que lo desarmó, con su violencia desatada, mandándole yo no sé cuántas veces la muleta a las nubes. Otro cualquiera se hubiera aburrido dando el triunfo por imposible; mas no José Tomás, que apretando los dientes y enterrando las zapatillas en la arena, hizo lo que Nadal ante Medvedev: vaciarse, entregarse por entero, mantener viva la llama de su fe ante las destempladas acometidas del destino. Y se jugó la vida. Y fue cogido. Y lo que pudo ser una grave cornada, se quedó en fuerte y candente varetazo. Y de nuevo, se levantó el torero. Y clavó su mirada de determinación en los ojos del toro. Y entonces tal vez éste comprendiera, mejor dicho: intuyera, que con aquel hombre no había nada que hacer, que era invencible. Lo mismo que Nadal en la final. Por eso, en las postrimerías del partido, Medvedev ya no era tan Medvedev, ni el toro de El Sierro la bestia de minutos antes. Y lo que parecía imposible se transformó en factible. Y Nadal alzó la copa. Y José Tomás fue alzado en hombros del entusiasmo para cruzar el arco del triunfo del coso más exigente del mundo.

Nadal en su partido, José Tomás en su corrida, ejemplifican el triunfo del espíritu sobre la materia; en un caso, contra el jugador que quería vencerle, en otro, contra el toro que buscaba aniquilarle. Y en ambos, un poner en el tapete toda la voluntad de uno y otro en busca de transformar la realidad que pretendía apartarlos de sus respectivas metas. Había que domar el mundo cercano y ambos lo lograron. Esfuerzo sobrehumano que a Rafa y a José les costó no poder conciliar el sueño aquella noche: al de Manacor, por el tremendo cansancio acumulado; al de Galapagar, por el miedo que había tenido que pasar.

Hay en Rafa Nadal esa sufrida calma que educa las angustias y las incertidumbres hasta bruñirlo en el mejor acero. Por eso considero que tiene casta de torero, mas tampoco de un torero cualquiera, sino de esos aguerridos que se ganan en la arena la denominación de “toreros de casta”; esos que hoy no reciben buena consideración de los aficionados “sibaritas”, que creen ponerse medallas de sensibilidad no ya ensalzando a los diestros con sello de artistas –lo cual es muy lícito–, sino negando a los que salen cada tarde, no a esperar “su” toro, como aquellos, sino dándose por entero al burel que le salga para con él, frente a él e incluso contra él, llevar la grandeza del toreo hasta la última fila de andanada.

El pasado domingo, Rafa Nadal nos donó la expresión más alta de su espíritu. Yo bendigo su garra, su compromiso consigo mismo, su amor al tenis y al deporte, su honestidad, su madera de héroe, y sobre todo ese aroma de mito que ha traído su victoria y que me ha hecho evocar la presencia del torero –José Tomás– que más echo de menos.

2 comentarios:


  1. Me ha emocionado tu articulo. Efectivamente hay que estar hecho de una madera especial para seguir adelante sin desfallecer cuando todo parece que viene en contra tuya. Un abrazo.

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  2. Este es un magnifico artículo lleno de ternura y exaltación de los valores más importantes para alcanzar cualquier reto que nos propongamos: trabajo, fe en nuestras posibilidades y una enigmática vocación de agigantarse ante las adversidades. La evocación de esas dos grandes figuras, Rafa Nadal y José Tomás, reciben una crónica literaria precisa, adornada de adjetivos evocadores que nos producen entusiasmo y reconocimiento por tus palabras. Un abrazo

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