sábado, 12 de marzo de 2022

APUNTES SOBRE LA SELECCIÓN CULTURAL DEL TOREO (y 4)

 Por Santi Ortiz


Señalábamos al término del artículo anterior que, unidos los efectos del toro chico y el muletero grande, el desplazamiento del centro de gravedad de la corrida hacia el último tercio toma un carácter definitivo. No obstante, una nueva circunstancia contribuirá a otorgar una total hegemonía al tercio final: la irrupción heterodoxa, volcánica, silvestre, rústica, ágrafa y temeraria de Manuel Benítez, El Cordobés. Su analfabetismo taurino lo palia haciéndose discípulo de una bárbara pedagogía: “la letra con sangre entra”, y así, a base de golpes, varetazos, volteretas y alguna que otra cornada, va construyendo con absoluta determinación su implacable autodidáctica.

El Cordobés no se parece a nadie. Irrumpe en la Fiesta sin más armas que un valor a prueba de cogidas y reveses, y una ciega fe en el triunfo. Con su heterodoxia y su agresiva jovialidad, clava las zapatillas en la arena, se queda quieto y hace girar al novillo en torno suyo hasta que es el burel quien lo hace girar a él sobre el pitón. Los terrenos que pisa y el aguante de que hace gala lo convierten en otro pionero que profundiza en la senda abierta por Juan Belmonte y Manolete.

Como hemos apuntado, El Cordobés representa el afianzamiento hegemónico del último tercio de la lidia: con el capote es artísticamente nulo y con las banderillas sólo destaca con sus impresionantes y arriesgados pares al quiebro con las cortas: tercio que abandona tras la gravísima cornada de Granada. Sin embargo, es un muletero prodigioso. Se pone en un sitio que nadie antes les había pisado a los toros y, con un aguante asombroso, defiende su terreno haciendo el tornillo para ligar las series de muletazos sin enmendar un ápice su posición ni importarle que los astados calamocheen, se rebrinquen, prueben las embestidas o acudan francos y claros. A los que van largos, les enjareta tandas de ocho y diez muletazos; a los que se quedan cortos, le da series más breves –siempre apurando al máximo la sensación de riesgo– o se los lía en torno a la cintura con aquellos circulares múltiples que lograba por pura imantación de su muleta, sin recurrir nunca a la ventaja de agarrarse a los lomos del animal como han hecho otros antes y después que él. Si a partir de Manolete, para ser figura del toreo era preciso tener regularidad en los éxitos, desde El Cordobés este éxito se torna del todo imposible de no haber cuajado al toro muleta en mano.

Desde El Cordobés, la faena de muleta se revela más imprescindible que nunca para el triunfo torero, y, como consecuencia, los astados deben prestarse a ella. El toro no puede agotarse antes, debe llegar al último tercio con la pujanza y nobleza suficientes que hagan posible la faena que el público demanda. Son exigencias añadidas que la selección cultural deberá resolver una vez más. Que se rebose en la muleta, que sea pronto, que tenga fijeza, que humille, que deje reponer, que luzca buen son en la embestida, son algunos de los aditamentos a tener en cuenta en un proceso selectivo cada día más exigente en cuanto a la toreabilidad de las reses, aunque más descuidado en el comportamiento de éstas con el caballo del tentador. Porque la realidad es que, en la mayoría de las corridas, la suerte de varas ha pasado a ser una especie de simulacro admitido de mal grado por el público, que ve en la vara de los picadores el mayor peligro para frustrar sus esperanzas de contemplar la faena memorable que ha venido a ver. Lo cierto es que, por los motivos expuestos y otros que desarrollaremos más adelante, la selección cultural, siguiendo una inercia que ha transustanciado la furia en nobleza, pero también la sangre en linfa, ha logrado el toro más toreable de la historia; aunque, a su vez y por desgracia, el menos emocionante.

Es importante recordar que la evolución de la bravura aquí expuesta hay que entenderla como evolución de la bravura dominante. Quiere esto decir que, en cada época, pueden coexistir –y de hecho coexisten– diversos conceptos de bravura en función de los distintos modos de entender ésta por parte de los ganaderos. Cuando, por ejemplo, se acusa a Miura de “fabricar” un toro anacrónico, se está queriendo decir que su manera de entender la bravura se guía por parámetros tradicionales propios, más acordes con la historia de su ganadería que con los que demanda el toreo actual. Así, de la bravura herrada con la “A” con asas, a la que encarna el “toro artista” de Juan Pedro, hay toda una gama de bravuras coetáneas intermedias, que se acercan más a un extremo u otro dependiendo del peso relativo que en la tienta concede cada ganadero a la pelea de las reses en el caballo y a su comportamiento en la muleta. No obstante, en la actualidad, esta “distribución de bravuras” no es equiprobable, sino que acumula a la mayoría de las ganaderías más cerca del toro del último tercio que de ningún otro modelo.

En este toro del último tercio, la hegemonía y mayor duración de la faena de muleta y la suma decadencia de la suerte de varas, unido a la sublimación del toreo artístico –cuya cadencia y suavidad ha llegado a alcanzar los niveles del toreo-caricia de José Tomás–, han traído como consecuencia una drástica rebaja en su acometividad –brío que el toro manifiesta en sus embestidas–, un aumento de su nobleza hasta límites casi contraproducentes y la exigencia de combatividad necesaria para que el toro, tras cumplir el doloroso y sangriento trance del primer tercio, quede en condiciones de aguantar la faena de muleta con todas las exigencias que el toreo actual le demanda.

Como hemos apuntado, una consecuencia de la hegemonía conseguida por el último tercio sobre el conjunto de la lidia es el alargamiento de la faena de muleta. De un tiempo a esta parte, hay que buscar con lupa una que tenga menos de 30 o 40 muletazos, porque la inmensa mayoría de ellas los supera con creces. En obligada concomitancia, también se han ido multiplicando las suertes con la tela roja. Como la vida, que surge del agua para ir colonizando imparable la tierra y los aires, así la muleta inventa, crea, perfecciona, pases de la gama más variopinta. Lo que empezó de pie, besa con una rodilla la arena y luego con las dos, en el valiente alarde de los ayudados por alto o en el adorno de los molinetes de rodillas y ahora también en el encadenamiento del toreo en redondo, o gusta de sentarse, en el estribo de la barrera o en esa silla que por vez primera utilizara Rafael el Gallo y ahora reverdece Morante, y que, a principio de los setenta, Julián García convirtió en reclinatorio. El pase natural, como el derechazo, se ejecuta, de frente, de medio pecho o de perfil, con el compás abierto o a pies juntos y se llena de acentos personales: Ordóñez lo perfuma de empaque; Antoñete, de clasicismo; Pepe Luis, de naturalidad; pecho por delante tiene en Manolo Vázquez; largo y hondo es en Paco Camino; ligado y sin enmienda en El Cordobés; un arco de Mezquita, en Manolete; orfebrería rondeña en Curro Romero; curvo y profundo en Paco Ojeda; mágico y ajustado en Morante de la Puebla; puro y encajado en José Tomás; extenso y poderoso en Roca Rey. Por doquier, la creatividad se dispara: se cambia al toro por delante a muleta plegada –mi recuerdo a Antonio Bienvenida–, o por la espalda con la mano diestra, o con la zurda con aquella “pedresina”, que la personalidad mística de Chamaco convertiría en “pase del fusil”. El “litrazo” enfrenta la quietud de su muleta escondida a la bravura al galope. La “arrucina” original pone en vilo el corazón de los espectadores con su ajuste milimétrico. Antonio Campos hace real lo inverosímil con su “pase del imposible”. Mondeño pone de perfil la manoletina, y Aparicio la invierte. El Viti afarola el pase de pecho. José Tomás se saca del magín la “granadina”. Mirándose en el espejo de Miguel Ortas, Bernadó saca la “bernadina”. Y hasta hay quien se cuelga de la barrera por las corvas con el cuerpo hacia el ruedo para engendrar de esa guisa el “pase del murciélago”.

Con el tiempo, irrumpe, impacta y pasa la oleada del tremendismo; más tarde, los viejos artistas disfrutan de una segunda juventud, que los eleva a unas cotas de las que no gozaron en sus tiempos mozos, y, a partir de los problemas técnicos que el toro de las últimas décadas plantea, despuntan mayoritariamente los toreros lógicos, carentes de magia, pero pletóricos de técnica, como Espartaco, Ponce, Manuel Caballero, Jesulín, etc. Téngase en cuenta que el toreo moderno, tan estético y armónico, tan de mano baja y largo recorrido, somete al toro a un agotador esfuerzo que, de emplearse totalmente en la pelea, sólo la casta puede superar. Pero la casta está relacionada de alguna forma con la acometividad, y como ésta muestra los valores más bajos de la historia en el toro del último tercio, no es extraño que éste comience a defenderse, a reservar fuerzas y arrancadas, y a acortar sus embestidas, en detrimento de su combatividad; entendiéndose por tal la inclinación natural a la pelea que muestra el toro. Cierto es que este desfallecimiento en su poderío físico y la impotencia psíquica que lo acompaña pueden llevarle a desarrollar sentido en menoscabo de su nobleza, pero esto último ocurrirá raras veces en comparación con las que sobreviene el decaimiento de la combatividad. En cualquier caso, este comportamiento defensivo acarrea problemas técnicos que el torero deberá ir resolviendo a base de experiencia.

No me cansaré de insistir en que la confrontación que el toro de lidia mantiene con su entorno –término éste cuyo sentido debe incluir también el de “entorno cultural”– no ha hecho sino cargarse de exigencias que la selección cultural satisface a costa de alejarle cada vez más de su condición natural. Ya hemos hablado de la enorme cantidad de requisitos que debe satisfacer el toro idóneo para el toreo actual. No sólo debe sobreponerse al castigo represivo de la puya, al tremendo esfuerzo que le supone seguir una y otra vez el templado capote o muleta que le invitan a prolongar sus arrancadas; no sólo ha de atesorar clase, nobleza, repetitividad, boyantía, fijeza, etc., sino que, además de todo eso, ha de tener un trapío notable, pues, a la hostilidad propia de la lidia, se ha añadido, de cuatro décadas a esta parte, la de ciertos veterinarios y presidentes –hostilidad amplificada desde la tribuna de un sector rigorista de la Crítica– que, con sus autoritarias decisiones, arbitrarias en muchos casos, lograron inmiscuirse en el proceso de selección ganadero hasta el punto de alterar los parámetros morfológicos que éstos utilizaban en la presentación del toro, consiguiendo que éste, de estar condicionado por el toreo, pasara a estarlo por las imposiciones de unos reconocimientos veterinarios, que en ocasiones me atrevería a calificar de desquiciados. La sobredimensión del volumétrico astado actual ha incidido también, de manera indirecta, pero decisiva, en la bravura linfática que hoy exhibe el toro del último tercio; bravura sumisa que cada vez exigen más los toreros con fuerza para hacerse oír, lo que nos ha llevado a una situación anómala donde la reducción de encastes y ganaderías admitidos por las denominadas “figuras” está llegando a extremos indeseables y funestos para el futuro de la

Fiesta. De aquí, la satisfactoria acogida que la afición ha dispensado a la decisión de Morante de la Puebla de anunciarse con un amplio abanico de ganaderías, procedentes de encastes varios. Ojalá que el ejemplo cunda y proliferen los emuladores.

Hasta aquí llegamos, mas para terminar y dejar bien puestas las cosas su sitio, es preciso acordarnos sólo por un momento del capote y señalar que, desde la década de los noventa para acá, no es ningún convidado de piedra. Por más que el centro de gravedad de la lidia se encuentre sólidamente asentado en el último tercio de la misma y la faena de muleta siga imponiendo su férrea hegemonía, el revuelo bicolor de la capa ha venido demandando su parcela de gloria en el ruedo de las bellas artes. Se prodigan los quites y muy distintas suertes y, hoy, la verónica encuentra muñecas y sentimientos para acariciarnos con su duende y misterio en dos capotes llenos de magia: el de Morante y el de Juan Ortega. Y aunque acompañe más que toree, exhibe una acusada naturalidad en el de Pablo Aguado, mientras que duele con su profundidad y temple mecido en la esclavina del de Tomás Rufo. Ni mucho menos son los únicos, mas para mí cuentan como más destacados, con el permiso de Urdiales, Daniel Luque y otros.

En definitiva, el toreo sigue haciendo camino y la selección cultural continúa labrando en él su función discriminatoria

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