Por Santi Ortiz
En un mundo tan incierto como el del toreo, el azar y sus caprichos tienen una destacada presencia a lo largo y ancho de su biografía. Toda la historia de este arte singular viene atravesada por los guiños, casualidades, acasos, contingencias, imponderables y eventualidades, acaecidos bajo la famosa rueda de Fortuna, diosa cuyos antojos y manías la convirtieron merecidamente en la más caprichosa del Olimpo. En la historia que aquí les narro, también dejó sentir su peso.
Valencia. 9 de abril de 1922. Tercera corrida de toros de la temporada. El cartel lo componen “los tres Manolos” –o los tres Manueles, que tanto monta–; esto es: Varelito, Chicuelo y Granero. En chiqueros, toros de Guadalest, hermosos y grandes. Lleno hasta la bandera. Tarde primaveral. Es el tercer paseíllo valenciano de Varelito, en la temporada elegida para retirarse, y el tercero también de Granero ante sus paisanos, después de su extraordinaria campaña del año anterior. Chicuelo es la segunda vez que se lía el capote de paseo ese año en la plaza de la calle Xátiva. El festejo resulta poco memorable, salvo por tres cosas: las estocadas de Varelito, enterrando el acero a cámara lenta en todo lo alto, lo que le vale la salida en hombros; la herida que sufrió en el brazo derecho Granero al ejecutar la suerte suprema en el tercer astado de la tarde y el extraordinario tercio de quites protagonizado por los tres espadas en dicho toro, a destacar uno de Chicuelo que causó total asombro y admiración en el público.
Maravillado, pasmado, queda el público ante el quite de Chicuelo. También, extrañado y sorprendido. ¿Qué ha hecho el torero de la Alameda? ¿Qué suerte es esa a la que nadie acierta a darle nombre? La prensa se hace eco del quite, así en
El Liberal puede leerse: “Chicuelo (hizo) uno monumental que puso a la gente en pie, durando la ovación largo rato.” En La Voz: “Chicuelo, en un quite, da tres lances colosales a pies juntos y termina con un adorno precioso. Nunca se vio nada tan bonito y con tanto arte.” El Mercantil Valenciano hablaría de él como “quite novísimo lleno de gracia artística”. El corresponsal de El Heraldo de Madrid lo enjuicia así: “Chicuelo hace otro (quite de) adorno, que vale por sí solo más que todo lo que ha hecho esta tarde. Se le aplaudió a rabiar, porque lo merecía”. En esto, insiste “Latiguillo”, en Las Provincias: “El quite más vistoso, el más artístico, el más elegante y el más afiligranado, fue el que hizo Chicuelín en el tercer toro; pero téngase en cuenta que el tal quite le valió la friolera de 7.500 pesetas”. Para La Reclam, “Lo más grande de la corrida lo hizo Chicuelo: fue un nuevo quite hermoso en verdad, un alarde de elegancia, clasicismo y naturalidad, una cosa estupenda: por ello se ganó la ovación más grande de la tarde”. La coincidencia sobre la excelencia del quite es unánime, así como la de no darle nombre –es que aún no lo tenía–, cosa a la que sólo se atreve –para equivocarse– el cronista de El Imparcial, que lo llama “quite por tijerillas”. Nada menos parecido a lo que Chicuelo hizo. Veamos lo que ocurrió en el susodicho tercio de quites.
El tercero de la tarde atendía por “Muleño”, era ensabanado, botinero y capirote, grande y áspero. Granero se luce en un quite a la verónica, con lances sublimes y clásicos, que remata tocando el testuz y acariciando los pitones. El segundo quite corre a cargo de Varelito, que se faja con el toro en unas escalofriantes gaoneras. Y llega el turno de Chicuelo, que se dispone a torear al delantal, pero –capricho del azar– su rajado capote se quedó enganchado en el delantero celeste y oro de su chaquetilla. Para salir del apuro, el diestro sevillano, sin perder en ningún momento su serena compostura, improvisó como para ejecutar una navarra, pero girando en sentido contrario a la arrancada del toro, tal que fuera a engendrar un molinete. Así lo repitió tres veces con la alada gracia de sus brazos, transformando lo que en principio debió de ser un ¡Uy! en un ¡Ole! como una catedral, al que siguieron otros antes de que la plaza, puesta en pie, le tributara una clamorosa ovación. Hija del veleidoso azar y de la improvisación de un artista sin par, la chicuelina había venido al mundo.
Sin embargo, a punto estuvo de quedarse en el parto, porque, una vez en el hotel y con la intención de incorporarla a su repertorio, ni el torero ni su tío y apoderado Zocato fueron capaces de ponerla en pie por más que lo intentaron ensayando con colchas y sábanas. Menos mal que, días después, en un colmado sevillano vio y escuchó a Manuel Aguilar, El Rerre, banderillero de Varelito, aquel día presente en la plaza, cómo explicaba y ejecutaba la suerte ante la “embestida” de una silla de enea. Fue entonces cuando Chicuelo se dio cuenta exacta de cómo había girado ante el toro y ejecutado el lance.
La fecha de su natalicio ya está dada, pero, ¿cuándo fue bautizada?, ¿cuándo los públicos comenzaron a llamarla por el nombre que hoy todos conocemos? Sabemos que Chicuelo no perdió tiempo en incorporar el lance a su repertorio y que lo ponía en práctica en cuanto le salía un toro propicio para su ejecución. Constancia de ello tenemos en la corrida celebrada en Valencia el 21 de mayo de aquel año, donde volvió a provocar el entusiasmo del público practicándolo en su primer toro de Gallardo, dentro del tercio de quites que protagonizó junto a Fortuna y Joseíto de Málaga. Algunos críticos ya se atrevían a describirlo, aunque no a definirlo con un nombre. Decían que era una sucesión del lance al delantal seguido de una navarra, mas omitían que, en esta última parte, el giro se hacía en sentido contrario al habitual del lance originario.
La primera noticia que encuentro sobre su nombre actual procede de la revista El Toreo, en la crónica dedicada a la corrida de la Prensa celebrada en Las Arenas de Barcelona, el 4 de junio de 1922; festejo de trabajosa organización, ya que, anunciados primeramente, Rafael el Gallo, Chicuelo, Granero y Marcial Lalanda, la muerte del diestro valenciano y la demora en el retorno del Gallo, hizo que fueran sustituidos por Saleri y Sánchez Mejías, mas, faltando tres días para la celebración del festejo, Mejías causó baja en el cartel, cuyo nombre hubo de parchear el ex banderillero de Belmonte, Maera. Se lidiaron seis toros de don Félix Moreno (antes Saltillo) y dos de Velasco Zapata, lidiados en cuarto y quinto lugares. Chicuelo, que pese a no tener suerte con la espada, se erigió en héroe de la tarde, toreó maravillosamente de capa en sus dos toros. De esto, y refiriéndose a Manuel Jiménez, dice lo siguiente “Carrasclás” en su crónica: “Hizo quites preciosos, variando de estilo en cada uno de ellos, que se premiaron con estruendosos aplausos, finalizando con uno portentoso, que han dado los aficionados en llamarlo “Chicuelino” (el subrayado es mío)]…[ El maravilloso quite se premió con una ovación ensordecedora que duró cinco minutos, y con música”.Con el tiempo, la chicuelina fue pasando de mano en mano, de capote en capote, de montera en montera. Murió su creador, pero ella siguió aleteando su gracia dejándola como herencia en el repertorio de otros diestros que le prestaron su personal acento: tuvo alegre gachonería en Pepín Martín Vázquez, pellizco giraldillero en Manolo González, perfección geométrica en Paco Camino, luminosa pinturería en Diego Puerta; Antonio Bienvenida protagonizó con ella el quite “de la escoba”, barriendo con su lento capote el albero maestrante; José María Manzanares (padre) le bajó las manos hasta las rodillas en un escorzo de dudosa estética; José Tomás, clavando las zapatillas en la arena y prescindiendo de la carrerita ventajista, la convirtió en brisa de piedra; dramático ajuste le brindó Saúl Jiménez Fortes y en Morante volvió a sus alados orígenes. También se ha practicado a compás abierto, galleando al paso, de rodillas y hasta por colleras, como hacían los hermanos Luis Francisco y Juan Antonio Esplá. Corrió mundo, y su danza con un toro por pareja pudieron disfrutarla el coliseo romano de Nimes, las cúpulas bizantinas del lisboeta Campo Pequenho, la Monumental de México, el caleño coso de Cañaveralejo, la Santa María de Bogotá, la limeña plaza de Acho, el luminoso circo de Caracas, incluso el cráter de un volcán, como en la plaza de la Isla Graciosa, del archipiélago de Las Azores. También dejó su huella en cosos más jóvenes que ella misma: Las Ventas, Granada, Los Califas, Las Palomas, San Sebastián de los Reyes, Badajoz, Vistalegre, Bilbao, Illumbe, La Merced, Arnedo, Benidorm, Brihuega, Cuenca, Valdemorillo, Estepona, etc., etc., etc. No hubo plaza, chica o grande, venerable o moderna, que no vibrara con el grácil aleteo giratorio evocador de la estela de Chicuelo. Y nunca perdió de vista sus raíces, por eso vuelve cada año a mostrar su gracioso revuelo en la plaza que la vio nacer. Ya en Fallas, ya en la Feria de Julio, el coso de la calle Xátiva disfruta cada año de aquella improvisada suerte a la que, un día ahora va a hacer cien años, Chicuelo dio nombre y el toreo su cobijo.
Como es costumbre, un hermoso artículo y muy bien documentado, enhorabuena Santi, un abrazo
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