Por Santi Ortiz
Entre dos sangres transcurrió su carrera: la del toro, que él hizo manar con su excepcional estoque, y la suya, tantas y tantas veces derramada por los ruedos de España. La última encresponó de luto el sentir del toreo por fatal desenlace. Ocurrió en Sevilla, el próximo 21 de abril hará cien años, en la corrida que clausuraba aquella feria abrileña, donde hicieron el paseo, bajo una tremolina de pitos, los tres Manueles –Varelito, Chicuelo y Granero– junto a Marcial Lalanda, para dar cuenta de ocho toros del marqués de Guadalest. Feria con galerna en los tendidos impropia de esta tierra, salpicada con ventiscas de insultos e improperios a los toreros y un público de humor aborrascado, que descargaba injustamente contra los espadas la íntima frustración que, con Joselito muerto hacía poco y Belmonte recién retirado, le provocaba la orfandad que padecía el toreo.
La desgracia acaeció en el quinto, un cornicorto de negra sotana, herrado con el número 33, que atendía por “Bombito”, nombre que comenzó a pastar por ciertas dehesas a partir de que Ricardo Torres, Bombita, y Machaquito protagonizaran el pleito de los miuras, en particular, y contra la dictadura de los ganaderos, en general. Cuando llegó a la muleta, “Bombito” había tomado cuatro varas, siendo banderilleado por David y el Sargento. En el primer pase, con la mano derecha, la colada que le pegó a Varelito fue escalofriante, lo que condujo a éste a tomar las pertinentes precauciones. Viéndolo en peligro de sufrir un desarme, sus banderilleros se aprestaron a intervenir diligentemente en su ayuda, pero la intransigencia del público, sonorizada en cólera, censuró la intervención del peonaje tocando en lo más íntimo el pundonor del trianero, que ordenó taparse a los lidiadores para buscar a renglón seguido la igualada. Lograda ésta, se arrancó a volapié para dejar un pinchazo del que fue perseguido celosamente por el toro hacia los medios. Sin un capote cerca que pudiera hacerle el quite, dado que los subalternos habían sido alejados por las iras del público, Varelito vio cómo el toro le iba dando alcance y se tiró al suelo para evitar la cogida, cosa que consiguió en primera instancia pues el toro le pasó por encima, pero viendo la presa a su merced, “Bombito” se revolvió presto para cornearle, lanzarlo a lo alto y campanearlo de manera horrible. Por fin, intervienen los capotes que se llevan al toro. Varelito queda rígidamente inmóvil en el suelo. El pitón de “Bombito” le ha roto el esfínter y la pared anterior del recto. La hemorragia es grande. Será su última sangre derramada sobre el albero de una plaza de toros. Cuando lo llevan a la enfermería, mascando una mezcla de dolor y de rabia, se le oye decir dirigiéndose al “respetable”: “¡Ya me la pegao! ¡Ya os habéis salido ustedes con la suya!”
Manuel Varé García contaba veintiocho septiembres cuando se produjo la desgracia. Había nacido en Triana en 1893, pasando su niñez en el pueblecito de San Juan de Aznalfarache, donde su padre tenía una venta en el camino de Sevilla. Varelito, que desde muy niño había sentido el gusanillo de los toros, fue la causa remota de que su progenitor ampliara el negocio, pues adquirió terreno para construir en él, con cuatro palos y unas cuantas tablas, una placita de toros donde los aficionados podían practicar, siempre que llevaran la res destinada a la lidia y en la que no podía faltar Manolito. Como entonces estaban de moda las cuadrillas de niños toreros, Varelito entró a formar parte de la que con él integraban Hipólito y otros chavales; cuadrilla que trabajó muy poco; aunque algún tiempo después nos lo encontramos por tierras valencianas actuando con otros camaradas sevillanos de coleta, entre ellos Pepete Chico, con el que toreó algunos festejos por los pueblos hasta que se les acabó el dinero, momento en el que se deshizo la cuadrilla, volviendo algunos a Sevilla y quedándose en la ciudad del Turia, Varelito, su primo Prieto y Pachoco. El célebre pintor y cartelista taurino, Carlos Ruano Llopis, les brindó protección y de ahí nació una amistad con Varelito que, alimentada por el paso de los años, hizo que el torero lo quisiera por compadre solicitándole el padrinazgo de Esperancita, su hija pequeña; bautizo que, programado para la tarde noche del día de su mortal cogida, hubo de suspenderse a causa del percance. Nueva prueba de tan íntima amistad fue el hecho de que Ruano Llopis permaneciera en Sevilla al lado del torero herido hasta el día de su muerte, acaecida a las siete menos diez de la mañana del día 13 de mayo; esto es: veintidós fechas después de la cogida.
Penoso, duro, áspero, largo y erizado de obstáculos fue su camino hasta la alternativa, andadura que él cubrió con la ayuda de sus tres poderosos aliados: fuerza de voluntad, honradez y valor. Se presentó en La Maestranza el 15 de septiembre de 1912, alternando con Manolo Navarro y Juan Belmonte, en la lidia y muerte de seis mansos del ganadero debutante Dionisio Bueno. En la tercera novillada con picadores de Belmonte en Sevilla, con La Maestranza conmovida por los movimientos telúricos que Juanito Terremoto había dejado trepidando en su retina, y encima siendo “agraciado” con dos astados dificilísimos, bien poco podía sacar Varelito salvo las palmas que en sus dos oponentes premiaron su voluntad. Tampoco su debut en Madrid, fechado el 27 de julio del año siguiente, con novillos de Palha y Pastoret y Agujetas como compañeros de terna, dejó ninguna efeméride memorable y hasta indujo a error al crítico de El Toreo, Paco Media Luna, al augurarle que no iba a conseguir “el título de verdadero matador de toros”. No obstante, dejó su impronta de torero muy valiente. Pero Varelito tenía la tenacidad opaca, humilde y callada de la gota de agua que acaba horadando la roca. No era un torero de genio, adornado de magia y creatividad, ni tampoco de temeridades, sino de constancia. No impresionaba, pero infundía respeto, y no figurando entre los convocados para el ascenso meteórico, consiguió ir escalando cotas a fuerza de forjarse a fuego lento sin emociones fuertes, pero sin altibajos. De esta forma, llegó a la alternativa en su mejor temporada novilleril. La tomó –verde botella y oro– el 26 de septiembre de 1918, en el mismísimo Madrid y de manos nada menos que de Joselito, padrino esa tarde por partida doble, ya que también doctoró al tercer espada de la terna, Domingo González, Dominguín.
Varelito, en el incierto remiendo de la ceremonia, que atendía por “Flor de Jara” y llevaba el pial de Salvador García de la Lama, anduvo desconfiado y opaco; pero en el quinto: “Guitarrito”, número 42, negro bragado, bien puesto de ofensas y con el hierro titular de Juan Contreras, no sólo se mostró valiente y enterado, sino que dejó sus credenciales de gran matador de toros, tanto que hasta fue felicitado por el propio José. La Lidia pormenorizaba dicho lance en su crónica: “A la hora de la verdad, Manuel Varé se inmovilizó en corto, armó el brazo y despacito recreándose, recto, mirando al morrillo, arrastrando el pie y jugando el brazo izquierdo brutalmente bien, dio un pinchazo hondo, doblando la cintura sobre el pitón y saliendo limpiamente por el costillar.
“Nuevamente entra por uvas con este estilo grandioso y coge una estocada un tanto delantera y baja pero que la ejecución fue modelo de matar a volapié neto. Ovación inmensa, vuelta al salón, prendas y saludo desde los medios.“¡¡Rechufa, vaya un tío con un par de… riñones!! ¡¡Definitivo!!”
Ya empezaban la crítica y los buenos aficionados a reparar en el maravilloso estilo estoqueador de Varelito. Y es que, siendo un torero afincado en una valerosa escala de grises, su tonalidad se iba bruñendo y metalizando hasta adquirir un brillo insospechado cada vez que montaba el estoque. Varelito venía a continuar la estela viril de Mazzantini, Vicente Pastor, Regaterín, Machaquito, Paco Madrid, Algabeño y tantos otros aceros sobresalientes, mas no tanto por la contundencia de su espada, como por el purísimo estilo con que ejecutaba la suerte del volapié. Miren lo que decía al respecto Antonio Casero, en el Heraldo de Madrid, dentro de la crónica de la corrida del 17 de mayo de 1921, en el coso de la carretera de Aragón, considerada por revisteros y afición como su mejor tarde en Madrid:
“Varé se apellida usted;
en caló varé es un duro,
y es tan grande su arte puro,
que vale más de un varé.
¡Se lo juro!
En aviyelar parneses
puede tener ilusiones.
Varé, por sus volapieses,
se hará dueño de millones
de vareses.”
Si nos fijamos en la época en que todo esto ocurría, tenemos que aceptar que Varelito representa un anacronismo, pero un anacronismo en cierto modo vanguardista, pues cuando a Belmonte y a otros toreros comienza el público a reclamarles que no se tiren a matar porque quiere que continúen toreando, a Varelito le piden que abrevie sus faenas porque están deseando verlo entrar a matar. Que pinche o que no pinche es lo de menos, lo importante es gozar de su excelso estilo de estoqueador.
Como la gente que vive rodeada de montañas, Varelito nunca tuvo horizontes lejanos. Sus sueños se afincaron siempre en lo probable, en lo próximo, en lo que consideraba al alcance de su vida cotidiana. El vuelo de sus quimeras era de corto recorrido. Tal vez, porque, en lo más íntimo, se sentía inferior a aquellos dos colosos que ponían áureo nombre a la época del toreo que le había tocado vivir; porque se palpaba ajeno a su grandeza, y si alguna vez se dejaba arrullar por la lisonjera melodía de levantar castillos en el aire, pronto veía su música engullida en el chapoteo de la sangre propia, tiñendo con la roja verdad de su vergüenza torera las ariscas arenas donde la muerte y la vida se dan cita. Aquellos paisajes imposibles en que a veces retozaba su deleite eran arrancados brutalmente de su imaginación por una interminable caravana de heridas, con su concomitante intendencia de curas –horribles en aquellos tiempos–, y su cada vez más nutrido mapa de costurones. Eran los suyos, sueños astillados por el inexorable roce con la realidad del toro y el toreo.
De ahí que Varelito, pese a ser el torero del volapié, lo fue también de las cornadas. Nunca pudo torear las corridas que firmó, por eso sus estadísticas no arrojan cifras elevadas; aunque no fue la sangre derramada el único motivo de ello. Al año siguiente de su alternativa, cayó enfermo y cerca de un mes estuvo sin poder torear, y, retornado Belmonte a la palestra después de su casamentero año sabático, Varé tuvo que jugarse la piel todos los días para poder anunciarse 37 tardes en aquel 1919: cifra estimable cuando el cotarro lo acaparaban José y Juan. Con los dos juntos, toreó Varelito en cuatro ocasiones en toda su carrera; nueve compartió paseíllo con Joselito en ausencia de Belmonte, y otras cuatro se anunció con éste sin estar acartelado José. En 1920, fue herido en Orihuela por mayo; a principios de agosto, en Santander, y el 3 de septiembre en San Sebastián, cornada cuyas complicaciones le obligaron a cortar la campaña. Y en 1921, la temporada que más festejos toreó –44 corridas en España, 3 en Francia y 2 en Casablanca–, recibió en Madrid, por marzo, dos cornadas de un toro de Veragua; en Córdoba, por mayo, otro veragua lo cornea en el cuello, y en la feria de Albacete, un astado de Gamero Cívico lo hiere en el muslo izquierdo. Por último, en 1922, la temporada que según publicaron distintos medios de comunicación sin que mediara desmentido alguno por parte del torero, era la elegida por Varelito para retirarse de los toros, tenía escrituradas más de 60 corridas, cifra que se vería drásticamente reducida a nueve –tres en Valencia, una en Castellón, otra en Madrid y las cuatro de Sevilla–, ya que la muerte se encargó de rescindir el resto de contratos.
Varelito fue un torero carente de leyenda, que hilvanó su prestigio sin atisbo alguno de novelería. Entre los toreros de cierta nombradía, quizá fuera el de menos percha literaria. Fue una persona austera, silenciosa, modesta, a la que no se le conocían vicios ni enredos amorosos. Tampoco gustaba de “engordar” a la prensa venal, ni era amigo de juergas ni de la prodigalidad, la ostentación y el rumbo tan comunes en aquella gente de coleta. Todo en su entorno respiraba orden y sencillez y prácticamente nunca alimentó el escándalo; aunque se viera envuelto en uno que fue sonado: el día que se escapó, antes de terminar la corrida y sin permiso del presidente, de la plaza de Madrid promoviendo un formidable tumulto de protesta. Tuvo lugar el hecho en la corrida a beneficio del Montepío de Toreros, celebrada el 23 de junio de 1921, con reses de don Vicente Martínez, que estoquearon Varelito, Juan Luis de la Rosa y Chicuelo. El espada trianero tuvo una mala tarde, al punto de no parecer el mismo, sobre todo en el cuarto, en el que ni con la capa ni con la muleta ni siquiera con el estoque, donde siempre alcanzó los mayores éxitos, hizo nada, siendo evidentes sus deseos de acabar cuanto antes. En medio de la bronca que le dedicó el público, solicitó el permiso para ausentarse de la plaza, lo que le denegó el usía en sintonía con la rotunda oposición manifestada airadamente por el respetable. Pese a ello, aprovechando un descuido, Varelito y su gente se marcharon de la plaza, organizándose entonces una escandalera de proporciones épicas. En vista de la tempestad que se le venía encima, el presidente dictó orden urgente de detención contra el torero, que se hizo efectiva dentro de la estación, en la que Varé esperaba tomar el expreso de Barcelona para desde allí coger el barco que lo llevara a Palma de Mallorca, donde estaba anunciado para torear el día 26. Conducido a la Dirección de Seguridad, le pidieron cuentas por su rebelde desacato, le impusieron una multa de 500 pesetas –cien varés– y, una vez satisfecha, le dejaron libre para coger el tren correo de Valencia, por si encontraba medio de estar en Barcelona a tiempo de embarcar, cosa que logró, pues pudo hacer el paseíllo en el coso antecesor del Coliseo Balear.¿Por qué este comportamiento tan alejado de la forma de ser y proceder del torero?... Según parece, a Varelito le asistía cierto derecho para actuar como lo hizo, ya que en su contrato se hacía explícito que, debido a la corrida de Palma, la Asociación de Toreros debía obtener de la autoridad la licencia precisa para que el lidiador pudiera abandonar la plaza una vez estoqueado el cuarto toro. Si la Asociación incumplió la cláusula o el presidente se acongojó previendo un grave altercado de orden público, no lo sabemos; pero esto explica la decisión adoptada por un hombre que difícilmente faltaba a sus principios.
Bien que lo demostró dentro y fuera del ruedo, pues no cabe confundir su recatada existencia con un carácter pusilánime. Vaya de ejemplo su único desencuentro con la empresa de La Maestranza durante la contratación de su última Feria de Abril. Con galón de alternativa, Varelito había figurado en las ferias sevillanas de 1919 y 1920 –en 1921, las dos cornadas de finales de marzo en Madrid le habían impedido acudir– y sólo había estoqueado la corrida de Miura en 1920, ya que el año anterior –el del pugilato entre La Maestranza y la Monumental de San Bernardo–, se había alineado con su padrino de alternativa toreando en esta última y ninguno de los hierros anunciados en ella era el de la “A” con asas. Pero en la gestación de su contratación para la feria de 1922, Varelito se entera de que no toreará la corrida de Miura porque así se lo había exigido a la empresa, Antonio Soto, su apoderado. Y como al contrario de lo que ocurre hoy, ninguna figura que se estimase tal aceptaría no figurar en dicha corrida, Varelito, sin consultar siquiera con su apoderado –cuyo papel era entonces más administrativo que otra cosa–, se pone en contacto con el empresario, conminándole a incluirlo en el cartel de la miurada o a excluirlo de todos los carteles sevillanos en que estaba anunciado, arguyendo que “pese a lo que haya podido decirle mi apoderado, el que manda y sabe lo que le conviene soy yo”. Así de firme y así de claro. Y tuvieron que rehacer los carteles e incluirlo en la corrida de Miura, la última, por cierto, en la que abandonaría la plaza por su pie, pues la toreó la víspera de su mortal cogida.
Esta última anécdota ilustra cómo Valerito había conseguido, no sólo con su estoque, sino con su toreo recio, seco y un valor a prueba de cornadas, granjearse la confianza de los públicos y encaramarse a los primeros puestos del escalafón, donde la repetición de su nombre junto al de sus compañeros Chicuelo y Granero dio lugar al llamado cartel de “Los tres Manueles”, que figuró en las principales ferias de España.
Varelito, aquel torero que por sus “volapieses” iba a ganar “millones de vareses”, no alcanzó a dejarle a su esposa y sus dos hijas más allá de cincuenta mil duros. Él, que durante toda su carrera había navegado entre dos sangres, vio cómo –durante la desigual pelea que mantuvo con la Dama de Negro en el lecho de su domicilio de la calle Génova, enarenada en parte para que ni las ruedas de los carros ni los cascos de las caballerías lo alteraran con su ruido– la suya iba siendo invadida e infectada por los gérmenes causantes de la septicemia que le originó la muerte. Faltaba todavía más de un lustro para que el descubrimiento de Fleming –la penicilina– comenzara a alborear iluminando con sus primeros rayos el amanecer de la era de los antibióticos.
Ufff pedazo de artículo, q buena es la historia del toreo, gracias al autor por su investigación, a los aficionados nuevos como yo nos encantan conocerlas.
ResponderEliminarGran entrada por la historia de los toreros que tiempos remotos si q eran héroes
ResponderEliminarExcelente el artículo, que pena que muriese tan joven.
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