Por Santi Ortiz
La herida de El Juli le latía en las lágrimas, en el desconsuelo, en la rabia a duras penas contenida, en la cruel certeza de haber dilapidado con la espada la justa recompensa por el prodigio que había levantado en el ruedo.
Toro complicado ese “Gañafote”, de La Quinta. Con instinto de buscar el bulto y esparcir carretadas de niebla en la mente torera. Sin embargo, no en la de El Juli, que fue adentrándose en la bruma del toro hasta sacarle toda su claridad. Ejercicio de taumaturgia torera, capaz de suprimir el prefijo “im” del término “imposible” para trasladar al público cómo la tauromaquia puede convertirse en un milagro cuando hay un maestro capaz de subordinar todo, incluso la vida, a la clarividencia de una mente nacida para el toreo.
Toro que se le vino a la barriga por los dos pitones en el inicio de una faena prudentemente no brindada a nadie. No, no era toro de brindis. Y después de su comportamiento en los primeros pases, tampoco para hacerse ilusiones de faena lucida. No era toro para torear, sino para lidiar y salir dignamente del trance. Pero no hay un científico que no responda con curiosidad y compromiso ante el reto de un problema complejo. Tampoco una inteligencia como la de Julián López podía permanecer indiferente ante las complicaciones que el problema de “Gañafote” le planteaba. De momento, hizo lo que tenía que hacer: tragarle al toro y asumir el riesgo no poco probable de que se lo echara a los lomos. Aceptada por el torero esta determinación, El Juli se dio a buscar fórmulas y procedimientos por si había posibilidad de abrir un camino en la espesura del burel. Administró alturas y prefirió la mano baja; probó distancias y eligió la corta. De este modo, fue sintiendo, comprendiendo, cómo comenzaba a desentrañar aquel enigma. Y lo que era un enganchón, se convirtió en pase limpio. Y lo que era un corto viaje, fue ganando en longitud y profundidad. Y el toro, que no quería humillar, acabó con los hocicos por los suelos intentando alcanzar aquella muleta esquiva que lo llevaba y traía por donde nadie minutos antes habría podido imaginar. Y a medida que el toreo crecía, El Juli se iba haciendo gigante, ciclópeo, grandioso. Y el “estado de toreo” comenzó a llenar la plaza para que todos participaran de aquel festín meticulosamente preparado por uno de los chefs más lúcidos y magistrales de la tauromaquia.
Contemplar cómo los muletazos no querían morir, prolongando su trazo hasta lo portentoso; cómo el temple llenaba el espacio de tiempo detenido; cómo de la varita técnica del teorema había surgido la bella flor del arte; cómo el sentimiento trágico del toreo se traducía en una obra maestra, era sentir en el fondo del alma que el toreo es un acontecimiento único, donde un hombre vestido de alamares acepta la posibilidad de su propia muerte con total naturalidad a cambio de conseguir dar salida, con un toro delante, a los sentimientos que le han llevado a elegir esa escuela de vida.
Con “Gañafote”, El Juli lo había conseguido todo: transmutar un posible ejercicio de buena lidia en algo absolutamente excepcional, del que el toreo había salido catapultado como un arrebatado asombro colectivo. Madrid se había roto. Las Ventas se había partido la camisa. Sólo faltaba rubricar la obra. Pero la espada se negó. Vinieron dos pinchazos, el descabello y el desencanto. El burladero de matadores sirvió de escudo para ocultar el llanto de un torero. El Juli, ahogado en su dolor, no parecía comprender que toda la plaza lloraba con él. Y que sólo una absurda aritmética le había impedido cruzar en olor de multitud la Puerta de Madrid. Porque, yo no sé si ustedes estarán de acuerdo, pero hay tardes de puerta grande y ésta del 11 de mayo de 2022 había sido una de ellas. No figurará en las estadísticas, pero nadie que haya visto lo realizado por Julián con “Gañafote” va a olvidarlo jamás.
Me quedo con la melancolía del héroe, dando digno, con sus ojos enrojecidos, la triunfal vuelta al ruedo. Me quedo con el hombre, herido en su ilusión de haber abrochado como merecía una de las obras maestras de su vida. Me quedo con el maestro del toreo, con el veterano de la ilusión joven, con la montera que puso su bragueta al servicio del arte para impartirnos una lección torera que nunca podremos olvidar. El imaginario mítico del toreo ya cuenta con otra pieza para ir aumentando su leyenda. Se la debemos a El Juli, que no abrió la puerta grande de Las Ventas, pero sí la de nuestra admiración y sentimientos
Una faena épica extraordinariamente comentada, al leer el artículo me visualizo como si estuviese en el graderío de Las Ventas viendo la corrida.
ResponderEliminarFaena para la historia. Enhorabuena Santi por la bella descripción de la memorable actuación de El Juli
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