Mientras un juez mexicano andaba fraguando su declaración de guerra cultural contra las corridas de toros en su país, hecha pública hace unos días, cuatro toreros aztecas cruzaban el océano para actuar en la feria de San Isidro. Dos venían en calidad de novilleros y los dos restantes con galón de alternativa. Y, por lo demostrado, los cuatro venían “la muerte o la gloria a buscar”, como reza el himno nacional de su país. Porque pagando con moneda de sangre, con la del dolor y con los arrestos propios del “torero macho”, todos dejaron izado en el mástil del respeto y la honestidad el sagrado pendón tricolor de su patria.
Pese al escaso reconocimiento empresarial y el maltrato del público, ajeno a lo que ocurría en el ruedo –en el caso de Arturo Gilio–, como en la displicente actitud adoptada ante la meritísima faena de Joselito Adame, construida sobre una durísima voltereta al comienzo de la misma que dejó al torero como un boxeador sonado oyendo pajaritos por el ring, los cuatro diestros se reivindicaron como toreros y reclamaron para la torería de su país un trato más conforme con la realidad de sus méritos que la que se le viene otorgando en España.
El primero en desfilar –paseíllo debutante en Las Ventas– fue Arturo Gilio, que no pudo salir por su pie de la plaza, después de resultar colgado de manera espeluznante por entre la pantorrilla y el talón izquierdo con una cornada pronosticada de grave. Antes había dejado sus credenciales de variedad capotera, verticalidad y temple en su toreo de muleta, pese a encontrarse con un público frío y distante que no ayudó nada al novillero. No obstante, las reseñas de prensa paliaron un poco el desapego del tendido cantando sus virtudes y dándole la debida importancia a su labor.
Mucho más conocido que su compañero, gracias a su notable paso por los ciclos de novilladas con caballos del año anterior, Isaac Fonseca ocupó la segunda plaza mexicana en la feria, una semana después que Gilio. Fue una actuación de puerta grande, ya que la tenía de par en par abierta tras su faena a los 512 kilos del quinto y castaño “Hortelano” –pial del conde de Mayalde–, con el que “rompió” Madrid muleta en mano, con tandas magníficas sobre el pitón derecho y la evidencia de unas enormes ganas de ser torero. Lástima que la estocada con que tumbó al novillo sin puntilla tras volcarse en el morrillo ocurriera en el tercer intento después de pinchar dos veces, pues de haber acertado a la primera estaríamos contabilizando ahora la primera puerta grande novilleril ocurrida en la feria.
Joselito Adame está considerado una figura del toreo en su tierra, y aquí, aunque adoleciendo de cierta irregularidad, ha firmado páginas sobresalientes, que, sin embargo, no han acabado de impulsarle a la altura que sin duda merece. El diestro hidrocálido hacía este año su décimo séptimo paseíllo en Las Ventas y a fe que brindó una tarde épica de la que este rarito público de hogaño dio la impresión de no acabar de enterarse. Tiene éste tal síndrome de toreo artístico, de tanto pitiminí y tanto pellizquito –ese toreo que, pagado de sí mismo, se dice para “paladares exquisitos”–, que parece relegar al olvido la base en que se sustenta desde su nacimiento la tauromaquia: la lucha a muerte entre un toro de lidia y un hombre que quiere ser torero. Cada vez se le da menos importancia al valor. Siendo básico, fundamental y, en muchos casos, determinante. Y hablo del valor auténtico, no del alarde, al alcance de tantos medrosos. Hablo del valor como el que tuvo que desarrollar Adame para sobreponerse al volteretón que lo dejó a las primeras de cambio conmocionado, dolorido y confuso; para volver a la cara del toro, plantarle batalla, quedarse quieto, ponerse con la muleta en la zurda por el pitón con que lo había cogido, exprimir al astado por el derecho, que era el más potable, y mostrarse sencillamente valentísimo al punto de calentar el cotarro hasta la gresca en el tendido. Grande, Joselito. Y merecedor de algo más que la vuelta al ruedo, que un atajo de cursis a la violeta quiso abortar. Fue épico, homérico, contemplar a un hombre físicamente destrozado, con el espíritu intacto y el orgullo torero en los ojos después de haber desafiado y vencido al toro y al mundo.
Cerraba el póquer isidril de toreros aztecas, Leo Valadez, que venía a confirmar su alternativa en Zaragoza de octubre de 2017, después de dar la sensación de haber quedado extraviado en la jungla de despachos, intereses e injusticias que el toreo conserva para quebranto de muchos como si de un ecológico e indeseable parque natural se tratara. También vino el diestro hidrocálido luciendo sus pinturas de guerra en tarde que el vendaval y el genio de su segundo toro las hicieron absolutamente necesarias. Después de mostrar su variedad en los tres tercios, su aguante y sus indudables ganas de reivindicarse como un torero joven que pide paso, nos ilustró con su pureza a la hora de irse tras el acero para conseguir en el astado de Torrealta que cerraba plaza la única oreja de la tarde. Faena de taleguillas rotas, intensa, emocionante, donde el muchacho enterró los dolores de una oreja desgarrada y la paliza que llevaba encima para darse a torear por naturales –el lado por el que resultó cogido–y poner el alma en la punta de su estoque. Otro bravo que hizo retumbar en el ruedo de Las Ventas el sonoro rugir del cañón mexicano demandando atención, contratos y justicia.
Los cuatro vinieron dispuestos a regar con la indómita casta de su
sangre las agrestes campiñas del toreo más épico y bien que dejaron buena constancia de ello. Llévense todos un recuerdo de gloria y de respeto y vaya para México, a través de la firmeza de su torería, el inequívoco laurel de la victoria. Espero que la justicia tenga memoria suficiente y no tardemos en verlos de nuevo vestidos de alamares por nuestras plazas haciendo oír en su honor el grito, tantas veces salpicado de esplendor y grandeza en la historia del toreo, de ¡¡Viva México!!
¡¡¡Que viva Mexico!!!
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