Por Santi Ortiz
Hace una semana quedó clausurado el San Isidro del retorno: largo serial iniciado al tiempo que concluía la Feria de Sevilla, con más nueces que ruido en esta ocasión, aunque la jaula de grillos que en la mayoría de las tardes se convierte la plaza de Las Ventas genere estridencia y escándalo para poner en alerta cualquier censor de contaminación acústica.
Sin embargo, los triunfos de verdadero calado –no los únicos, pero sí los de más importancia– han quedado interiorizados en su propio contenido sin figurar en las estadísticas de la feria por no traducirse a trofeos. El fallo a espadas se llevó un ramillete de cinco o seis puertas grandes, que no es moco de pavo. Dos para El Juli, dos para Roca Rey y una para Morante e Isaac Fonseca quedaron tiritando bajo los pinchazos de aceros destemplados sin engrosar la lista de las conseguidas por Tomás Rufo, Ángel Téllez y el novillero Álvaro Alarcón.
No obstante, hubo más, mucho más. Y todo realizado ante el toro más grande, cornalón, astifino, añejado, veleto o cornivuelto de que guardo memoria. En Madrid, por San Isidro, parece que la variadísima conformación de pitones de las reses hubiese quedado reducida a la que hemos apuntado: toros cornalones, astifinos y veletos. Los demás: los cornicortos, los armados en delantero, los brochos o corniapretados, los acucharados y otros muchos parecen haber desaparecido de las reseñas isidriles en virtud de las exigencias cada vez más restrictivas y sesgadas que se imponen en los criterios de aprobación de las reses. De ahí que viese yo superada mi capacidad de comprensión al escuchar una tarde y otra la demanda de ¡Toro! ¡Toro! formulada por los tendidos más intransigentes del coso venteño. Entendería una reivindicación de más bravura, de mayor casta, de mejores hechuras para embestir, pero… ¿de toros? ¿Cuándo han visto los aficionados actuales unos ejemplares con más edad, volumen, alzada, romana y trapío que los que han saltado al ruedo de Las Ventas en esta feria?
Al margen de estereotipos simplificadores que condensan de manera incompleta los rasgos más relevantes de los triunfadores; a saber: racionalidad técnica de El Juli al servicio de un apabullante magisterio; dominio portentoso de valor y de toreo en Roca Rey para transformar un toro de cama en otro de triunfo; la magia artística de Morante deslizando su estética por las nobles embestidas del colorado y alcurrucén “Pelucón”; el temple exquisito vehiculando el valor y la frescura del recién llegado Tomás Rufo, que, a triunfo cantado, parece llevar en el escalafón de honor toda la vida; la templaria revelación de Ángel Téllez, meciendo en su cintura un toreo de calidad; la seguridad de zapatillas quietas, reposo y firmeza en las faenas novilleras de Álvaro Alarcón, y la arrolladora forma de reivindicarse del mexicano Isaac Fonseca, que rompió Madrid con su mano baja y su alto valor… Al margen de todo esto, como digo, hemos podidos contemplar muchas cosas hermosas, interesantes o muy indicativas del momento en que se hallaban los diestros que han cruzado el ruedo de la feria. No puedo dejar de acordarme del valor descarnado, salvaje, primitivo, con que Juan Leal nos ha abofeteado la conciencia, sin que ello le impidiera en esta ocasión mostrarnos pasajes de buen toreo. Hemos tomado nota de un novillero que, en tarde de puerta grande de un compañero, consiguió que la gente saliera hablando de él. Se llama Jorge Martínez, murciano de Totana, pero ligado a la Escuela Taurina de Almería, donde tuvo de profesor a su actual apoderado, Ruiz Manuel. Con un novillo de “hule” y otro complicado, mostró una entereza tan sobria y auténtica y una capacidad para extraer dos tandas impensables en las postrimerías de su faena al quinto, que impactaron y mucho en el sentir de aficionados y profesionales. El día que Madrid saboree el temple de su capote y le vea cuajar un toro a gusto con la muleta, va a alucinar. Tiempo al tiempo, que sé lo que digo.
Me impresionó gratamente la seriedad y el aplomo con que Ginés Marín aceptó su cornada y decidió tirar para adelante con las dos corridas que le quedaban en la feria, pese a lo ajustado del tiempo de recuperación. Quizá le sobrara la segunda actuación, donde nubló su quehacer cierto halo de desconfianza. Pero si le vino bien para quitarse la mascarilla, acertó, ya que en la Beneficencia se le vio remontar el vuelo e ir de menos a más hasta lograr que el público se pusiera en pie durante su comprometida faena al manso que cerró corrida y del que se le pidió la oreja, pese a escuchar dos avisos.
También con la “o” de la cornada dibujada en su carne, dejó su cartel en alza Gómez del Pilar. Cortó una trabajada oreja a su primer toro de José Escolar, a cambio de sufrir dos volteretas y dejó constancia de sus ganas de ser torero yéndose de nuevo a portagayola en el sexto, donde resultó herido. Lástima. El toreo es así. Apostó y perdió; pero su compromiso y sus ganas de ser quedaron puestos de manifiesto a la espera de recompensa.
Javier Cortés, que obtuvo una meritoria oreja de un astado de El Pilar, pero se dejó llevar por el “academicismo veterano” en su repetición con los de Pedraza de Yeltes; Curro Díaz, que también tocó pelo, como Álvaro Lorenzo, en la corrida de El Parralejo; Joselito Adame, pundonor a prueba de paliza con un astado de Arauz de Robles; Leo Valadez, que, además de cortar oreja en su confirmación, pidió un sitio que todavía no le han dado; José Garrido, que dio en Madrid la misma dimensión de ganas que en Sevilla; Román, que supo ponerle su nombre a la tarde de su reaparición, cortando oreja y pagando su ilusión con moneda de sangre; Rafaelillo, orejeado, tranquilo y decidido con los de Adolfo, y Sergio Serrano, autor de una vibrante y sentida faena –Oreja de Oro– ante la transmisión desarrollada en el último tercio por un victorino manso de libro en varas, pasaron por San Isidro dejando en alza su cartel.
Sin embargo, no hay luces sin sombras. Y aquí las hubo hasta tenebrosas. Tal vez la más llamativa sea la de Talavante, sostén de la feria nada menos que con cuatro corridas contratadas, que lo llevaron desde el absurdo mano a mano con Juan Ortega –¿qué criterio surrealista se emplearía para concebir tal pugilato?– hasta el reto con los de Adolfo Martín. Entre ellas, una corrida de Garcigrande y otra de Victoriano del Río. Talavante, que comenzó cortando oreja en su reaparición, ni siquiera convenció ese día. Después no pasó de dar una imagen cada vez más triste de sí mismo, apelando a veces a la voluntad pero preso de un frío academicismo que no contribuyó a dar ni por asomo la talla que las expectativas habían supuesto. El petardo a espadas del último toro de su feria, al que entró a no matar en reiteradas ocasiones le abrió la caja de los truenos y fue despedido con una bronca que traducía la decepción que su paso isidril había generado.
Otros que han pasado por la feria cuesta abajo en la rodada han sido los “artistas” Ortega y Aguado. El primero parece confirmar mis sospechas, hechas públicas ya hace tiempo, de conformarse con ser, muleta en mano, un torero de detallitos y pellizcos, sin plantearse el reto y la necesidad de cuajar un toro de principio a fin. Siendo un excelente intérprete de la verónica, con eso, unos deslumbrantes inicios de faena y algún que otro arabesco artístico no se puede mantener el sitio que le han dado, a mi juicio más gratuitamente que por méritos propios. Si aún no ha caído en la cuenta, pronto se lo harán saber. En cuanto a Pablo Aguado, es otro que sigue bajando peldaños. Continúa con su tónica de acompañar las embestidas en vez de torearlas, por lo que no hay dominio sobre las brusquedades, como le ocurrió con su primero de la “juampedrada”, o siempre se refugia en un toreo a media altura que a no todos los toros conviene. Faltó acople con el tercero de La Quinta y su exquisito temple se vio alterado en sus comparecencias con un toreo más ligerito del que acostumbra y que puso afectación a su naturalidad. Que un torero pueda vivir de una faena o de una tarde extraordinarias es cosa del pasado. Hoy se precisa ir renovando triunfos casi todos los días, porque si se queda con el anzuelo puesto esperando a que pique el toro soñado corre el riesgo de ser engullido por esas sombras que le invisibilizan dejándole fuera del partido.
De San Isidro, salen además con el cartel a la baja Tomás Campos, Pepe Moral, Morenito de Aranda, Manzanares –fácil, compuesto y aburrido y sorprendentemente desasistido de la regularidad de su acero–, Joaquín Galdós, Gonzalo Caballero y dos toreros a los que la injusticia metió en la feria con mal pie. El primero es Paco Ureña, condenado al ostracismo en Castellón, las Fallas, Sevilla –sólo entró en sustitución de Emilio de Justo– y Madrid, donde le dieron a elegir entre tragarse el sapo envenenado de su encerrona o quedarse fuera de San Isidro. Aparentemente era una opción, pero en la realidad no le quedaba más remedio que aceptar. Y eso hizo. Necesitaba un triunfo que no llegó, pues sólo tocó pelo en el sustituto del quinto, cuando el dios de la lluvia vino en su rescate para que se vivieran escenas fantasmales más propias de un subidón de anfetaminas o de una antología del disparate que de una corrida de toros: oles desaforados en medio de la tormenta, torero roto y desencajado, ruedo absurdamente lleno de almohadillas y unánime petición de oreja, que fue concedida. Todo muy irreal y muy loco. Pasada la resaca, a Ureña le queda una temporada de muy difícil gestión, veremos cómo la resuelve.
Injustamente considerado fue también David de Miranda, pues no es obrar en justicia tratar al triunfador como un pedigüeño de oportunidades. El torero de Trigueros había triunfado plenamente en su confirmación de alternativa en el San Isidro anterior a éste, cortándole las dos orejas a un toro difícil, por exigente y exigente por bravo de Juan Pedro Domecq. Era toro con dinamita en la sangre de los que, para triunfar, exigen al torero tirar la moneda y estar dispuesto a morir. David la tiró, lo hizo con acierto y descerrajó la Puerta Grande. Desde el ganadero al último aficionado vieron al toro y vieron al torero y se entusiasmaron contemplando cómo saltaban chispas del choque del valor y la casta; del choque de la autenticidad que convierte al toreo en FIESTA DE LA EMOCIÓN. De Miranda se había ganado así un tratamiento digno de su triunfo, pero, lejos de esto, lo anunciaron una sola tarde y en una corrida –con Román y Gonzalo Caballero– de segunda división.
Hablar a toro pasado siempre es fácil, pero, contrariamente que en el caso de Ureña, sigo pensando que aquí sí había opción de desestimar el desaire, el menosprecio a sus logros, negándose a ir en tales condiciones. Cuando se tienen argumentos, hay que saber pedir y dejar que el torero quede en paz con su propio respeto. Además, creo que la prensa y la afición se habrían puesto de su lado. No se hizo así, se “tragó” con la injusticia y, para colmo, en esta ocasión tampoco David se reivindicó en el ruedo, dejando que Román asumiera el protagonismo de la tarde, mientras las acciones del triguereño caían en la Bolsa del toreo. De cara a la temporada, David es otro que tiene las cosas complicadas después de haber tirado su triunfo por la borda. Veremos cómo se desarrollan los acontecimientos.
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