Por Fernando Fdez. Román
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Llegó Morante a Pamplona vestido como Dios le dio a entender: casi todo en blanco. La chaquetilla, profusamente bordada de plata con seda blanca y la taleguilla de blanco-blanquísimo, con bordados, apenas notados, del mismo tono. Morante se reinventa cada día, porque está pendiente del detalle rompedor con los usos y costumbres de la tauromaquia de casi siempre, para convertirse en el continuador del Paquiro ancestral, aquel chiclanero que trucó el justillo de ante/nada airoso/y el calzón montaraz/por el vistoso/traje de seda y rica argentería, con lo cual, puede decirse que, a partir de entonces, el histórico Paquiro uniformó a la torería de a pie y a caballo, a más de imponer reglas y normas para el desarrollo de la lidia.
Puede colegirse, pues, que desde mediados del siglo XIX los toreros comenzaron a vestirse con ternos (tres piezas: chupa, chaleco y calzón), llamados “de luces” por el destello que despiden sus bordados, mayormente de áureo o plateado canutillo, al sol de las tardes de toros. Morante –ya nadie lo duda—está marcando tendencia en el modo y en la moda. No para de inventar; no por el afán caprichoso del petulante que quiere mostrar su distinción (de “ser distinto”) del resto de los mortales que se enfrentan al toro, sino para hacer del reciclaje una selección de lo bueno o auténtico, trasplantándolo a la tauromaquia actual. Lo dije en cierta ocasión: Morante hace evolución a través de la involución. Ahora bien, todo esto –la jardinera que lo transporta a la Plaza, la diversidad de encastes de bravo a que se enfrenta, la novedosa indumentaria que luce, las suertes antañonas que desempolva o el insólito cromatismo de los utensilios que maneja-- no pasaría de anecdótico si después se inhibiera cuando sale el toro; pero el diestro de la Puebla se ha revelado, además, como un gallo de pelea que no se la deja ganar por nadie, para lo cual emplea un arma de destrucción masiva: el inmenso arte que atesora y su capacidad para mostrarlo –a través de un valor que muchos ni siquiera intuían-- con pasmosa naturalidad.
Ayer, en Pamplona, se vivió un capítulo más de la inmensa obra morantista, representada durante una temporada taurina que anda muy cerca de alcanzar la historicidad.
Ocurre, sin embargo que, en lo tocante a sus corridas de toros, Pamplona por San Fermín es un escenario cada vez más atípico, dentro de su incomparable idiosincrasia. Lo de ayer con Morante de la Puebla puede servir de ejemplo de cómo la obra de arte –de arte de magia-- se depaupera por el comportamiento críptico e inconsciente del público que la contempla. Hay que tener un inconmensurable sentido de la concentración y una fe acrisolada y rotunda en la propia creatividad para ofrecer tanta belleza encadenada, tanta lucidez expresiva en ese instante, efímero y bello, riesgoso y trágico, en que el hombre convence a la bestia que lo amenaza de muerte para que persiga un trapo colorado, mecido con acariciante suavidad, durante el breve tiempo que transcurre la ejecución de lo que, acertadamente, se denomina ”suerte”. Una y otra vez, con capote y muleta, a derechas e izquierdas, Morante se pasó a sus toros de Núñez del Cuvillo por delante de esa taleguilla blanquecina, a la altura de la bragueta, en suertes al natural y en redondo, bien erguida la figura o poniendo una rodilla en tierra para ayudarse con la espada, o improvisando florituras impecables que estaban, como el avemaría de una letanía, llenas de gracia. De todo esto hubo, en diferentes proporciones, durante la lidia de los toros segundo y quinto (alterado el orden de lidia a pie por la apertura a caballo del toro de rejones), en los cuales Morante se empleó como si de su reaparición en Pamplona dependiera la llegada de nuevos contratos, a tal punto, que el torero se esforzó por desbrozar el cabeceo de su primer toro a la salida de las suertes, aprovechando la nobleza del animal para ligar tandas de pases de impecable caligrafía. La defectuosa estocada y el alboroto de los tendidos de sol –y gran parte de la sombra--, totalmente ausentes de lo que ocurría en el ruedo, descartó el premio de la oreja: Más aún, en el segundo de su lote, José Antonio dibujó unas verónicas aisladas realmente portentosas. Aisladas, digo, porque también la Plaza en ese momento estaba anestesiada, desmembrados los tendidos del gentío cantor y del retumbe de tambores o metales y empleada la muchedumbre espectadora –muchos en las galerías exteriores-- en meterle el diente a los bocatas de ajoarriero y demás condumios regados con espumosos o tintos del lugar. Eso fue lo que ganamos quienes estuvimos pendientes del ruedo: liberarnos de la algarabía para retomar el reposo de la vista y el oído. Éramos unos pocos, no crean, porque los aficionados pamploneses o foráneos ralean cada vez más; pero, ¡qué gozada de faena la de Morante a ese toro de Cuvillo, con su briznita de mansedumbre bonancible, sobre un fondo de bravura que permitía la ligazón al ralentí de lances y muletazos! Encima, mató de una estocada recibiendo, algo desprendida, pero de impecable ejecución. Le dieron una oreja, pero, ¡qué más da! Lo importante fue el buen rato pasamos en esos quince minutos de liberación, coreando con oles roncos y sinceros cada genialidad de Morante: Fue la clarita que se abre entre el estruendo de la tarde. Y es que daba pena ver cómo el arte se vertía en riada en los toros anteriores, mientras en el ambiente se coreaban a grito pelado gritos y consignas, a más de los consabidos y trasnochados compases de “…¡pero sigo siendo el rey!”, “la chica ye-yé” y demás. Es como si Pavarotti se entregara en La Scala de Milán con el aria Nessun Dorma y en el patio de butacas estuvieran cantando a coro el “…¡hay que venir al sur!”, de Raffaela Carrá. ¡Bendita merienda!
Como siempre, en esta temporada, El Juli no da tregua. Aguantó impávido la arisca embestida de su primer toro y logró meterlo en el faldón de su poderosa muleta con pasmosa seguridad, hasta lograr que el “peñerío” le prestase atención. Algo parecido ocurrió en el segundo toro de su lote, solo que éste le proporcionó embestidas con incansable movilidad. La espada viajó cercera y letal y cortó una oreja en cada toro, con petición de la segunda en el primero.
Rancho aparte para Roca Rey. Lío gordo –otro más—en Pamplona. Tremendo en el cuarto toro, con una faena de alto voltaje y vibrante exposición, iniciada de rodillas en los medios con pases cambiados y continuada con series de muleta por ambos pitones apretadísimas. El estoconazo en la yema desató la locura –esta vez, sí, todos los tendidos—y le cortó al toro las dos orejas. Mejor aún su actuación en el último de la corrida, con un Cuvillo de nota, bravo y noble, al que toreó con excepcional templanza, tanto erguido como genuflexo. Estaban al caer otras dos orejas, pero pinchó antes de la estocada letal y solo le otorgaron una.
Por delante, actuó Pablo Hermoso de Mendoza, ídolo de Pamplona y Navarra toda. Su personal homenaje a la centenaria Plaza Monumental consistió en recrearse a caballo con la templada embestida y el tranco coordinado de un excelente toro de Capea. Destacaron unos magníficos rehiletes, colocados con admirable precisión, y, sobre todo, los abaniqueos por la cara del toro, de acá para allá, con la con del caballo, que pusieron la Plaza boca abajo. El fulminante rejonazo le proporcionaron las dos orejas, preciado bagaje que le permitió irse en hombros hacia las calles de Pamplona, junto a Juli y Roca Rey. Morante, se fue andando, pero nos dejó el recuerdo imborrable de su inmarcesible creatividad artística. Nunca una merienda resultó tan provechosa.
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