miércoles, 10 de agosto de 2022

LA DEMOLEDORA ARITMÉTICA DE JOSÉ TOMÁS

 Por Santi Ortiz

Pese a la mucha experiencia que uno se echa ya a las espaldas, el mundo del toreo me sigue pareciendo desconcertante e incluso paradójico en muchas ocasiones. Resulta que un torero se lleva más de veinte años tirando líneas y cuajando un toro de higos a brevas y le basta cargarse de responsabilidad una temporada para que se le cante como el salvador de la tauromaquia patria. En cambio, a José Tomás, que lleva toda su vida torera satisfaciendo, tarde tras tarde, las más altas expectativas –sobre todo a partir de su resurrección de 2007–, en cuanto las defrauda una sola vez –como ocurrió en Jaén–, se le cuestiona, se le pone en tela de juicio, como si ya tuviera los días contados como torero. Aquí, un solo fallo eclipsa toda una historia, toda una carrera; allí, el protagonismo de una sola temporada vale para ocultar una realidad de décadas. Curioso.

En tal contexto, se llegó a la corrida de Alicante. No faltaron enterradores ni cigüeños que profetizaban el definitivo descalabro de un torero que, indudablemente, transita hacia su ocaso, pero al que aún le sobra munición de torería, afición, pureza, valor y vergüenza torera para seguir manteniendo en alto su vitola de mito. Eso deberían saberlo las prestigiosas plumas de la crítica taurina que decidieron despreciar la cita más importante que tenía el toreo este primer domingo de agosto, para irse a El Puerto a ver a dos toreros artistas de los que no logran cubrir media plaza y dejan que su vida transcurra a la espera de un toro que se avenga sumisamente a su forma de concebir el toreo. Cada uno tiene sus perversiones y allá cada cual con su disfrute; pero pienso que faltaron a su obligación de periodistas no estando en el lugar del acontecimiento, aunque sólo fuera para que no se lo contaran. A la postre, ellos se lo perdieron, de igual manera que esa fidelísima masa tomasista, que cruza océanos, países, provincias y comarcas para ver a su torero, lo disfrutaron impregnándose de la más rancia verdad de una tauromaquia única, por estar sólo al alcance del diestro de Galapagar.

Es aquí donde quiero que intervenga la aritmética, parcela de la matemática no bien acogida en el mundo del arte, pero que, en el toreo, sirve para distinguir lo excepcional de todo lo demás. Y es que en la cara del toro se sufre. A los toreros se les ponen los pulsos a doscientos y creciendo a medida que prolongan su estancia donde el peligro quema. Por eso, los diestros más medrosos dan tandas de dos o tres pases y el de pecho antes de irse a coger el aire que sus pulmones necesitan. Ya una tanda con cinco o seis muletazos y el remate se canta como algo meritorio, entre otras cosas porque en su duración se da tiempo al público a que rompa en su entusiasmo. Pero cuando las series son de ocho o diez muletazos nos llevan al terreno de la excepcionalidad. Y de hecho, los nombres toreros que las protagonizan son todos toreros de época, como Manolete, como Manuel Benítez, El Cordobés… Ser capaces de pasarse ocho o diez veces seguidas el toro por la faja, además del dominio del arte, pues sin llevar al toro lo suficientemente toreado eso sería imposible, requiere esa dosis de valor que sólo poseen algunos elegidos.


¿Saben ustedes cuántos naturales seguidos le pegó José Tomás a “Azuzado”, el cinqueño de Garcigrande con el que obtuvo su rotundo triunfo en Alicante? Se los voy a decir: una tanda de 14 –¡catorce!–, prologada con un singularísimo pase cambiado y abrochada con dos molinetes y el de pecho; otra de 11 y otra de 12. Las tengo recogidas en tres vídeos que me permitieron contarlos a mi satisfacción. ¿Qué otro torero es hoy capaz no ya de hacer algo similar, sino de intentarlo siquiera? Mañana, no sé; hasta hoy, desde luego ninguno. La excepcionalidad de esa demoledora aritmética es de exclusiva propiedad tomasista, por eso –entre otras muchas cosas– es un torero único. Porque hace lo que ningún otro es capaz, porque concibe e intenta lo que los demás ni imaginan, porque, salvo el día de Jaén, siempre consigue estar a la altura de los sueños.


Lo volvió a demostrar en Alicante y lo seguirá demostrando mientras le siga bullendo en el alma algún misterio que expresar ante el toro. De momento, posee toda la vida que sus detractores le negaban. Y ahí sigue, marcando diferencias, descubriendo suertes –como el personalísimo pase cambiado que dio inicio a la serie de los 14 naturales– o rescatando, para que no muera, la verdad de su primera tauromaquia; verbigracia, las extraordinarias gaoneras de manos bajas, exquisito temple y suprema limpieza con que construyó el quite al astado de Garcigrande.


De igual manera, José Tomás continúa deambulando por los salones del peligro. Asume el riesgo como una consecuencia de su pureza y lo maneja con la misma galanura de siempre. Expone y, a veces, le levantan los pies del suelo, como ocurrió en el tremebundo volteretón que le pegó el toro de Victoriano del Río, propicio para desencuadernarle el ánimo a cualquiera que no fuera él, pues lo único que consiguió el astado fue que el torero se revistiera de solemnidad para dolerse en unas manoletinas que, en su quietud y grandeza, nos trasladaban una sentida evocación de Manolete.


En José Tomás sigue palpitando un corazón de héroe. Su verdad sigue abriéndose paso entre la mentira y el veneno. Su pureza sigue lavando las entrañas de la tauromaquia. Todo lo tiene hecho, pero nadie sabe lo que le quedará por hacer. En ese enigma de futuro palpita su recuerdo inoxidable. Alicante quedó atrás. Dónde y cuándo será la próxima estación, la nueva cita, el esperado acontecimiento, nadie lo sabe. Tal vez, ni él. Pero en este parpadeo de incertidumbre respira su luz el tomasismo, dispuesto a peregrinar a la nueva Meca en cuanto los carteles anuncien su convocatoria. Mientras, a seguir paladeando en la memoria las tandas de naturales al segundo toro de Alicante y maravillándose ante la desmesura de la aritmética tomista.




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