Perder y recobrar el sitio
Por Santi Ortiz
¿Qué le pasa a Manolete? Asomado al umbral de su campaña de 1942, con su figura bendecida por las más halagüeñas expectativas, después de que su mentor haya hecho concienzudamente bien sus gestiones administrativas durante el invierno y cuando todos esperan que su inicio de temporada sea una continuación triunfal de la anterior, Manolete desconcierta a propios y a extraños conduciéndose de una manera que desdice radicalmente lo que había venido siendo hasta entonces. Es la antítesis del torero que trae ilusionada a la afición. Donde antes decisión, ahora hay dudas; donde voluntad, abulia; donde poder, impotencia; donde clarividencia, torpeza; donde entereza, flaqueza; donde naturalidad, afectación. Manolete no es ni sombra de lo que era.
¿Qué le ha pasado a Manolete? Algunos allegados sostienen que se le ve cansado, aunque la temporada aún está en sus inicios. ¿Mal invierno? ¿Distracciones? ¿Desgastes indeseables?... Él lo sabrá. Pero lo que parece evidente es que ha perdido el sitio y el sitio a los toreros se lo quitan los toros. Candidato a jugar este papel es el astado de Marzal que lo coge para matarlo el día de San José en Valencia. El volteretón deja a Manolete en cueros, pues le destroza la chaquetilla, las taleguillas, la camisola, el corbatín… y hasta las medias. Es un milagro que no le parta también las carnes, pero los desperfectos que haya podido causar en su ánimo, esos no se cierran con puntos de sutura. Tras una orejita de poco peso en Barcelona, emprenderá un catastrófico mes de abril, de cuyos nueve paseíllos no saca ni una sola oreja que llevarse al esportón. Entre ellos, se consigna el del día 5 en Zaragoza, que Manolete reconocerá posteriormente como “la peor tarde de mi vida torera”. También echa su peor feria de Sevilla, donde decepciona en sus cuatro corridas, igual que le ocurre a Pepe Luis.
Ante la deriva que toman las cosas, es lógico que en la mente de Camará y del propio torero se enciendan los pilotos de alarma. Así no se puede continuar. Y ya en mayo, comienza a detectarse cierta reacción en el diestro, que consigue intercalar algunas tardes de luz entre las sombras. Pero lo verdaderamente asombroso es el cambio que experimentará el torero a partir de mediados de julio; concretamente, a partir de la corrida del 18 de julio en Sevilla, auténtico punto de inflexión de su temporada.
Hay un dicho muy taurino que sostiene que, a los toreros, un toro les quita el sitio y otro se los devuelve. Si esto último es lo que le ocurre a Manolete con uno de los villamartas de ese día sevillano, no podríamos asegurarlo; mas, algo ha tenido que ocurrir para que el cordobés, a renglón seguido, encadene trece corridas triunfales con la única excepción de una tarde en blanco. El cómputo es espectacular, pues del 23 de julio al 20 de agosto, acapara nada menos que 33 orejas, 12 rabos y 6 patas.
De hecho, el limitar el cómputo a esa fecha agosteña no obedece a capricho ni mucho menos a que Manolete dejara de seguir
acumulando triunfos hasta que la cornada de un toro de Montalvo, en Madrid, el 27 de septiembre, le obligara a cortar la temporada. El motivo es que, resentido del navajazo en el rostro que un burel de Félix Moreno le pega en San Sebastián –la emblemática cicatriz que, partiendo de la comisura izquierda de la boca, lo acompañará toda su vida– deja de torear durante tres corridas, lo que, aunque breve, supone un parón, aprovechable para cerrar el recuento.
Este Manolete resucitado, que vuelve a invocar la química de la grandeza, que torna a ser el incendiario de corridas y ferias, no volverá a caer en las debilidades y flaquezas que lo han atribulado durante la primera parte de la temporada hasta hacerlo parecer un ser desconocido. Nunca más. Podrá tener tardes malas, en las que no salgan las cosas, pero ninguna que enfrente a Manolete con su enseña, que lo oponga a sus virtudes y cualidades, que lo convierta en negación de sí mismo. A partir de ahí, Manolete mete al toreo en el cajón de su genialidad y, aunque esta vez tampoco termine liderando el escalafón –de las 91 corridas contratadas, sólo alcanza a cumplir 72–, en cuanto a méritos toreros y a proyección de futuro en busca del cetro del toreo se destaca en solitario a un océano de distancia de todos los demás.
Después del “susto” y viendo la apabullante manera que tiene su torero de salir del “bache”, Camará mantiene acrecentada su confianza absoluta de que sus logros en los despachos serán defendidos a capa y espada –nunca mejor dicho– por Manolete en el ruedo, así que, mientras se sacan las pellizas y la leña crepita en los cortijos, guarda silencio mientras prepara sus cartas con vistas a hacer saltar la banca del toreo en este 1943.
Ya que hemos de hablar de dinero, hagámoslo en pesetas que es lo que en este caso procede. Durante las trece décadas largas que estuvo en vigor, la peseta no dejó de acrecentar las cifras contractuales de los toreros de postín. Lagartijo y Frascuelo, que comenzaron ganando unas 2000 pesetas, fueron subiéndolas paulatinamente en consonancia a su categoría hasta las 5000. Los mil duros se mantuvieron en la época de Guerrita, aunque, en ella, Mazzantini fuese el primer torero que cobrase mil pesetas más. El Guerra consolidó esta cifra, pese a que en ocasiones ganara mucho menos. Bombita y Machaquito no logran superar en su tiempo las 6000 del ala; pero con Joselito y Belmonte la cotización vuelve a subir, pues los dos “fenómenos” acabaron su Edad de Oro contratándose por 8000 pesetas. Sin embargo, es a la vuelta de Belmonte en 1925 –tras retirarse tres años antes con las pilas de la ilusión absolutamente descargadas– cuando tiene lugar, con la exclusiva de Eduardo Pagés, uno de los contratos más importantes de la historia del negocio taurino. El acuerdo estipulaba veinte corridas de toros a razón de 20000 pesetas cada una como honorarios mínimos, que fueron elevados a 25000 en la siguiente temporada. La tarifa, unida a ciertas cláusulas de similar importancia, hacía de este contrato una revolución económica parigual a la artística que doce años antes –también con Juan como protagonista– hiciera tambalear los cimientos del toreo. Por último, en la década de los años cuarenta, y también de la mano de Pagés, Domingo Ortega alcanza las 30000 pesetas por tarde. Era lo máximo que un torero había ganado hasta entonces. Es la situación vigente cuando Camará reúne a la cúpula de empresarios para hacerle saber que quien quiera contratar a Manolete para 1943 ha de pagar unos honorarios de 45.000 a 50.000 pesetas por actuación. La medida, que supone un aumento de más del 66% de la máxima cotización de un torero a lo largo de la historia, forma el consiguiente alboroto y su cohorte de protestas y quejas. Los cuatro grandes del empresariado –Balañá, Orduña, Peris y Pagés– se niegan. Camará no cede un ápice. O lo toman, o lo dejan.
No obstante, como el apoderado había previsto, pronto empiezan a aflojar los empresarios. El primero, Balañá, que ya para mediados de marzo ha contratado a Manolete para dos corridas, en la segunda de las cuales, a un toro de A.P., le corta una pata dándole mayor músculo a las tesis de su mentor. Después le seguirá el resto, salvo Pagés, que veta a Manolete en todas sus plazas –Sevilla, San Sebastián, Gijón, Salamanca, Valladolid, Cáceres…– para ese año. Con esta decisión, los carteles de la feria de Abril aparecen huérfanos del torero de la Mezquita.
Así y todo, pese al veto de Pagés y a las tres cornadas –Castellón, El Puerto y Albacete– que toma este año, Manolete queda en cabeza del escalafón con 75 corridas toreadas y llenando las plazas todas las tardes. Es el torero más demandado por el público, no en balde la garantía de éxito que brinda el cordobés no sólo es muy superior al resto de monteras contemporáneas, sino que no tiene precedente en toda la historia del toreo. Manolete comienza a imponer a los bureles la verticalidad de su toreo sobrio, seco, pero nimbado de ese aire místico que evocan los alargados personajes de El Greco; más, también el arquetipo de faena que acabará hegemonizando su época. Manolete se nos muestra como un ciprés impasible que lleva a Séneca en el estoicismo de sus zapatillas, a Abderramán en la elegancia de su porte y a Almanzor en la valiente contundencia de su espada. Su campaña es triunfal y las tardes de éxito se suceden con una regularidad impresionante. De todas ellas, he querido hacer referencia a una –la más triunfal de todas–, no ya por la dimensión que tuvo, sino porque de ella surgió uno de los apelativos que mayor fortuna hicieron en la carrera del torero. Ocurrió en Alicante, el 28 de junio de ese año 43, la tarde en que a una cornalona corrida del conde de la Corte, Manolete se entretiene en cortar cuatro orejas, dos rabos y dos patas después de hechizar la plaza toda con su juego de luz y de sorpresa y poblar los tendidos de dementes que no saben qué hacer con su entusiasmo. No faltan entre ellos, sesudos periodistas, como el cofundador y director de
Dígame, Ricardo García, K-Hito, impedido de tomar notas por no ser capaz de atender otra cosa que al milagro que estaba asistiendo. Preso aún de tamaña conmoción, al pasar a su altura durante la vuelta al ruedo, K-Hito arrojó a Manolete su bloc de notas, en el que había escrito con letras mayúsculas: “¡¡MONSTRUO!!” Y con “Monstruo” se quedó para los restos. Hasta por The Monster, lo conocían en Estados Unidos. Después, aquí hemos seguido utilizando el término, cuando en sentido hiperbólico se ha empleado referido a cualquier persona que muestre dotes excepcionales para algo.
ResponderEliminarMuy buena serie
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