En el toreo todo empieza y todo termina en el toro. Puede parecer una obviedad, pero a veces hay que recordarlo. Sin toro íntegro no hay emoción, y sin emoción no hay verdad, y sin verdad no hay toreo que aguante. Las plazas lo saben, el aficionado lo exige y el buen profesional lo respeta.En ferias como Pamplona o Bilbao el toro es la medida de todas las cosas. El trapío no se negocia, la seriedad es norma y el que no está preparado queda retratado. Ahí, más que nunca, el animal manda. No hay hueco para maquillajes ni para comodidades. Es el toro el que decide si un torero se crece o se diluye, si una faena pasa a la historia o se olvida al día siguiente.
Pero no basta con que el toro sea grande y serio de cara. La integridad es también bravura, fondo, emoción en cada embestida. Un toro que se arranca de lejos y pelea en el peto, que humilla en la muleta y mantiene la transmisión hasta el último pase. Eso es lo que eleva una tarde, lo que justifica la entrada y lo que diferencia la Fiesta de cualquier otro espectáculo.
Cuando se olvida esta base, el toreo se convierte en un teatro sin guion. Podrá haber estética, podrá haber técnica, pero sin toro auténtico no hay nada. Y lo peor es que el público, incluso el que no entiende de reglamentos ni encastes, lo percibe. Sabe cuándo le están dando gato por liebre.
El toreo, como cualquier arte, puede evolucionar. Lo que no puede es traicionar su esencia. Y esa esencia tiene nombre, peso y pitones: el toro. Por eso, más allá de figuras, carteles y modas, lo que garantiza el futuro de la Fiesta es mantenerlo por encima de todo. Porque mientras haya toro íntegro, habrá verdad. Y mientras haya verdad, el toreo seguirá teniendo sentido.
Por Sergio Hueso