
Ayer, martes de feria, día grande de farolillos, la plaza solo se cubrió a la mitad, lo que corrobora un preocupante desinterés. Quizá sea verdad que el cartel no reunía los mínimos alicientes, pero los vacíos tendidos de sol ofrecían una imagen penosa y doliente. Sin duda, algo se está haciendo muy mal y, si nadie lo remedia, los antitaurinos alcanzarán pronto sus objetivos sin mover un dedo.
Pero no acabó aquí la alarma. Salió el primer toro y tenía una pinta de sardina que no se podía aguantar. ¿Acaso creen que la plaza se levantó en armas contra tan grave ofensa? Cinco aficionados, solo cinco, contados con esta mano, que ocupaban asiento en una grada de sol, iniciaron una tímida protesta ante la mirada inquisitorial de una sombra silenciosa, cómplice y dañina. Ya saben aquello de que la afición sevillana tiene fama de callada, sabia y exigente. Pues sepan que hace tiempo que esta plaza vive de las rentas del pasado. La afición de antaño ha dado paso a una mezcla extraña de espectadores entre los que parecen mayoría aquellos que van a los toros en feria como acuden a la ópera cuando se anuncia Plácido Domingo.
Se lidió, faltaría más, el anovillado e impresentable primero de la tarde, que había sido aprobado, no se olvide, por la autoridad, y Adame intentó justificarse en una labor tan larga como insulsa que ofrecía una imagen ridiculizante y deformada de la tauromaquia. Adame insistió una y otra vez entre la desidia del respetable, y eternizó la faena a sabiendas, se supone, de que aquello no interesaba a nadie. A veces, surge la pregunta de dónde está la proclamada inteligencia de los toreros. Mató de una buena estocada, y todos esperaban que quedara espantado el mal fario.
No tuvo mejor suerte Antonio Nazaré. Lo intentó de veras en su primero, que tenía pinta de borrachazo, pero a base de buen gusto y empaque trazó algunos redondos y naturales meritorios. Un inválido era el quinto y el torero solo pudo ofrecer buena voluntad.
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