domingo, 14 de abril de 2013

Hay amores que matan




La tarde no estaba nada mal. El toro, que no entiende de glamour, de pronósticos, de gente guapa ni de tías buenas, se había encargado dos horas después en convertir la fiesta en un entierro de tercera. El toreo tiene esa dureza que lo hace tan maravilloso, y que gira en torno a la máxima de que, con el protagonista del asunto, no hay quien negocie: o sea, que aquí es imposible sobornar a un juez de línea.
Así las cosas, el de Cuvillo salió demasiado pronto y fue tan bueno que nos llevamos acordando de él toda la tarde. El de Gracigrande, con mil teclas que tocar, desbarató esa bobada del “toro comercial” y empezó a desnudar al torero, que parecía tenso y poco lúcido. El tercero, un victorino manso y muy listo, dejó al maestro para el arrastre. El cuarto de El Pilar, que estaba inválido, vino hasta bien para coger oxígeno. Y el quinto, un sobrero de Juan Pedro que se dejó hacer, no fue suficiente para evitar ese movimiento uniformemente acelerado que se llama caída libre.
Junto a las tablas, José María Manzanares lloraba por dentro la pena de no corresponder a su amor como un hombre, y entonces Sevilla reaccionó con esa generosidad que la hace única. La Maestranza rompió en una ovación y el torero sacó la casta y cruzó el ruedo buscando la puerta de toriles. Salvó al enemigo con una larga bravía, pero el torero quería más guerra y lo buscó en los medios, otra vez de rodillas. Dos largas más, lances a pies juntos y una media también de hinojos fueron muy celebradas, pero en realidad, lo importante de ese comienzo vertiginoso fue advertir que el de Juan Pedro Domecq era de alboroto.
Por eso, tras la magistral lidia de Juan José Trujillo, Manzanares se fue a los medios y citó de lejos, para que el bravo, muy bravo toro de Juan Pedro, se arrancara al galope. José Mari bordó el toreo: un toreo de fantástica largura, mucho mando, muy hondo cuando se enroscó la embestida, poderoso cuando bajó la mano, bellísimo cuando acompañó con la cintura, insuperable cuando, además, ralentizó la embestida ante el clamor de Sevilla. La faena –salvo por sus escasísimos naturales –fue incontestable, muy clásica de José Mari al rematar las excelsas series de redondos con el cambio de mano y el de pecho, pero también intercaló alguna trincherilla preciosa y una capeína. Se perfiló entonces en la suerte contraria y, recibiendo, hundió el estoque hasta las cintas por primera vez en toda la tarde. Hubo de descabellar pero el Baratillo se pobló de pañuelos, y tras pasear en pasión y gloria las dos orejas, los más devotos le pidieron que regalara el sobrero. Y es que, José Mari, hay amores que matan. Enhorabuena.

Por Álvaro Acevedo

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