viernes, 30 de mayo de 2014

Sin toro, nada.

La Fiesta sufre una fuerte enfermedad: la devaluación.

Se ha dado un paso inaceptable hacia el precipicio: del toro adulterado, no puede sino extenderse toda clase de adulteraciones, de parodias, de trampas, de grotescos simulacros.
 La más reciente manifestación de este legrado, es el trasvestismo de la crónica taurina: se ha dado el paso inaceptable del rigor de la crónica hacia la cursilería pseudopoética.
La nueva crónica taurina, crucifica a la tauromaquia y a la poesía en una burda parodia de ambas. Ejemplos sobran.
La bravura puede compararse con un acero certero. Decían ellos tras nosotros: "un rito de acero para una sociedad de mantequilla".

 La crónica taurina actual es el doblez: palabras de caramelo para actos incluso tiernos.
 Donde antes oíamos el alarido del miedo humano, y el intento de robustecer, hoy logramos oír el canto del torero.

Se entiende desde esta posición un desierto: aquello que no permita la crónica cursi, no es o no sirve, o parece no servir para pasar como Tauromaquia. Lo que este lunes pareció ser un nuevo episodio de persecución contra la ganadería Prieto de la Cal, contra la casta Veragua y, por deducción, contra la diversidad de encastes, particularmente, en realidad fue un 'abundar en la opinión': la corrida que no permite el despliegue de la cursilería pseudopoética, debe ser acabada. Esto es un paso al frente del precipicio, hacia la corrida incruenta, el flato poético.

Hay cierto sentimiento, cierta aceptación de la culpa, entre quienes admiten plausiblemente las tesis de abandonar el tercio de varas: un espíritu antitaurino que reconoce la tristeza del acto, y no su gloria.

El toro no es el eje de la Fiesta: es la Fiesta. Sin su forma, el más perfecto pase natural sería un acto vacío.La tauromaquia es lo contrario al vacío. Aunque no se entienda, es un puro barroquismo. Sobrecargar de sentido hasta el trazar de una cruz en la arena.
Todas las emanaciones de la lidia, aunque estéticas y éticas, enmascaran un temblor religioso: todos nos sentamos en silencio a ver la muerte, su luminosa aparición en algo donde no está muerta. Esto es un toro embistiendo, que no yendo, hacia el caballo, pero también el pase de trinchera, máxima conjunción de poder y estética. El toreo es construcción de algo contra el vacío.

Hubo un principio: todo lo que no es encauzar la embestida del toro, no es toreo. Por lo anterior, en su tiempo se consideró al estatuario como un tancredismo, o peor, como un pase del Celeste Imperio, donde la invocación a China significaba tanto lo inane como lo horroroso y barato de su representación. Hoy vivimos la dictadura del falso toreo: cambiados por la espalda, zapopinas,  gaoneras sin mando: una máscara vacía por ambos lados, por ambas caras.

El único licor que debiera ser admisible en las plazas de toros es el miedo.

Lo que hace el toro al embestir es cuestionar al hombre: poner en una radical duda su vida, su condición de superioridad. Hacer temblar todos sus huesos y obligarlo a ser heroico o morir. Quien esté fuera de estas dos dimensiones (heroísmo o muerte), no es un torero: es un hombre, reducido a su aparato animal, o peor, un falso artista.

La desidia inicia cuando se culpa a la antitauromaquia de pretender lo que el toreo ya está haciendo: se repite como salmo que, sin corridas, el toro conocería la extinción, si es que este límite puede ser conocido. La amenazante desaparición de encastes, es la silenciosa antitauromaquia entre nosotros.


Se debería estar más preocupado de lo que generalmente se está, a propósito del inmoral desbalance de poder entre un sector de la Fiesta y el otro. Allí está un puñado de reputados empresarios, con sus 10 toreros y sus nueve ganaderías, absorbiendo tres cuartas partes de la vasta totalidad. Son tan pocos, que se debería ver con doble vergüenza el que dobleguen a muchos. Sin embargo, el mayor motivo de pena resulta de los medios(portales, páginas) capaces de cumplir la pesadilla totalitaria: la de ideologizar sobre el racismo, la exclusión, la intolerancia del distinto y del menor. Solo es por un acto de alevosa ignorancia, que se desee que todos los toros, a lo largo de sus castas, encastes y sobre todo conformaciones fenotípicas, tengan que embestir igual.

La embestida es un impulso irracional de muerte. Con esa claridad lo vio Nietzsche, al glosar a Séneca comotorero de la virtud. Pero, si no se torea a la muerte, sino al inofensivo ir y venir de un animal cuyo peligro es casi un accidente, y no una virtud, el axioma vuelve a tocar su punta inicial: no se torea a la muerte, se torea a la debilidad, y por extensión, a la inmoralidad y a la deshonra. Los dogmas se llaman monopolio, monoencaste, infalibilidad de las figuras, imposibilidad de los otros que no lo sean. Tampoco son páginas: son libretos en blanco, o también y a veces hojas manchadas hasta el punto de no permitir la escritura de nada que no sea el dogma: desde Daniel Luque, ningún nuevo torero ha logrado trascender con decisión en el sistema, si es que al llamado Luquismo, se le puede anteponer una básica importancia, cualquiera que sea.

El toro es la bestia y el dios. De allí la radical incomprensión de su parodia. Solo a un toro-parodia se le puede hacer un tercio de varas-parodia. En aquella dirección, bajo el influjo de los medios, sobre la marcha silenciosa de la antitauromaquia en la tauromaquia, al toro-parodia se le sacrifica con estocadas-parodia. El indulto inmerecido es la primera invasión. La segunda,  la supresión del primer tercio, sea por vía administrativa, o por su adulteración en trámite simbólico. La última, la corrida incruenta, que más allá de significar la ausencia de sangre, en realidad significará la ausencia de muerte en el ruedo. La bestia y el dios, confusos en la estampa de un toro, ya no serán objeto de culto, sino de lástima, perdón, dolor, cinismo y misericordia.

Si el torero no puede matar, el toro tampoco puede matar. De este cálculo de la barbarie se extrae que el torero ya no es un héroe, ni el toro una bestia-dios. Ambos son tristes animales. El hombre, el animal incapaz del heroísmo, y el toro, la ballena llevada a la ciudad.

El ataque a los principios del tercio de varas y la diversidad de encastes, debe entenderse como una defraudación incondicional de los valores de la tauromaquia. El incruentismo y el monoencaste son atentados contra la Fiesta, ergo, son antitaurinos. Hay que tener el coraje para reconocer esta nociva y vergonzante infección, pero mucho más para denunciarla como tal.


El toreo perdurará en el tiempo no como una industria del entretenimiento. ¿Quién no ve en este argumento de la mayoría, un discurso que no resiste la menor prueba? El Cordobés actual, parodia de su padre, es capaz de llenar las plazas ternado con otros toreros de su mismo corte. ¿Alguien lo imagina también capaz de sostener socialmente a la tauromaquia, solo porque llena las plazas? ¿Qué es una plaza llena de todo, menos de los valores esenciales de la Fiesta, sino una concurrida reunión, dispuesta con tanta facilidad al olvido como las puertas grandes de Manzanares o Luque en Valencia? La voluntad del matadero, el mismo sentido de vacío y memoria.

Sin toro, nada.

Posted by Taurino Bogotá 

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