Alejandro Talavante caminaba lento, mascando su encuentro con la muerte junto a la puerta de chiqueros. Allí resolvió el trance aún más despacio, en una larga de rodillas angustiosa con el toro frenándose en el embroque. Respiramos todos, y nos dispusimos a presenciar un auténtico recital de toreo, el que amenazaba con ofrecer el joven maestro extremeño para demostrar que, si quiere, casi nadie puede hacerle sombra.
Su obra a ese primer enemigo tuvo una hondura arrebatadora, un temple luminoso, una ambición de verdadero líder. Alejandro no fue un torero elegante y fácil, como nos tenía acostumbrados últimamente, sino entregado y comprometido.
Sus naturales y redondos tuvieron otra dimensión más auténtica, un mensaje más profundo. Y su toreo fue más caro porque fue más de verdad. A pies juntos, muy de frente y muy puro, también lo bordó, y el despliegue de muletazos ayudados terminó de rubricar su magnífica obra. Sólo el pésimo uso de la espada enturbió aquella delicia de toreo.
Por eso se tiró a matar o a morir en su segundo, siendo prendido y zarandeado, girando de forma espantosa en el pitón, y saliendo milagrosamente vivo.
Y cortó una oreja de ley con petición de la segunda, y no solo por su gallarda manera de entrar a matar, sino por haber toreado despacio y despatarrado, muy en redondo, a un toro de poca clase que en manos de Alejandro pareció hasta mejor a pesar de no valer un duro.
Maltrecho paseó entre ovaciones el trofeo, y aún con el dolor en el cuerpo, volvió a cruzar el albero para demostrar, por si quedaban dudas, que había hecho el paseíllo dispuesto a todo. La larga a portagayola al último del encierro fue limpia y valiente, pero el manso de García Jiménez no le permitió culminar su soberbia tarde de toros.Por Álvaro Acevedo
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