sábado, 24 de agosto de 2019

UREÑA REIVINDICA EL TOREO




Por Santi Ortiz.


     Estaba escondidito, por no decir postergado.
 Cuando este año abrió en San Isidro la Puerta Grande de Madrid llevaba toreadas siete corridas. Antes de esta tarde de Bilbao sumaba quince.
 Poco bagaje para quien fue declarado triunfador de San Isidro.
 Tampoco ha sonado su nombre en las muchas sustituciones que, por suerte para unos y desgracia para otros, están sucediéndose este año.
 Cosas del negocio taurino. Pero es un dicho miles de veces contrastado en el toreo que quien tiene la moneda la cambia. 
Y Paco Ureña la tiene, qué duda cabe.
 Y ayer la ha pasado al cambio de la manera más rotunda en el coso bilbaíno para reivindicarse como torero y, de paso, reivindicar el toreo.


    Habría que precisar, pues el toreo contiene una vasta constelación de tauromaquias. 
Tauromaquias muy distintas, incluso dentro de un mismo torero. 
Por ejemplo, el propio Ureña, que, a veces, se arrebata, abre mucho el compás, gesticula y se pone grandilocuente, como le ocurrió en Madrid, y otras, como firmó en Bilbao, se deja conducir por la senda de la sobriedad, verticaliza más su toreo, lo reposa, lo templa, lo degusta con más armónica elegancia, para que gane en empaque, hondura y autenticidad.
 La versión de Madrid podría ser la de un toreo gritado frisando el patetismo; la de Bilbao, la de un toreo recitado, grave, pausado, al que le sobran gritos y alardes, porque toda su inmensa verdad se halla contenida en la esencia de sus formas. Esta de Bilbao es el exponente del mejor Ureña y este Ureña el exponente del mejor toreo.


     Un toreo que en ambas versiones presenta como denominador común la verdad de sus zapatillas quietas, del pasarse los toros muy cerca por traerlos embebidos con la panza de la muleta y no con el pico, del ligar los muletazos en un palmo de terreno a base de tirar del toro hasta llevarlo al punto donde el alargamiento del viaje admite concatenar los pases con total economía de movimientos.
 Un toreo que se ensimisma en su quehacer, ajeno al público y demás circunstancias externas a lo que es en sí el arte de la lidia.
 Con esto último el torero engrandece su dimensión y se sitúa en las cotas de los seres extraordinarios, de esos que abren la puerta de la magia sin siquiera pretenderlo, porque nada más que torean para ellos, para sentirse, para pulsar con sus muñecas todo los sentimientos que tiritan en el fondo de su alma y transformarlos en arte del mismo modo que el cantaor convierte en cante todas sus penas y fatigas.
 Qué opuesto todo esto al proceder de un torero que la tarde anterior, después de dejarse ir enterito un gran toro porque su tan cacareada maestría se vio superada por la casta del burel y aburrir con el otro hasta las ovejas pasándose del habitual largometraje de sus faenas; faena en la que hasta se dirigió al público pidiendo las palmas que su toreo era incapaz de generar, tuvo la desvergüenza de decir posteriormente por el micro que su tarde podría haber sido de dos o tres orejas.

     Eso es engañar al público, mientras que lo de Ureña es conducirlo por la senda de la autenticidad. Nadie además de él, sabrá la cantidad de afrentas, cuitas, pesadumbres, dificultades y esfuerzos que conformarían el espíritu de cada uno de sus lances y muletazos. Pero en la música insonora que compuso ayer Ureña sobre la ferruginosa arena bilbaína flotaba una clamorosa reivindicación de justicia; una demanda insoslayable que rubricó por dos veces poniendo su vida en la punta del estoque para irse a por el triunfo volcándola en los morrillos de sus toros.

     La feria de Bilbao 2019 ya tiene nombre propio.
 Y Ureña, el indiscutible triunfador, el honor de haber escrito con sus telas otra página inmortal para la historia del toreo. 
Había muchos arañazos de vida tras la reivindicación que el diestro murciano hizo de sí mismo ayer en Bilbao; una reivindicación que, además de al torero, reivindicaba al propio toreo. A ese, al verdadero, al legítimo, al que hunde sus raíces en la inmortalidad.

 

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