Por SANTI ORTIZ.
Singer no tiene problemas en filosofar sobre la igualdad, en tanto seres sintientes, de hombres y animales ni en convertir a estos últimos en sujetos de derecho, ampliando de la manera más arbitraria y gratuita el campo de la moral al territorio de la conducta biológica, presuponiendo de pasada algo que estaría obligado a probar y no prueba: que seres sin deberes ni responsabilidad alguna de sus actos, como un murciélago, un búfalo o una anaconda, pueden tener derechos, cuando el campo de la Ética, la Moral y el Derecho, como pertenecientes al mundo de la Cultura, son exclusivamente humanos.
De ahí parte todo. Dos años después de la aparición del libro, algunos miembros de las universidades de Harvard, en EE.UU., y Oxford, en el Reino Unido, afectos a la causa, ya han decidido por propia iniciativa fundar una “Liga Internacional de los Derechos del Animal”, de la misma manera y con la misma autoridad –o falta de ella– que un grupo de nudistas que hubiese acordado crear la “Cofradía Mundial de la Abolición del Vestido”. En principio, ambas asociaciones se antojan tan pueriles como inofensivas, pero la cosa varía drásticamente en el momento que pretenden convertir su credo en dogma de obligado cumplimiento para el resto de los mortales. ¿Se imaginan que los cofrades del segundo grupo trataran de imponernos ir desnudos por las calles queramos o no? Pues lo del derecho de los animales es algo similar: se nos obliga a considerar el animal como intocable –porque ellos lo estiman así, alegando “razones” tan buenistas como beatas– y, como consecuencia, se nos quiere prohibir cazar, pescar, correr toros en las plazas, utilizar animales en los circos o en cualquier otro tipo de espectáculos, incluidas cabalgatas y desfiles, ni tampoco como bestias de carga o de tiro e incluso como cobayas de laboratorio que nos permitan buscar remedios a todo tipo de enfermedades para salvar miles o millones de vidas.
Vista desde esta perspectiva, el asunto es absolutamente demencial y su desarrollo propio de la ficción más surrealista. El 23 de septiembre de 1977, la citada Liga hace suya de modo particular una denominada “Declaración Universal de los Derechos del Animal” –atentos al último singular, pues mete en el mismo saco a una vaca lechera que a una víbora, a un jilguero que a un tigre de Bengala–, que es adoptada por otras Ligas nacionales. A partir de aquí, entra en juego las “fake news”, hoy tan de moda, haciendo correr el bulo de que tal Declaración ha sido aprobada por la ONU y la UNESCO, cosa que jamás ha tenido lugar pues nunca dichos organismos la sometieron siquiera a votación. Sin embargo, amparados en la consigna goebbeliana de que una mentira mil veces repetida se convierte en verdad, todavía la siguen manteniendo en cientos de páginas de Internet y, aunque ninguna legislación se ha hecho eco de tal Declaración, en esta España del Gobierno Frankenstein, más papista que el Papa, hemos llegado a crear una Dirección General de los (inexistentes) Derechos de los Animales, para que un ganapán llene sus alforjas con dinero público mientras se dedica a transgredir las leyes que su cargo le obliga a cumplir, intentando abolir desde dentro de la Administración la fiesta de los toros.
Desde aquellos inicios a la realidad actual, donde el animalismo se ha convertido en un movimiento ideológico internacional, aunque más cerca del fanatismo religioso que de la ideología propiamente dicha, hay que hacer constar el salto cualitativo que supone en tan desaforada progresión el mascotismo. El auge sin precedentes de los animales de compañía ha convertido su tenencia en una de las industrias multinacionales más lucrativas del presente. Tan sólo en la Unión Europea, el negocio de las mascotas movió, en 2017, más de 36.500 millones de euros, y el mercado español, que ocupa la quinta posición europea, alcanzó los 3.367 millones de euros en dicho año. Aquí hay que añadir a los gastos de alimentación, los de veterinarios, cosmética, higiene, complementos, guarderías, acupuntura, ortodoncia y aberraciones tales como restaurantes para perros y gatos, playas para perros, yoga, y hasta servicios funerarios con sus incineraciones, entierros, lápidas, adornos recordatorios e incluso piezas de bisutería fabricadas a partir del pelo del animal fallecido. Manejar estas desorbitadas cifras en esta España de los desahucios, los suicidios, los comedores sociales, las colas del hambre y los sintecho, me parece una inmoralidad sencillamente repugnante. Con tanto humanizar a los animales, hemos animalizado al hombre. Y por mucho que quieran “vendernos” los animalistas sus buenos sentimientos y su derroche de “sensibilidad”, poco dice en favor de ambos la queja de los sintecho cuando, en estos días de tremendas nevadas en Madrid, con noches de temperaturas siberianas, declaraban que “peor que el frío, es el asco con que nos mira la gente”. Seguramente, las mismas gentes que se conmoverían, enterneciendo su podrido e hipócrita corazón, al ver a un perrito o un gatito pasar frío y hambre en las mismas circunstancias.
Fortalecido con tan impresionante soporte económico, el animalismo dedica, a escala internacional, recursos y medios a la aniquilación de la fiesta de los toros. No importa que dicha aniquilación lleve aparejada la extinción del toro que dicen defender. En su irracionalidad, acabarían con la pobreza matando a todos los pobres, y aquí lo que pretenden es acabar con el toreo: la suerte que corra el toro de lidia les trae completamente sin cuidado; es más, ni conocen al toro ni tienen la menor idea de su crianza, su lidia y la ética que entraña su muerte. Se encastillan en que el toreo es tortura –con lo cual demuestran su ignorancia sobre lo que la tortura es y su falta de respeto hacia las personas torturadas– y en que el hombre, culpable, mata al inocente toro. No necesitan más.
Los gastos de esta cruzada antitaurina los sufragan fundamentalmente cuatro países de culturas ajenas a la nuestra: Holanda, Suiza, Estados Unidos y Gran Bretaña, a través de seis grandes corporaciones: la Fundación Franz Weber, de Suiza, que financió buena parte de la campaña por la prohibición del toreo en Cataluña; la estadounidense Humane Society
International, que aporta en torno a los 200 millones de dólares anuales para el fomento de la antitauromaquia; las británicas League Againts Animal Cruelty y World Society for the Protection of Animals, que emplean entre ambas más de 40 millones para sufragar campañas animalistas contra los toros, la multinacional estadounidense PETA, que mueve más de 50 millones de dólares al año en sus tareas antitaurinas y, por último, la “joya de la corona holandesa”, el Comité Anti Stierenvechten (CAS International), que se dedica única y exclusivamente a luchar contra la fiesta de los toros. De ellas, se nutren fundamentalmente las asociaciones antitaurinas españolas y es este dinero ajeno quien les hace parecer más numerosas y potentes de lo que realmente son.
El empeño animalista de eliminar la línea que separa la verdad de la mentira, relativizándolo todo y utilizando toda clase de falacias para demonizar la tauromaquia y conseguir adeptos, nos indica la catadura moral de los animalistas; pero más nítidamente podemos apreciarla si entramos en el capítulo de la violencia. No afirmamos con esto que todos los animalistas sean violentos; pero sí que cuentan con una banda terrorista –el Frente de Liberación Animal (ALF)– que extiende sus fechorías a nivel planetario, pues lo mismo sabotean una compañía aérea en China, por transportar animales de laboratorio, que incendian una sede de cazadores en Francia, lanzan explosivos incendiarios en empresas cárnicas en Chile, abaten o queman puestos de caza en Alemania o destrozan una carnicería en Rusia, sirvan estos escasos ejemplos de un historial delictivo verdaderamente impresionante.
El toreo tampoco ha escapado a su fanatismo. Hemos de recordar el incendio que provocaron en la madrugada del 26 de julio de 2011 en el domicilio del matador de toros retirado y presidente del Observatorio de Culturas Taurinas de Francia, André Viard, cuando éste y su familia se hallaban durmiendo dentro. Reivindicado por miembros del ALF, el atentado viene a mostrar los extremos a que pueden llegar la “sensibilidad” y “moralidad” del animalismo antitaurino. Sirva también de ejemplo el intento de profanación de la tumba de Julio Robles, en septiembre de 2008, cuyo panteón –del que robaron un busto en bronce del torero– pintarrajearon con pintura roja, dejando escrito en la parte posterior del mismo “Toreros asesinos”, con pintura negra. A este vandalismo, hay que unir el incendio parcial provocado en los corrales de la plaza de Acho, habiendo una corrida encerrada en ellos; el asalto a las corraletas del coso de Arles para intentar liberar a los toros de Montalvo que estaban encajonados en el camión y soltarlos por las calles, a desprecio de poner en peligro la vida de las personas –hombres, mujeres y niños– que paseaban por los aledaños; la calcinación del coche de la esposa del alcalde comunista de Ceret, simplemente por potenciar las corridas de toros en su ciudad, y todas la estela de gamberradas que, armados hasta los dientes con espráis, han tenido por blanco de sus grafitis monumentos y estatuas de toreros, carteles taurinos y plazas de toros, donde el insulto a los hombres de luces ha repetido por doquier sus escasas y manoseadas consignas. Además, lo que de cara al público comenzó frente a la Monumental de Barcelona, en torno a un sujeto desnudo, de cuerpo adiposo, crecida sotabarba y vientre prominente, rociado de pintura roja a fingimiento de sangre, encaramado a una peana flanqueada por un par de docenas de desencajados vociferantes, se ha ido extendiendo como una contagiosa epidemia a otras plazas de toros en día de corrida para fastidio de los aficionados que a ellas acuden y son víctimas de insultos, ofensas, vituperios, insolencias, provocaciones e incluso agresiones, del ridículo puñado de fantoches, que, a golpe de megáfono, pitos, silbidos, palmoteos y gritos, alborotan los aires, molestan los oídos, irritan los espíritus, crispan los nervios y ponen a prueba la paciencia de un público pacífico que, a veces, ha de hacer un esfuerzo para no enfrentarse a ellos y correrlos a gorrazos. No contenta con esto, la militancia taurófoba también se dedica a boicotear conferencias taurinas e incluso lleva su matonismo fascista a impedir la subastación de objetos relacionados con la tauromaquia, como hace unos años ocurrió en Burdeos, donde trataron de reventar una subasta de libros antiguos, cuadros y viejos carteles por el mero hecho de ser de temática taurómaca. Completa el cuadro sus frecuentes saltos al ruedo –con el toro ya muerto, naturalmente– para exigir la abolición de la Fiesta, actividad en la que se lleva la palma el holandés Peter Janssen, que, pese a las órdenes de busca y captura que pesan sobre él sigue entrando en las plazas y tirándose al ruedo como si fuera un desconocido. Detenido en Holanda, el pasado mes de junio, por incendiar cinco camiones de un matadero, tuvo la desgracia de que el fuego prendiera en sus ropas produciéndole quemaduras de diverso grado. Contra eso, sus financiadores nada han podido hacer.
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Llegó el momento de dar por concluido este brevísimo repaso a una lucha de siglos; una lucha que, sin embargo, continúa, situándose, tal vez, en uno de los momentos más delicados y difíciles para la fiesta brava. La concomitancia de factores adversos –el auge sin precedentes del fanatismo animalista; las desorbitadas cifras puestas en juego por el lucrativo negocio de las mascotas, empleadas en parte para la financiación del antitaurinismo; la utilización interesada de la Fiesta que hacen los nacionalismos secesionistas, cristalizada en la inconstitucional prohibición de los toros en Cataluña, y el posicionamiento de la izquierda indefinida en contra del toreo–, agravada por tener al enemigo dentro del propio Gobierno de la nación y por los estragos que la pandemia del Covid está causando en todo el mundo cultural, incluida la tauromaquia, nos dibuja un panorama singularmente incierto y un futuro altamente preocupante de cara a la subsistencia de la Fiesta.
“A grandes males, grandes remedios”, sentencia el refranero. No deberíamos, por tanto, dudar en recurrir a medios enérgicos para encontrar la solución del problema. Lo malo es que yo no veo que la gente del toreo esté recurriendo a ningún medio vigoroso para afrontar esta complicada situación. Porque lo primero de todo, lo básico y fundamental, es conseguir la imprescindible unión entre todos los estamentos taurinos. Es la que nos daría la fuerza necesaria para acometer, leyes en ristre y razones a punto, la gran ofensiva contra la ignorancia de los advenedizos que pretenden acabar no ya con la cultura que encierra la fiesta de los toros, sino con toda nuestra civilización. Ahora es el momento, porque estamos más que hartos de animalismos antihumanistas, nacionalismos insolidarios y políticos oportunistas, presentados todos bajo el disfraz común de un progresismo victimista que no engaña más que a los incautos. ¡Ah! Y que ninguna institución taurina se erija en representante de las demás. Todas deben participar e integrarse en la plataforma que se cree para hacer frente al enemigo común. Pónganse a la tarea, porque ya vamos tarde.
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Para mayor comodidad del lector que desee consultar o leer las anteriores entregas de “Una lucha de siglos”, expongo aquí los enlaces correspondientes a cada una de ellas:
http://elpaseilloenlared.blogspot.com/2021/01/una-lucha-de-siglos-5.html
http://elpaseilloenlared.blogspot.com/2021/01/una-lucha-de-siglos-4.html
http://elpaseilloenlared.blogspot.com/2020/12/una-lucha-de-siglos-3.html
http://elpaseilloenlared.blogspot.com/2020/12/una-lucha-de-siglos-2.html
http://elpaseilloenlared.blogspot.com/2020/12/una-lucha-de-siglos-1.html
Buen artículo
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