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domingo, 3 de enero de 2021

UNA LUCHA DE SIGLOS (4)

Por Santi Ortiz


 

Nuestra Guerra Civil sirve aquí para refutar uno de los prejuicios más extendidos por el baldío de la ignorancia antitaurina: el de creer que la fiesta de los toros es franquista y que la República estaba en contra de ella. Ya en la entrega anterior vimos que esto último no se corresponde con la realidad, pero nuestra contienda viene a reforzar este aserto.

¿Sabían ustedes que en 1936, desde que comenzó el conflicto, se dieron más corridas en la zona republicana que en la nacional? Veámoslo: desde la iniciación de la guerra, se contabilizan 20 corridas de toros y 17 festivales en la zona roja y ninguna corrida y 11 festivales en la nacional. A partir de aquí, las tornas se invierten. En 1937, la zona republicana celebra 4 corridas de toros y 4 festivales, mientras que en la nacional son 56 las corridas y 8 los festivales. Y en los dos últimos años de contienda, no se celebró ningún espectáculo taurino en la zona republicana, mientras que en la nacional, 1938, cerró con 71 corridas de toros, 170 novilladas y 37 festivales. En cuanto a los meses de 1939 en que todavía hubo tiros, se dieron en la zona nacional 2 corridas de toros y 15 festivales.


¿A qué obedece este corte en los festejos de la España republicana? ¿Se habían prohibido las corridas? En absoluto. La razón es mucho más pragmática: prácticamente no quedaban toros en el campo para que pudieran celebrarse espectáculos. Siempre fue el hambre mala consejera. Las tripas vacías avivan y despiertan el instinto de conservación, y, a falta de ganado de carne, el campo bravo se ofrecía como un suculento escaparate lleno de proteínas. Implacable fue la caza furtiva del toro. Implacable la legalidad miliciana para el aprovisionamiento de las tropas. El resultado, una hecatombe con más de treinta ganaderías exterminadas. Si en 1937, el total de reses herradas en vacadas de prestigio ubicadas en la zona republicana ascendía a más de cinco mil cabezas, unos meses después sólo quedaban 8 toros, 166 vacas, 22 añojos y 127 crías. La extinción no fue total, pero sí masiva, y ni siquiera se respetaron las hembras preñadas ni los sementales. Mejor reflejo tuvo la cosa en la zona nacional, pero tampoco muy diferente; prueba de ello fueron las medidas que, una vez acabada la guerra, tuvieron que adoptar los vencedores para seguir manteniendo viva la Fiesta, como veremos más adelante.

Dos son las manifestaciones antitaurinas que caben consignar en este periodo bélico. Una reflejada en la petición del diario anarquista “Solidaridad Obrera” para que se abola sin contemplaciones la fiesta de los toros. ¿Motivo? Según sus periodistas, porque quedaba demostrado que los toreros eran fascistas. ¿Y eso por qué? Porque algunos de ellos, sea entre otros el caso de Domingo Ortega, Marcial Lalanda y los
Bienvenida
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se habían buscado los medios para pasarse subrepticiamente a la zona nacional. Acusación injusta para otros diestros que, como el valenciano Manolo Martínez, pasó por propia voluntad toda la contienda en el bando republicano, teniendo que exiliarse luego a México, donde permaneció hasta su vuelta a España, en la que vistió su postrer traje de luces y paseó su última oreja, en Valencia, cuando ya contaba 51 años.

La otra dejó una huella más profunda, pues, utilizadas algunas plazas de toros como campos de prisioneros en la zona nacional, adquirieron una atmósfera sórdida, lúgubre e indeseable que animaba al rechazo y al alejamiento de sus muros. La privación de libertad, las vejaciones y malos tratos sufridos en ellas por los presos, en general gente común detenida únicamente por sus ideas, inspiraba a sus vecinos, familiares y amigos una patente aversión hacia esos lugares –antes para ellos templos de bizarría y arte, ahora transformados en siniestras cárceles– y, por traslación, una animosidad contra la fiesta brava. De hecho, cuando las heridas de la contienda comenzaron a cicatrizar y en ellas volvieron a darse corridas, fueron muchos los que dejaron de ir a los toros –así ocurrió en Cádiz y en Badajoz, entre otras–por no pisar un recinto que les evocaba los sufrimientos que habían padecido en él personas a las que conocían o a las que sabían libres de toda culpa que no fuera pensar de una manera diferente a la impuesta por el franquismo.


Terminada la guerra, la Fiesta entra en el extenso periodo de la dictadura franquista. En él, el Régimen utiliza políticamente al toreo desde el primer momento, aunque no de la misma manera. Por eso creo conveniente distinguir cuatro etapas respecto a las corridas de toros: 1ª) la postguerra, que abarca desde la finalización del conflicto armado hasta las escandalosas acusaciones de Antonio Bienvenida sobre el afeitado, en 1952; 2ª) la que va de ahí hasta la implantación del nuevo Reglamento taurino de 1962; 3ª) la que abarca toda la época de El Cordobés, y 4ª) la que va de la primera retirada de Manuel Benítez hasta el fallecimiento de Franco.

Durante la etapa de postguerra, se hacen prioritarias dos consignas sucesivas que habrán de cumplirse a rajatabla. La primera entra inmediatamente en vigor y ordena que las corridas deben continuar sin interrupción alguna. El Gobierno es consciente de que necesita devolver cuanto antes el clima de normalidad a la vida de los españoles, embargados por temores, preocupaciones, problemas y todavía con el terrible horror de la guerra anegando sus mentes de fantasmas. Hay que procurarles una distracción donde puedan aparcar siquiera sea unas horas todas sus cuitas y tribulaciones, y nada mejor para eso que las corridas. No importa que en el campo no haya toros suficientes para ser lidiados en las condiciones que exige el Reglamento ni tampoco bastantes caballos de picar. La Dirección General de Seguridad suspende temporalmente los artículos correspondientes al peso mínimo de los toros y disminuye el número de caballos que debe presentar la empresa: de 4 a 3, por toro, y a 2, por novillo. Se abre, pues, la mano sin limitaciones, el público transige con la pérdida de trapío del toro y la tolerancia degenera en abuso. En una corrida celebrada en Belmonte (Cuenca), donde actúan Curro Caro y Morenito de Talavera, los astados dan un peso en canal de 131, 142, 143 y 133 kilos, lo que equivale aproximadamente a 218, 237, 238 y 222 kg en bruto, algo que no vemos hoy ni en una novillada sin caballos. En otra corrida que torean Domingo Ortega, Maravilla y Carlos Vera, Cañitas, en Úbeda, los toros dan en la romana 181, 176, 160, 160, 156 y 172 kilogramos. Sin embargo, sería erróneo pensar que no se lidian también toros de respeto. El 30 de julio de 1939, en la segunda corrida de alternativa que torea Manolete –uno de los diestros más grandes de la historia y que pondría su nombre a la época, contribuyendo al auge de la Fiesta–, alternando con Domingo Ortega y Pascual Márquez, en El Puerto de Santa María, los toros de Pablo Romero lidiados dan un promedio de 347 kg en canal; esto es: más de 578 kilos en bruto.

Como la pequeñez y juventud de los astados pasa a tomarse por norma con los consiguientes escándalos, pues los públicos comienzan a ser menos transigentes, entra en juego la intervención del Estado poniendo en vigor la segunda de las consignas mencionadas: impedir a cualquier precio las alteraciones de orden público. La mano abierta se cierra de nuevo a partir de la orden que, en 1943, el Ministerio de Trabajo puebla de sanciones, prohibiciones y castigos. Se prohíbe a los menores de 16 años actuar en los espectáculos taurinos. También a las mujeres, derogando la disposición de 1934 por la que el ministro de Gobernación republicano, don Rafael Salazar, permitía a las señoritas toreras actuar en todas las plazas de España; logro de dos años de lucha reivindicativa por parte de la torera madrileña Juanita Cruz, que ponía así fin a la prohibición del ministro don Juan de la Cierva, en 1915. Las sanciones a los ganaderos por lidiar reses con pesos por debajo del mínimo restablecido o por manipulación de sus defensas se extienden más allá de esta primera época tomando especial virulencia en los años 50, cuando se llega al punto de llevar presos a los toreros por el simple hecho de tener una mala tarde, como le ocurrió a El Vito en Antequera, toreando mano a mano con Domingo Ortega una corrida de Arcadio Albarrán. Multas a los ganaderos; multas a los matadores, a los picadores, a los banderilleros, multas a los empresarios y a todo aquel cuya actuación pudiera dar origen a un conflicto de orden público.


Suavizado algo este rigor punitivo una vez recogidas todas las disposiciones sobre la Fiesta en el Reglamento de 1962, comienza una etapa en la que el toreo es utilizado por el Régimen como reclamo publicitario para el turismo. Para colmo, esta época coincide con la fulgurante carrera de un torero de extraordinaria personalidad, cuya heterodoxia y modernidad encaja como un guante en una España más próspera –muy atrás han quedado las cartillas de racionamiento y la penuria económica–, que se agrega al mundo consumista. Salido de la nada y encaramado, por
méritos propios, a la cima del todo, Manuel Benítez, El Cordobés, añade su figura al “hit parade” de artículos de culto turístico que encabezan el sol, la paella o la sangría. Para mayor gloria del Régimen, El Cordobés encarna la mejor embajada para la promoción de España y es el auténtico trampolín para la mundialización de la Fiesta.

A últimos de esta tercera etapa –1969–, el Ministerio de la Gobernación implanta el Libro Registro de Toros de Lidia, donde se obliga a herrar a las reses con el último número del año de su nacimiento, por lo que la cuarta etapa quedará señalada, a partir de 1973, porque los toros comenzarán a mostrar su edad de modo inequívoco. Se acabaron los utreros engordados y es el cuatreño el que aparece por la puerta de chiqueros. También por el retorno de las féminas a los ruedos. La lucha de Ángela por restaurar ese derecho de las mujeres tiene premio en 1974, con ella vendrán Alicia Tomás, Mari Fortes –madre de Saúl Jiménez Fortes– y algunas otras. Añadir también que, en el franquismo, nace y muere una revista emblemática: “El Ruedo”.


Y en todo este tiempo, ¿qué ha sido del antitaurinismo? Puede decirse

que ha permanecido confinado en sus cuarteles de invierno. Con la Fiesta protegida por el Régimen y el carácter autocrático y dictatorial del franquismo, no se ha atrevido ni a asomarse a la prensa –salvo en algún artículo de tono humorístico de Wenceslao Fernández Flores–, cosa por otro lado inútil, pues no hubiese superado la censura. El cuestionamiento de la fiesta de los toros no está en la mente de los españoles. Quién le gusta y puede va a las corridas y quien no, no asiste y punto. No hay ninguna reivindicación para erradicar la Fiesta. Y si algún torero muere, como José Mata en Villanueva de los Infantes, el énfasis no se pone en la dicotomía toros sí, toros no, sino en la necesidad de dotar a las plazas de pueblo de enfermerías perfectamente equipadas.

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