domingo, 19 de diciembre de 2021

AMOR AL TOREO

 Por Santi Ortiz


Yo amo al toreo por no sé cuántas cosas. Tal vez porque en él se muestre, como en ninguna otra parte, el rostro fugaz de la verdad. Porque nada hay que valga lo que un instante vivido en plenitud. Porque es una pasión que va muriendo en el mismo momento de nacer. Por su capacidad de contener cadencias y caricias que han transformado la lucha en poesía. Versos de arte mayor nacidos del silencio, de la victoria de los sentimientos sobre el viento que el miedo precipita a través de las ventanas abiertas, sin cristales, de la imaginación. Es necesario ser un domador de miedos para luego erigirse en vencedor del duelo de la arena.

Yo amo al toreo porque siento cómo cantan los sueños en las tersas muñecas, cuando del crujido del lance brota un aroma único. Porque siento cómo, del rumor que la plaza ensordece, nacen ecos en mi corazón. Amo esos labios de la plaza anegados de oles. Amo el extraño idioma del Arte de la Lidia, con palabras de tela que buscan discurrir por un cauce de temple; palabras que, en su inmóvil movilidad, nos trasladan a parajes fantásticos. Juego de brisa y luz, ritmo de sombras que crepitan en singular hoguera en torno a la cual danzan los últimos vestigios de un amor de milenios. Toreo cargado de energía, pleno de gozo, palpitando en las venas de la naturaleza, desnudo por las almas del instante, en pos de un más allá de remotos prodigios.

Yo amo al toreo por la transparencia del vestido de luces, aunque me incline mejor por la del cuerpo, que deja ver desnuda el alma del torero. En ella distinguimos el alba pura que brota de los sueños, de la oscura tiniebla que desertiza y mata todos los caminos de la superación. Cuánto campo, cuánto aroma silvestre, cuánto paisaje indómito, se esconden entre los pliegues íntimos del toreo. Cuánto silencio, cuántas madrugadas de sueños y de insomnios, latiendo en cada cite, en cada acto de reafirmación, en el raso y oro de cada desafío.

Yo amo al toreo porque el toreo se alimenta de sí mismo, de la euforia de lo conseguido, del fuego arrebatado al toro de sus cuernos, de la osadía de poner la vida en la balanza y sacarla en triunfo, de extraer refulgentes gemas de la niebla, de arrancarle misterios a la muerte, de componer música con el iracundo resuello de los toros, de cubrir de armonías el campo de batalla.

Yo amo al toreo porque une al retablo de los sueños otro lleno de lágrimas, con el que la dignidad bien sabe convivir; como sabe mitigar el dolor con elegancia y aceptar las claves del destino con estoica templanza. Son claves indescifrables que convierten al torero en un ser extraño y memorable, y digno de la mitología. Algunos alcanzan el prodigio de la transmutación del nada en todo: crisol de ansias que convierten el anonimato en un astro nimbado por la fama. Porque, los que en verdad deseen la Corona, han de prestarse a acopiar fortaleza para volver realidad aquellos juramentos prestados a ellos mismos ante el sudor de los entrenamientos, ante el espejo de los soliloquios, ante el mordisco de la incertidumbre, ante la inclemencia fatal de los errores. Sean fieles hasta el fin a sus promesas y serán recompensados como esperan por la granítica justicia del dios Tauro.

Yo amo al toreo porque, desde su nacimiento, ha avanzado siempre a contra viento. Porque transgrede los límites de la moral burguesa. Porque no le importa rozar lo prohibido. Porque está en el punto de mira de la beatería. Porque quisieran quitarlo de en medio pegándole un tiro en la nuca con la pistola de la cobardía, cosa que, cara a cara, no se atreven. Porque me gusta su ropaje de enigmas y el negro estanque donde se sumergen esas verdades suyas que los biempensantes no quieren ni mirar. Porque su cruenta inocencia sobresale por encima de todos las condenas. Porque es capaz de engendrar una sonrisa en el mismísimo vientre del drama.

Yo amo al toreo porque tatúa en el aire sus memorias, como guardo en la mía el álbum frondoso de todos los instantes que mi retina archiva después de tantos años contemplando milagros: los lances del quite de Paula al toro de Julio Robles la tarde de su tardía confirmación de alternativa; los naturales de José Tomás abriéndole en el viento un cauce a la bravura de un astado de Victoriano del Río en Las Ventas; la delicada facilidad de Paco Camino descifrando el rompecabezas que un novillo proponía en un festival en Camas; la sabiduría de Manzanares corrigiendo como si tal cosa las serias dificultades de un sobrero de Palomo en Sevilla; el quejío de Antonio Ordóñez lanceando rodilla en tierra a un astado de Urquijo en la Maestranza; Paco Ojeda cabeza abajo, colgado por los machos, tras entrar a matar al juampedro “Dédalo” después de histórica faena; Terrón convirtiendo su valor en una guía de perplejos ante un novillo de José de la Cova en Huelva; la puerta mágica donde asoma sus lances Juan Ortega; Roca Rey arrancando nuevos secretos de los toros para darle una nueva vuelta de tuerca al toreo; la brújula indomable del corbatín torcido de Dámaso González ante un toraco de Agustina Lopez Flores en Albacete; José Luis Parada inundando de asombro la Maestranza ante los toros del conde de la Maza en su regreso de un desierto de años; Manili convertido en estatua ante las probaturas de dos miuras en Madrid; la Giralda seducida por los vuelos del capote de Morante; aquellas siete gaoneras sin moverse del sitio de Antonio Batalla a un guardiola en Huelva; los surcos de albero abiertos por el victorino “Cobradiezmos” el día que se ganó la vida peleando contra el toreo de Manuel Escribano; la faena de rabo de Talavante a un toro jabonero en Zaragoza; “Ojito”, de Torrestrella, acudiendo bravo y noble a la primera cada vez que lo llamaba la muleta de Dávila Miura, en la Maestranza de Sevilla; El Cordobés poniendo de acuerdo a tirios y troyanos la tarde del rabo en ese mismo ruedo; la majeza otoñal de Antoñete restaurando el clasicismo en Las Ventas mientras lo aclamaba “la movida”; el perfume de serranía y romero de Curro “doliéndose” por el palo de su toreo rondeño; la raza poderosa de El Juli embistiendo a los toros que no embisten, como Palomo, como tantos y tantos otros –a los que dar cabida daría para diez tomos– en cualquiera de las ramas del arte de torear…

Yo amo al toreo porque es lo mejor que me ocurrió en la vida; lo más auténtico de que guardo memoria. Por eso lo defiendo. Por eso milito pluma en ristre, como antes lo hiciera con la espada, en favor de su bella tragedia, para preservar su milagro y su historia: la historia más hermosa que conozco. En su defensa salgo, pues no quiero que muera. Y no es cuestión de razonar con nadie, porque aquí es el Amor lo único que cuenta.

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