Por Luis Cuesta – De SOL y SOMBRA. Fotos La Plaza México.
La tarde guadalupana de esta edición ha sido histórica por la gran entrada que registro la Plaza México, pero también por la carga emocional que se generó durante la semana pasada ante las amenazas de prohibición.
El festejo inicio con un largo preámbulo en donde se interpretó el «Ave María» y posteriormente el himno nacional. Pero el punto de ebullición de la corrida llegó de las manos (y del colmillo) de Antonio Ferrera con el quinto de la tarde.
La historia comenzó cuando el quinto toro de la lidia regular del hierro de Bernaldo de Quirós regreso a los corrales debido a que Ferrera (y su equipo encabezado por la matadora Cristina Sánchez) advirtieron al juez de plaza y de callejón que el toro no veía. Entonces se anuncio un reserva del mismo hierro.
Fue ese reserva de nombre «Ayate» de Bernaldo de Quirós el que le otorgaría a Ferrera un triunfo épico pero con tintes de ciencia ficción, ante un, público totalmente volcado a favor de su heterodoxo estilo.
«Ayate» apenas se asomo al ruedo salto al callejón, situación que aprovecho Ferrera para apurar su saludo capotero, pegarle ocho veronicas de distinto calibre, cambiar el tercio e irse a toda velocidad hacia la puerta de cuadrillas en dónde se encontraba su picador, que en automático le cedió su lugar. Ahí Ferrera monto el caballo como un Quijote (aunque por la bizarra situación me daba la impresión de estar viendo a Sancho) para señalar un puyazo medido, trasero, corto, y de precisión milimétrica. Posteriormente aventó la vara de picar contra un burladero como si se tratará de una escoba y se bajó del caballo para ejecutar unas chicuelinas que rompieron la barrera del silencio, algo así como 343,2 metros por segundo y es que todo lo hacía a gran velocidad, como si estuviera concursando para un «iron man» o triatlón.
Llegó el tercio de banderillas y el público le pidió que tomara los garapullos para qué reviviera tiempos pasados. Ferrrera aceptó sin dudarlo para lucirse de nuevo, y de qué manera, brindándole nada más y nada menos que a Vicente Ruiz «El Soro» (con montera, aunque usted no lo crea) un espectacular tercio con los palos. Finalizado el tercio, se arrancó a dar una vuelta en medio de una ola de éxtasis y desconcierto.
El extremeño ya con la muleta le dio distancia al extraordinario «Ayate«, lo toreó a su altura y firmó la tanda sobre la derecha más lograda de la tarde. Cambio de pitón en otra buena serie, con detalles por bajo hacia los adentros muy jaleados. Se presentía ya el indulto.
Cuando se fue por la espada, arreciaron las protestas de aquellos que pedían el indulto. La plaza era un clamor: y comenzaron a ondear algunos pañuelos blancos.
Pero Ferrera quería la gloria para él solo, pensando que el rabo estaba amarrado. En estado de gracia, el extremeño asombró a los más incautos con una estocada desde una distancia kilométrica, al paso, dejando una estocada entera, algo desprendida, pero aún así el público pidió el rabo que el juez Enrique Braun finalmente no concedió. Al final fueron dos orejas de peso y una polémica vuelta al ruedo para un toro importante de Bernaldo de Quirós.
Cuando Ferrera daba la vuelta al ruedo entre la algarabía popular, dejando atrás una obra teatral basada en sus locas ideas, a mi me quedó la sensación de que la faena que nos había vendido quedaba incompleta, desordenada y sin conclusiones. Pero así están las cosas hoy en día, vivimos una tauromaquia que a veces es tan superficial como los tiempos actuales.
Con paciencia, Ferrera afianzó a su primero del hierro de Fernando de la Mora, al que le exprimió todo lo que tenía en una larga labor, pero sin mucha historia ante la deslucida res.
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