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sábado, 13 de agosto de 2022

LUNA TORERA

 Por Santi Ortiz


En la madrugada del 11 al 12 de este mes de agosto, por los cielos de España podía observarse la última superluna del año: un plenilunio más grande de lo normal en tamaño y brillo, aprovechando el paso de nuestro satélite por el perigeo; esto es: el punto más cercano de la órbita lunar a la Tierra.

Esta efeméride, seguida con interés por astrónomos y aficionados a los cielos, en nada se parece a la visión que del plenilunio ha tenido siempre el aficionado a los toros. Sobre todo, la que tenía el aspirante a la gloria incapaz de sustraerse al furtivismo con tal de pegarle unos pases a una vaca bendecido de luz por la uva blanca y redonda de la luna, el astro reina de la noche torera.

La luna. El campo. El toro. El sueño de una fiebre que tirita en la muleta de la madrugada. Voces de silencio ahondando en las raíces de lo oscuro con la misión de avivar la bravura dormida en el echío. Y una impaciencia grande, que no puede ni siquiera esperar el despunte del alba ni a que el sol ilumine los tendidos de la plaza de toros.

Nacen así historias ocultas, furtivas, anónimas, que deslizan su piel por la aventura, amparadas en la oscuridad incierta de la noche. Toreo lunario, toreo escondido en el corazón de la nocturnidad, toreo amamantado en la semilla más primordial y antigua que une el latido de un corazón humano al de la casta brava y al vértigo que ésta produce en la inquietud intelectual del hombre.

Hambre y sed de toro y de toreo. Inabarcable, inextinguible, eterno. Sueños que se encaraman en el alma exigiendo su realización. Qué cosa tan grandiosa, dar curso a la libertad vuelta orgullo cuando el sentimiento se mira en el espejo del toro iluminado por el blanco sudario de la luna. Mágica sensación llena de vida, ante el cónclave mudo de estrellas y luceros que asisten al parto inconfesable de un nuevo dios aspirante a la gloria.

Noches repobladas de alertas. El ladrido de un perro, siempre inoportuno, siempre indeseable, que escandaliza el protector silencio. La pareja de la Guardia Civil caminera, siempre temida y evitada siempre a ser posible. La escopeta del guarda. La honda del vaquero. El caballo del mayoral. El estruendo de cientos de pezuñas sintiéndose acosadas. Todo aguzando el miedo a ser sorprendidos, a ser descubiertos, a ser privados de la libertad o incluso de la vida.

Todos esos lógicos temores se vuelven insignificantes accidentes ante la grandiosidad de enfrentarte a la vaca –la ética del toreo furtivo hace del macho animal intocable para que ningún otro se lo encuentre toreado una tarde en la plaza– en el paraje más puro de la tauromaquia, alejado de reglas, tercios y clarines, ajeno a lo que no sea el hecho desnudo de burlar a la muerte con una muletilla sin buscar palmas, fama o lucro dinerario. No aspirar a otra cosa más que a sentir en plenitud el misterio de torear, la sensación única de pasarse las astas una y otra vez por la barriga y disfrutar de ello como nunca de cualquier otra cosa; oír el doble fuelle de la ira respirada; notar a través de la ropa el húmedo calor animal que te roza la piel.

Acosar a pie requiere una estrategia y un conocimiento. Aprender de antemano las querencias del ganado en el campo, el lugar al que tienden cuando recorren el atardecer camino de la noche, es imprescindible para luego organizar la manera de llevar a cabo el apartado de la res con la mayor eficacia. Con dos colleras de toreros furtivos se puede lograr un semicírculo perfecto para ir empujando al ganado en contra de querencia hasta que, de pronto, una res, cansada de tanta carrera, planta cara y deja de huir. Al torerillo que le toque, deberá aguantarla y derribarla a la espera de que el resto acuda a su llamada, que no es otra que una nítida señal sonora –como de ave nocturna– convenida de antemano.

Descansa la vaca. Se arman las muletas y comienza la versión más íntima de la tauromaquia. Toreo a la luz de la luna, sin voces ni aplausos; de vez en cuando, la pista de un consejo o el quite en un apuro. Lo demás, silencio, armonía, sueños en carne viva buscando la victoria de la autenticidad, mientras se aprenden los primeros palotes del toreo, muy distante aún de la solariega tarde de alamares que se vislumbra brillando como meta al fondo del arriesgado y romántico túnel.

Toreo lunario. Anaquel salpicado de enigmas donde el romanticismo desparrama su esencia, donde se aúnan la decisión de vivir y la de torear como una sola cosa. Es mágico sentir cómo se descorchan las emociones bajo este hermoso nocturno, asombrajado a veces por nubes viajeras, que la luna espanta para devolverle a la escena toda la claridad de su esplendor.


Hay quien encontraba en él todo el universo de ilusiones que poblaba sus ansias. No quería plaza ni vestidos de oro ni los oles sonando a compás de la gloria. No aspiraba a colgar su nombre en los carteles ni mecer sus andares al son del pasodoble. Sólo, y nada menos, anhelaba la inmensa libertad del campo sin más objetivo que poder expresar, muleta en mano y ante las reses, esos sentimientos que ni él mismo supo nunca de dónde le surgían.

Toreo lunario. Toreo antiguo. De un tiempo ya pretérito, descatalogado en esta época de móviles y todoterrenos que vuelven mucho más complicada la aventura torera; una época de aficionados comodones, que, como no sea en coche, no van a un tentadero. Toreo con sabor añejo, para otra forma de entender la afición mucho más pedestre y elemental que la actual, pero también más aventurera y romántica. Eran otras claves y otros sacrificios. Yo, y no sólo por nostalgias de juventud, me quedo con ella, aunque te enseñara antes los colmillos de la dureza. Al fin y al cabo, cuando sale el de los rizos, la dureza de ayer y de hoy está siempre presente y no queda otra que afrontarla.

2 comentarios:

silverio ruiz dijo...

Magistral articulo. Maestro Santi Ortiz

Coronel Chingon dijo...

Un artículo épico y lleno de añoranza, me ha llenado de emoción, gracias por compartirlo