Tomás Rufo sumó sin clamor los tres trofeos preceptivos para traspasar el mítico arco de piedra pero urge una redefinición del sentido de un privilegio convertido en mera aritmética
Por Älvaro-rdgz-del-moral
No es algo nuevo. La Puerta del Príncipe ha derivado –quitando algunas auténticas apoteosis, no muchas, que están en la mente de todos- en una mera suma de trofeos que reducen el que era un raro honor a una cuestión aritmética. No hace falta señalar pero es que ejemplos hay muchos, cada vez más. Urge redefinir lo que era un auténtico privilegio, un honor derivado de la verdadera voluntad popular que saltando absurdos reglamentismos –todo se mide y se norma, como en la moderna vida cotidiana- elevaban sobre el pavés a los verdaderos triunfadores en ocasiones excepcionales llenando el público de aficionados y ahorrando el feo espectáculo de un tío con cara de póquer llevando al torero en medio de un ruedo desolado.
La Puerta del Príncipe, en realidad, es una cuestión relativamente reciente que se fue forjando a la vez que se iba cincelando la leyenda de Curro Romero. Con los 80, y la ley de Espartaco, se terminó de consolidar esa dictadura numérica que andando el tiempo ha derivado en una auténtica disociación entre la excelencia y la aritmética. Si Tomás Rufo sumó esa segunda y ramplona Puerta del Príncipe... –que no resiste ninguna comparación con la que se abrió 24 horas antes- ¿no merecieron ese honor las grandes faenas de Daniel Luque y Manuel Escribano? ¿No debería llevar el propio Morante cinco o seis en tres temporadas?
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Fue el tercero y le tocó, claro está, a Tomás Rufo. ¿Estuvo mal? ¿Se le fue el toro? Cabría decir que no acertó a lucirlo, a darle plaza, a aprovechar la boyantía y la pronta codicia de un exigente astado que se comía la muleta con el morro por el suelo. No le dio sitio ni distancia, consumió su buena faena –que no excelente- en un toreo de cercanías, asfixiando una embestida que demandaba otro planteamiento. Esa notable labor –con un toro de matrícula- le debería haber servido para cortar una oreja de un toro de dos. Y dos son las que le entregó un palco bizcochón que le dejó entreabierta, siguiendo la ridícula norma aritmética, una de las hojas de esa célebre puerta roja que se mira en el Guadalquivir. Habrá que hacerla giratoria.
La verdad es que el torero de Pepino –que es su pueblo- estuvo mucho más suelto, solvente y convincente con el sexto. Fue otro de los buenos toros que se trajo la familia Domecq Noguera que, como el resto de la tropa de Don Tello, hizo surcos por el suelo en la brega. Un grandioso par de Fernando Sánchez, que le va la marcha, terminó de calentar el ambiente. Y ahí si se vio un matador con recursos para escenificar una faena y administrar una embestida que no estaba sobrada de brío. En su labor hubo momentos excelentes, como un inesperado natural tan largo como un meandro o uno de pecho que embelesó al público. Mientras sonaba Dávila Miura se mascaba esa tercera y merecida oreja mientras los noveleros se frotaban las manos sabiendo que iban a sumar un nuevo vídeo a sus móviles, que de eso va parte del asunto. La espada, como en el tercero, fue eficaz. Ya saben el resto de la historia.
Y sigan sumando toros de interés como el más que boyante primero, un animal pronto, con clase y de rebosantes embestidas que descubrió las horas más bajas de un Manzanares incapaz de hilar ni cuajar nada, refugiado en pausas y paseos y series de dos más uno. Al alicantino, y ahí no caben paliativos, se le fue clamorosamente; sin ninguna excusa. Si los toreros a veces se quejan de su suerte, a los toros nadie les pregunta. El cuarto, tan enclasado como blando, permitió a Josemari mejorar parcialmente la paupérrima impresión dejada con el primero de su lote. Su toreo tuvo mejor dibujo y reunión y la faena un planteamiento más nítido. Eso sí, en otro tiempo le habría formado un lío gordo. Extrañó que se empeñara en recibir a un astado tan blando antes de ponerse a pinchar hasta agarrar el volapié definitivo.
El segundo espada era Pablo Aguado que sorteó un sobrero geniudo y manso que había sustituido a un titular que se paró en la lidia. ¿Justificaba esa circunstancia la devolución? Pues vaya usted a saber. Se lidió con premiosa lentitud y cuando Pablo, al fin, pudo ponerse delante, sólo pudo comprobar que echaba la cara arriba y estaba loco por rajarse. Mucha más clase iba a tener el quinto pero tan lastrado de fuerzas que acabó sentenciando el templado inicio de una faena que, como el toro, fue a menos en todo. Por cierto, el aforo de dos tercios cortitos en un jueves de farolillos, pese al intenso calor, también merece su propio análisis.
FICHA DEL FESTEJO
Ganado: Se lidiaron seis toros de Jandilla, bien presentados. El mejor por exigente, pronto y codicioso fue el tercero de la tarde que quedó en parte inédito. Tuvo clase, boyantía y excelente tranco el primero. Tercero y cuarto sumaron tanta clase como pocas fuerzas. Humilló y sirvió mucho el sexto. El segundo, sobrero del mismo hierro, fue el peor por geniudo y manso.
Matadores: José María Manzanares, de nazareno y oro, palmas tras aviso y silencio
Pablo Aguado, de tabaco y oro, silencio y silencio
Tomás Rufo, de ‘feldgrau’ y oro, dos orejas y oreja
Incidencias: La plaza registró dos tercios de entrada en tarde de calor sideral. Saludaron los banderilleros Diego Vicente, Juan Sierra, Fernando Sánchez y Andrés Revuelta.
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