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lunes, 26 de julio de 2021

SIN PASARME DE LA RAYA

 Por Santi Ortiz.



Después de haber leído el artículo titulado “A vueltas con las rayas”, publicado en la web República.com –y posteriormente reproducido en este blog– bajo la firma de mi estimado y conspicuo periodista taurino Fernando Fernández Román, me he sentido en la obligación de salir al paso de ciertas inexactitudes que pudieran dar lugar a malentendidos a la hora de interpretar la finalidad y uso de las actuales rayas de picar.

De hecho, Fernando deja planteadas una terna de preguntas básicas a la que me propongo también dar respuesta, a saber: ¿Qué significan las rayas que actualmente se pintan en el ruedo? ¿Para qué sirven? ¿Qué se pretende con ellas?

Sin embargo, antes de acometer dicha tarea, es preciso hacer algo de historia, ya que la doble circunferencia que hoy aparece en el ruedo en los festejos con picadores es consecuencia de una evolución normativa que, a lo largo del tiempo, aunque de modo puntual, ha pretendido paliar los abusos a los que se ha visto sometido el tercio de varas desde los inicios del toreo a pie hasta nuestros días.

Es evidente que ni en las tauromaquias de Pepe-Illo, de Paquiro o de Guerrita se hace alusión alguna a la conveniencia o no de pintar cualquier divisoria en el ruedo en relación con el primer tercio de la lidia. Simplemente, porque hasta entrado el siglo XX, no se empieza a barajar lo acertado de pintar una única circunferencia concéntrica con la determinada por la barrera para delimitar una frontera que no pudieran traspasar los picadores hacia afuera ni los toros hacia dentro a la hora de colocarlos en suerte. De ahí que desde el primer ensayo de Reglamento, del que fue pionero y artífice don Melchor Ordóñez, en junio de 1847, hasta que se articula la obligatoriedad de pintar la citada raya en la normativa de 1923, han transcurrido más de tres cuartos de siglo, tiempo suficientemente dilatado para que el desarrollo de los acontecimientos fuera nutriéndonos de una casuística que obligatoriamente habría de conducir a la adopción de medidas que pusieran freno a los malos usos que desvirtuaban una suerte de tan capital importancia para la lidia como era entonces la de varas.


Sostiene Fernando que fueron los picadores los que propusieron la implantación de la raya de picar, como medida compensatoria en su secular enfrentamiento con los ganaderos por el tema del modelo de puya. Yo lo dudo. Esto ocurrió una vez, pero hasta el Refranero avala que una golondrina no hace verano. Siendo incuestionable la existencia del conflicto de las puyas, pues como bien señala el autor “la minoración del castigo del toro era directamente proporcional a la mayoración del riesgo que afrontaban (los piqueros)”, y en aquella época los “talegazos” eran de un calibre tal que desencuadernaban vértebras y costillas, sin embargo estimo que la problemática que lleva al establecimiento de la raya de picar es otra bien distinta, a pesar de que en la ocasión citada –corrida de Pablo Romero, de la feria de Zaragoza de 1908–, habiendo impuesto los señores de pelliza y cerrado su modelo de puya para ese día –la corrida anterior se picó con la que querían los del castoreño–, los montados exigieron y consiguieron en contraprestación se marcara en el tercio del redondel una raya divisoria a la que éstos se comprometieron no rebasar. Dicha petición no obedecía, como sostiene en su artículo Fernández Román, a la búsqueda de alivio para el picador, porque “siempre lo difícil, 
lo meritorio, lo riesgoso, fue ir de dentro a fuera puya en ristre”, sino a una especie de “ahora os vais a enterar” dirigida a los ganaderos. Vean lo que respecto al desarrollo de la suerte de varas en la citada corrida escribe Don Torcuato, en “La Fiesta Nacional”: 1º) El toro es manso y por mor de la raya recibe nota de malo. 2º) Nos aburrimos porque el bicho se declara manso y como nadie sale de la raya, según consigno con una sola vara pasa al tercio siguiente con fuego. 3º) Toma tres varas sin codicia ni poder. 4º) No llevamos aún ningún caballo arrastrado, lo cual que al amigo Zaldívar –empresario de caballos– le va lo de la raya que ni pintado (En este toro, el picador Zurito traspasó la línea divisoria). 5º) Es manso, aunque medio pasable sin la maldita raya. Dos varas nada más, y por consiguiente, fuego de artificio. Y 6º) Éste es más bravo que sus hermanos y toma cuatro varas. Resumen: dos toros condenados a banderillas de fuego y otros dos tachados de mansos, no era buen balance para el ganadero sevillano.


Antes de seguir adelante, permítanme traer a colación dos casos concretos anteriores a esta corrida zaragozana, que nos ayuden a entrar en situación: el primero ocurrió la tarde inaugural de la plaza de Gijón –12 de agosto de 1888–, en la que torearon Mazzantini y Guerrita toros de la ganadería sevillana de don José Orozco. Vean lo que de ellos dice la crónica de El Toreo:
“Los toros del señor Orozco eran pequeños, flacos y de escaso poder. Han cumplido (ojo al dato), gracias a la tolerancia del señor presidente, que ha permitido a los picadores acosar a las reses, picando hasta en el centro de la plaza.” La advertencia entre paréntesis es mía.

El segundo caso, complementario de éste, ocurrió al término de una corrida que el matador sanluqueño Manuel Hermosilla toreó en El Puerto de Santa María. Estaba éste en la fonda desvistiéndose del traje de luces cuando del cuarto paredaño, donde se cambiaba la cuadrilla, le llegaron voces destempladas, gritos y denuestos. Extrañado el torero, mandó al mozo de espadas a ver qué ocurría y, a su regreso, se enteró por éste de que todo se debía a una disputa por el reparto de las propinas: los cincuenta duros –250 pesetas, para los de la época euro– que el ganadero les había soltado a fin de evitar que algún toro fuese “fogueado” tras la suerte de varas. El problema era que los picadores querían más parte por ser ellos los que pidieron la gratificación por hacer cumplir a los toros, y los banderilleros no estaban de acuerdo ya que ellos también la pidieron para obligar al ganado a ir a la jurisdicción de los piqueros. El resultado de todo aquel conflicto fue que, tras la cena, Hermosilla reunió a su cuadrilla para comunicarle que desde aquel mismo momento ya podían buscarse otro matador, “porque yo –les soltó– en mi cuadrilla no quiero a nadie que pida limosna”.


Para nuestro asunto, este desenlace es irrelevante, lo importante son las prácticas que se venían ejerciendo por los criadores de toros de lidia para mantener a salvo su honra ganadera ya que, en todo este dilatado periodo, el prestigio de una ganadería se sustentaba en el número de caballos que mataban sus reses y en que éstas no fuesen “fogueadas”; esto es: condenadas a banderillas de fuego. Estas gratificaciones de los ganaderos a las cuadrillas, que habían pasado en esta época de ser solicitadas a ser exigidas, no eran las únicas, pues, con intenciones opuestas contaban las que los del castoreño obtenían de las empresas de caballos para que minimizaran el riesgo de perder la montura. Buscando acabar con tales inmoralidades, que llevaban a los montados a acosar a los toros en cualquier terreno para que no se fueran sin picar o a quedarse refugiados al hilo de las tablas sin querer ir al toro, se propuso implantar la raya de picadores, que, no comenzó a ponerse en práctica a partir de la susodicha corrida de 1908, como lo prueba que, al día siguiente, en el festejo celebrado en el 
mismo coso con reses de Miura, para Quinito, Bombita y Machaquito, ya no se pintara raya alguna. Como tampoco se pintó en la del día después –toros de Clemente Hernández, para Quinito, Guerrerito y Mazzantinito–. Y como de un caso aislado no se puede deducir una norma, la raya de la corrida de Zaragoza se quedó en pura anécdota, pues hasta los años inmediatos a 1920 no comienzan a verse con una mínima regularidad. De hecho, la raya en cuestión no quedó incorporada a la normativa taurina hasta el Reglamento de 1923, en cuyo artículo 34 se decía: “En la mañana del día en que haya de celebrarse la corrida se trazará en el piso del redondel, con pintura de color adecuado, una circunferencia concéntrica con la determinada por la barrera y a una distancia de 5 a 7 metros de la misma, según el diámetro de aquél, cuya línea no podrán rebasar los picadores cuando se dispongan a la suerte.” Queda claro, por tanto, que el trazado de la raya de picar no perseguía ventaja alguna para los piqueros, sino contribuir al buen resultado de la suerte de varas, llevándola y ordenándola de forma competente. Y vuelvo a insistir en mi duda –salvo en la ocasión de 1908 para fastidiar a los ganaderos por haberles impuesto su modelo de puya– de que tal medida pudiera partir de los piqueros, dado que con ella decían adiós a los pluses, gratificaciones y adehalas que bajo cuerda recibían de unos y otros. Lo cierto es que la afición nada perdía con tal implantación, pues no saliendo los picadores más de lo reglamentario, dejarían de pasar por toros muchos de los bueyes que entonces se lidiaban.

Sin embargo, esta única raya de picar no podía evitar lo que con el tiempo se fue convirtiendo en práctica corriente: que a capotazo limpio se metieran a los toros literalmente bajo el estribo del picador, el cual, favorecido más aún con la ventaja del peto, castigaba a mansalva sin que el astado pudiera desarrollar todo el empuje de su arrancada. Por otro lado, actuando así se impedía ver la forma de arrancarse el toro al caballo para apreciar su grado de bravura o mansedumbre.


Fue el 11 de abril de 1959, cuando se dicta la Orden –publicada en el BOE cuatro días más tarde, fecha de su entrada en vigor– para que se trazaran en el piso del redondel las dos circunferencias concéntricas que hoy conocemos, aunque entonces separadas dos metros y no tres como en la actualidad. El objeto de esta segunda raya era establecer un terreno de nadie al limitar la posición del toro y el picador en el momento del cite para la consumación de la suerte. De esta forma, se lograba aquilatar la bravura de los bureles y evitar que los varilargueros acosaran a los toros echándoles encima el caballo. Esta medida, puesta en práctica por vez primera en Las Ventas el 19 de abril de 1959 –y un día antes en La Maestranza–, en la corrida de confirmación de Abelardo Vergara, con reses de don Alfonso Sánchez Fabrés, fue muy bien acogida por los aficionados –término al que quito aquí las comillas tan intencionadamente como Fernando se las puso en su artículo– y ahí sigue, no siempre respetada, aunque haya desaprensivos o ignorantes, como Ferrera, que no tiene reparos en llevar del bocado al caballo de picar –¡qué estampa tan humillante para el picador!– a fin de colocarlo en los medios del ruedo –transgrediendo olímpicamente la normativa– en un intento de plantear la suerte de varas al revés, obviando que, como nos enseñó el maestro Antoñete, todos los toros, por mansos que sean, acaban acudiendo a los medios. En fin, a ver si un día, el cada vez más histriónico torero extremeño nos lo explica y podemos enterarnos de cuál era el objeto de su “invento”.


Ahora ya estamos en condiciones de responder de manera sucinta a la terna de preguntas que formulaba el señor Fernández Román:

¿Qué significan las rayas que actualmente se pintan en el ruedo?

Respuesta: Las rayas tienen una significación normativa y representan la delimitación de espacios permitidos o prohibidos para la realización de la suerte de varas.

¿Para qué sirven?

Respuesta: Para visualizar los espacios antedichos, permitiendo a autoridades y público apreciar si la suerte de varas se está llevando a cabo o no conforme a Reglamento, del mismo modo que las líneas que perimetran el área grande en el fútbol permiten al equipo arbitral y espectadores apreciar si una mano o la falta cometida sobre un jugador es simplemente falta o es penalti.

¿Qué se pretende con ellas?

Respuesta: Establecer una distancia mínima de separación entre toro y picador para que aquél pueda demostrar su bravura, así como evitar que los piqueros echen el caballo encima a los toros o que éstos sean metidos a base de capotazos bajo el mismísimo estribo del varilarguero.


Cumplida la promesa, sólo me resta decir que, según se desprende de lo sostenido por Fernando Fernández Román en su artículo, la experiencia acumulada en siglos para alumbrar la normativa que ahora nos acoge, con todas sus virtudes y defectos, nos ha conducido a una falsa pedagogía que lleva a los ignorantes “aficionados” –entre los que me incluyo– a protestar cuando lo que dicta el Reglamento es incumplido por parte del piquero o del lidiador que pone el toro en suerte. Al parecer, según Fernando, somos presa del “resorte que activa la ignorancia”, aunque, a mi juicio, de lo que somos presa –y él también– en esta época plagada de confusión y tan desafecta a la legalidad vigente es de un revisionismo desquiciado que pretende modificarlo todo a desprecio del largo recorrido histórico, normativo y artístico, que nos ha traído la corrida de toros al estadio actual. Si queremos cambiar el Reglamento, arguméntense sus modificaciones y acometamos las que sean pertinentes. Entretanto, respétese lo que hay y acatémoslo, que en la lidia no hay nada arbitrario.

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